jueves, 7 de febrero de 2008

L´orchidea-farfalla II. Orquídea

Cattleya Mossiae Hook (f. Gand. Lindenia Iconographie des Orchidées, Serie II, Vol. I., Bélgica, 1895).



En Venezuela, la flor nacional es una orquídea de color violeta intenso y corazón púrpura llamada Cattleya Mossiae Hook, la “Flor de Mayo”. Es esta una flor opulenta que podría pasar perfectamente por la orquídea arquetipal, gracias a su majestuosa escala y a su gloriosa arquitectura de moldeados pétalos, sutilmente orlados en las puntas y voluptuosamente tersos, con la espléndida corola abriendo como la amplia falda de un traje largo en un baile de gala tropical. La reina de las orquídeas venezolanas descolla por encima de un exótico ejército de más de 1.300 especies autóctonas de intrigante belleza, razón por la cual el país ha sido desde siempre referencia y destino obligado para coleccionistas, botánicos y orquidiólogos de todo el mundo.

Son también las flores de Caracas. Ellas aún crecen naturalmente en las quebradas y las montañas para sorprender al paseante con sus apariciones deslumbrantes, instaladas de manera inaudita entre las copas de los árboles.

Armando y Anala Planchart las amaban. Empezaron a ser coleccionistas desde fines de los años cuarenta, cuando la señora Planchart fue presa de la nostalgia del exquisito patio colonial cultivado de orquídeas de la desaparecida casa de sus padres. Entonces decidieron adquirir una colección completa y dedicarse a aumentarla y mejorarla. En El Cerrito se conservan todavía ejemplares de esta colección original, que hoy alcanza unas dos mil especies distintas provenientes de todas partes del mundo.

Cuando a mediados de junio del 53 los Planchart arriban al número 14 de Via Dezza en Milán, el estudio de Ponti, Fornaroli y Rosselli, donde habían logrado hacer una cita a través del Consulado de Venezuela en Italia, traían en mente muy claras las demandas que iban a hacer para la confección de su nueva casa. Una de ellas concernía a las orquídeas. Nadie sino Gio Ponti podría tener éxito con semejante comisión. 

Extasiados ante el rico espectáculo visual que era en ese momento el estudio, con maquetas colgando del techo y prototipos de diseño industrial, obras de arte diseminadas por el suelo y por las paredes, las mesas de dibujos abarrotadas de planos y dibujos y la editorial de Domus despachando desde una esquina, los Planchart enmudecieron de placer. Fue Ponti, por lo tanto, quien hubo de romper el hielo con sus nuevos clientes sudamericanos, yendo directamente al grano. Y sentado a la mesa de dibujo, les formuló la pregunta inicial: “Bien. Díganme, ¿qué quieren ustedes de una casa?” Anala Planchart le respondió inmediatamente: “Tengo enfrente una montaña preciosa que se llama El Avila y quiero verla desde todas partes”. Ponti dijo: “Muy bien. ¿Y qué más?” Y ella contestó: “Quiero una casa que no tenga paredes”. La claridad de las dos peticiones lo entusiasmó. Acto seguido, el arquitecto milanés se dirigió al señor Planchart: “Y usted, ¿qué es lo que desea de una casa?” La respuesta afloró en el acto: “Tengo una colección de orquídeas que deseo tener toda dentro de mi nueva casa”. El arquitecto milanés pegó un salto: “¿Orquídeas? Una colección completa de orquídeas?”“Sí, como dos mil plantas”—, aclaró Planchart. “¿Conoce usted lo que son las orquídeas?”. El maestro confesó: “Solo conozco las flores. Son muy bellas, pero no he visto nunca el resto. ¿Cómo es la planta de las orquídeas? ¿Es una trepadora, un árbol, o más bien, un arbusto? ¿Es grande o pequeña? ¿Cómo se cultiva, cómo se siembra?” 

Puede que Gio Ponti, entonces de 63 años de edad, en toda su carrera jamás hubiera recibido una petición tan extravagante. Una domus orchidiensis, un excéntrico show-room, un winter garden a la inversa, una serre para la jungla tropical, un belvedere vegetal… su curiosidad natural y su imaginación empezaban a dispararse. Hacer arquitectura para orquídeas en un espacio sin paredes contemplando la última cumbre andina, en el lejano Caribe… Como un relámpago, una primera idea atravesó su mente.

El arquitecto milanés sacó un rollo de papel de croquis e hizo un dibujo a grandes trazos. La señora Planchart lo recordaba muy bien: “Era una casa con arcos”. —“¿Le gusta?”—, preguntó Ponti. “No, no me gusta”, respondió ella. “¿Y por qué?”, dijo él. “Porque yo quiero una casa moderna”. Un grave silencio se impuso de nuevo entre los tres.

Ponti extendió parsimonioso una nueva hoja de papel. Cuenta Anala Planchart que esta vez dibujó más detenidamente, y que en el nuevo dibujo fue apareciendo, poco a poco, como por arte premonitoria, lo que tres años y medio más tarde a grosso modo sería la Villa Planchart. Allí estaba ya, con su volumen cerrado y finito como una forma abstracta sobre la cima de la colina; allí su ligero techo flotando sobre las cuatro fachadas rotundas y rectangulares; allí las marquesinas aladas y las ventanas horadando de manera abstracta los blancos muros. Gio Ponti, de un vistazo, supo que ya no necesitaría preguntarles a sus clientes más si les complacía el diseño.

Los Planchart salieron de Milán continuando viaje, esta vez hacia el Cabo Norte, en la tierra del sol de medianoche. En el barco que los llevaba, el “Stella Polaris”, recibieron al poco tiempo un envío del director responsable de la Triennale de Milán, su recién contratado arquitecto. Este será la primera de una vasta correspondencia que no va a detenerse por el resto de sus vidas, hasta llegar a alcanzar quinientas cartas, muchas de ellas magníficamente ilustradas.

En dos de las cartas de ese primer correo de julio de 1953, Ponti combinó delicadamente el dibujo en plumilla con la misma escritura, elaborando una suerte de “juegos florales”. En la primera, cuando escribe “los recuerdo con placer trabajando más su villa”, sus palabras adquieren la forma de pistilos que brotan de las corolas abiertas de siete flores que aparecen plantadas en tierra. En la segunda, al decir “dentro de poco les mando algunos diseños a París”, esta vez las flores son los arabescos de las palabras, emergiendo con sus altos tallos de las bocas abiertas de quince botellas de vidrio... Algo estaba ocurriendo en la arquitectura de Gio Ponti.

Y es que del encuentro con las orquídeas, pareciera que el arquitecto milanés también hubiera sucumbido irremediablemente —como sus clientes venezolanos— a la famosa fiebre que desde la época victoriana afecta a todos los admiradores empedernidos de esta voluptuosa especie: el llamado “orquidelirio”. Y, fascinado por el misterio de las exquisitas flores de la selva, fatalmente atraído por su enigmático encanto, hubiera concebido la variante arquitectónica de su pasión incipiente.

Ya en el primer esquema trazado en Via Dezza, al emplazar la villa, solitaria y perfecta, en la cima de la colina, Ponti había tomado la tajante decisión de alejar los orquidearios de la casa. Los orquidearios, mas no las orquídeas. Los cinco grandes viveros, colocados como tras bastidores, se hallan construidos en el perímetro de la propiedad, calzados en la topografía y unidos por una larga caminería.

Así, se crea una singular promenade plantée, oculta de la vista del visitante. Las orquídeas funcionan allí. Cuando florecen se suben a la casa; antes de que una flor se marchite, es reemplazada por otra que acaba de florecer. Esta fue la estrategia pontiana para la invención del más surrealista invernadero de la historia de la arquitectura moderna. Una fábrica de orquídeas. Un Deus Ex Machina floral.

El visitante, al entrar en la villa, una vez traspasado su acristalado umbral y antes de empezar siquiera a percibir la arquitectura, experimenta lo mismo que ocurre al destapar un frasco de perfume: el cuerpo se ve invadido por un efluvio inquietante y desconocido. Condensadas emisiones plenan sugestivamente toda la atmósfera. Inhala. Los registros transparentes que se desencadenan evocan la impresión de un velo de flores lejanamente vintage.

Para el connoisseur, se trata de un ramillete de tonos superpuestos: una fuerte nota verde aflora primero; luego un par de sobre tonos combinados: un sugestivo acorde floral de lejano gusto selvático unido al almizclado olor acre que usualmente atrae a los insectos durante el momento de la polinización. El gusto es el del incienso en una catedral, pero el de una catedral sensual, por no decir sutilmente sexual. Al final, unas gotas de vainilla se despiertan cuando se “seca” el aroma, y son ellas la pista que descifra el enigma: se trata de la insólita condensación de cientos de orquídeas en el espacio. La embriagante creación de un diseñador moderno. Un hibrido único. Un festín adicional para los sentidos. Un dramático efecto fragante. Ninguna otra arquitectura en la historia despidió tal perfume.

La presencia de las plantas es entonces descubierta. Las orquídeas en floración llenan la villa. Los sitios para ellas se multiplican: hay flores en las ventanas y sobre las puertas, colgadas de los muros, encima de las mesas, en decenas de vasos de vidrio, flotando en las jardineras o descansando en el suelo, y en las barandas, cayendo en cascada desde el Puente.

Es el “matorral civilizado” que poetizara Ponti. Para él ideó dos tipos de diseños especiales: los que bautizó “floreras” o receptáculos diseñados para estar en el aire, dispositivos epífitos que se convierten en un nuevo tema para las finestre arredate, y los “jardines portátiles”, bandejas metálicas para plantas siempreverdes que forman parte de la composición del pavimento, probablemente inspirados en el “Alfabeto americano” de Charles Eames, publicado en Domus en 1951. Adentro, cada uno esconde los uniformes potes industriales de arcilla donde están plantadas las orquídeas y que solo salen a relucir en la penumbra húmeda de los umbráculos.

A diferencia de los invernaderos tradicionales, donde las especies tropicales se exhiben como en un gabinete de curiosidades vivientes, cobijadas bajo una arquitectura de cristal que permite que entre la mayor cantidad de luz del sol sin dejar escapar el cálido clima artificial que permite su supervivencia, en el fantástico invernadero caraqueño la arquitectura es un cristal, recortándose escultórica sobre la cima de la colina. Aquí las especies tropicales dejan de ser curiosidades vivientes para pasar a formar parte de la obra de arte total que es la casa. La pontiana fábrica se encarga de crear la ilusión de que están siempre en perenne floración.

No es una cuestión de vida o muerte vegetal. Ellas no necesitan de la villa para sobrevivir, sino que están allí puestas para brillar con derecho propio, en su mejor momento, para obsequiarnos su efímero éxtasis y subyugarnos, subrayando con su presencia las facetas y los ángulos de la piedra preciosa que fugazmente las recibe y las expone junto al resto de las obras de arte. Ellas, forman parte de la arquitectura. De la arquitectura fragante.

No hay, por lo tanto, un invernadero como tal. La Villa Planchart es más bien como un monumental flaçon arquitectónico —que seguramente hubiera hecho las delicias de Lalique—, capturando en su transparente interior las hipnóticas emanaciones de la magnífica plantación temporal de orquideáceas multicolores.

Esta moderna encarnación arquitectónica incrementa aún más su teatralidad cuando la rotación de las plantas se calibra con habilidad de relojero —en el pasado, era ésta la especialidad de un viejo jardinero—. Aunque difíciles de lograr, las floraciones múltiples permiten, aparte de unificar formas o colores, que del perfume de las Cattleya se pase al perfume de las Phalaenopsis, y de allí al de los Cymbidium, y al de las Calanthe, al de las Laelia o al de las Maldevallia. La casa puede cambiar de esencia a placer cada dos semanas. El soberbio White Orchid creado por Gio Ponti permite muchas declinaciones posibles. Quien haya pasado cerca de una sola “Flor de Mayo”, puede imaginar lo que significan un centenar de ellas floreciendo al unísono... La villa se convierte en una gran orquídea.

Las flores aparte, el resto del jardín interior de El Cerrito, por contraste, tiende a permanecer inmutable. Es casi una composición tan mineral como la arquitectura misma. Y aún así se conserva. La disposición de las plantas del Patio, con dos grupos vegetales de distinto color situados a ambos lados del Lago, y el inconmovible jardín de Crassulaceae dispuesto sobre la marquesina principal, son mantenidos tal y como fueron plantados en su entorno controlado.

Adicionalmente, como en las antiguas serres, la señora Planchart colocó sobre altos pedestales blancos diseminadas por la casa varias especies de Araceae, sobre todo Anthurium y Philodendrum (plantas de sombra cuyas formas eran muy apreciadas en los años cincuenta), a manera de esculturas vivientes que compiten con las obras en bronce y madera de Francisco Narváez, de Carmello Capello o de Harry Bertoia. Se suman a ellas ciertos ejemplares protagónicos de los interiores, como la gran “Malanga” (Monstera deliciosa) que trepa toda la doble altura del Salón y los helechos “Cacho de venado” (Platycerium alcicorne) que fueron sembrados al centro de aros de bronce en el pavimento de mármol de los Jardines interiores Sur y Norte. Gio Ponti, en los años setenta, fascinado con estas formas de las Araceae venezolanas y de las “Malangas” de El Cerrito, hizo con hojas del jardín que pedían le mandaran a Milán diseños de manteles y sábanas para compañías como Zucchi. “El se iba aquí lleno de hojas”, recordaba Anala Planchart.

La colección dio muchas satisfacciones a sus dueños. Les garantizó repetidos premios en los Salones Nacionales de la Orquídea organizados por la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, como el otorgado a la Armando planchartiis, de pequeña flor color violeta intenso, la cual arrancó muchos aplausos.

Pero es la orquídea blanca, la Villa planchartiis, la más internacionalmente aclamada, la más admirada por todos los expertos, la más única, la más rara. La que, gracias al genio de su creador (aficionado de las biológicas metáforas) y en el mejor espíritu de su especie, logra hacer suyas las formas ligeras de sus amigos los insectos para transformarse a voluntad en un gigantesco lepidóptero arquitectónico con las alas desplegadas al viento.

Esta es la “gran mariposa”. La que un día de 1954 llegó en vuelo migratorio desde el otro lado del océano para ir a posarse gentilmente sobre una colina de Caracas.

                         Cattleya Skkinneri Lindi (f. Gand. Lindenia Iconographie des Orchidées, Serie II, Vol. I.. Bélgica, 1895).



    

Publicado en: Antonella Grecco, editor. Gio Ponti: Villa Planchart a Caracas, Edizioni Kappa, Roma, Mayo de 2008.



L´orchidea-farfalla I. Cerrito

El Cerrito (f. Paolo Gasparini. Archivo Gio Ponti Caracas, Fundación Anala y Armando Planchart).




“Vuestra casa será gentil
como una gran mariposa en la cima de la colina”.
Gio Ponti, 1953.

Conocí la Villa Planchart —cuyo nombre original es “El Cerrito”— en 1985. Durante los años siguientes la visité en muchas ocasiones, pudiendo verla funcionar a plenitud, conociendo los secretos de cómo era mantenida en perfecto estado de conservación y sintiéndola tan viva como en el día de su estreno, el 8 de diciembre de 1957. En marzo de 2001 le propuse a Anala Braun de Planchart hacer un libro sobre su casa. Desde entonces hasta su muerte, acaecida en mayo de 2005, trabajamos juntas en ello ininterrumpidamente. Cuando comenzamos, ella tenía 89 años y yo 43. 
 
Hacía ya veinte que su esposo Armando Planchart Franklin había desaparecido tras una fulminante enfermedad. Nunca tuve la suerte de conocerlo, per
o puedo dar fe de que a la señora Planchart la viudez no la abatió nunca. Se había propuesto honrar la memoria de su esposo y la del arquitecto de ambos, el maestro milanés Gio Ponti, no dejando morir la casa que habían construido juntos. 

De sus cuatro décadas de matrimonio, décadas de una felicidad incomparable, y de la profunda amistad que los unió a Ponti, había nacido esta soberbia arquitectura, sensible e influyente como pocas, su obra maestra, según él mismo afirmaba. Más tarde también construyeron la Residencia Caraballeda, un ancianato ubicado en la costa cercana a la ciudad, esta vez junto con el arquitecto Carlos Gómez de Llarena, mi esposo. A partir de 1974, am
bas obras entraron a formar parte de la Fundación Anala y Armando Planchart a fin de asegurar su salvaguarda y conservación. 

Aquella primera mañana de marzo de 2001 encontré a Anala Pl
anchart como siempre: risueña y amable, alerta e inteligente, sencilla y elegante: la incomparable anfitriona de una de las joyas de la arquitectura moderna del siglo XX, la señora de la casa moderna más bella de Caracas. Se rió mucho aquel primer día, complacida por mi petición. “Vas a convertirte en mi biógrafa”, bromeó. Yo, que tenía en mente hacer una tradicional investigación de arquitectura, confieso que al oirla me asusté un poco. Pero no le faltaba razón: para conocerse, hay que comenzar por el principio…

Cada martes durante casi cinco años me esperó puntualmente a las diez y media de la mañana en un ángulo del soleado salón de su casa. Un lugar que luego supe que Ponti había bautizado como “el Rincón de la Señora”: su sitio predilecto. Desde allí se domina casi todo el ala signorile de la villa: la Escalera principal, el Patio, el Comedor tropical, el Comedor grande. Cómodamente sentada en su poltrona favorita (una poltrona—Ponti tipo Lo
unge Chair, con el respaldar y los brazos tapizados en brillante vinil color arena y pies triangulares de bronce a los que se les había sacado lustre cuidadosamente durante casi medio siglo), empezaba a dar rienda suelta, locuaz y divertida, a nuestra conversación.
 
Sus trajes de corte perfecto en el mejor espíritu Jacques Fath semejaban un plano de color que parecía formar parte de la arquitectura circundante. Sobre ellos se recortaba impecablemente siempre alguna joya de diseño moderno: un broche como una estrella, un sencillo collar de plata, unos zarcillos de oro en forma de delfín. Toda la deliberada abstracción de su atuendo —hoy vuelto legendario— iba invariablemente calzada con un par de
italianísimos Ferragamos. Justo a sus espaldas, Gio Ponti, preocupado por la torridez del desconocido trópico, había insertado una de las ventanas de aluminio con persiana adentro fabricadas para la villa por la compañía Officine Malugani Milano. En ella se contemplaba un paisaje como en uno de los muchos cuadros que adornan la casa: el de la ciudad al pie de la colina con la montaña del Avila al fondo. Enfrente, sobre un largo sofá—Ponti de tres puestos también color arena, me sentaba yo.

No exagero al decir que a partir de entonces la vida nos cam
bió. Anala Planchart anhelaba contar cuanto antes la extraordinaria experiencia de una de las historias más hermosas de la arquitectura del siglo veinte. Sus últimos años encontraron en esto un sentido y una misión, feliz cada vez que los detalles emergían de las nebulosas de su memoria para convertirse en datos ordenados, por no decir en materia de un verdadero testamento para la posteridad. Yo, porque nadie que hubiera podido disfrutar tan largamente del placer de su compañía y de la estadía en los sublimes espacios de la villa —acrópolis de los sentidos, cumbre de civilidad― como yo tuve la suerte de hacer, hubiera podido permanecer indemne.
 
Mucho antes de empezar siquiera a entrar en el tema de
la arquitectura, la señora Planchart pasó semanas contándome la historia de su familia, los Braun—Kerdel, y la de la familia de los Planchart—Franklin con todos sus pormenores. Unos y otros a principios del siglo veinte eran caraqueños residenciados en el centro histórico de la ciudad de Caracas. Ella, la mayor de tres hermanos, era la hija de un farmaceuta y de una ilustrada dama que, entre otras cosas, le inculcó el amor por el arte, por la arquitectura e —importantísimo—, por las orquídeas. El, junto a su única hermana, Ana Teresa, descendía de un empresario que había perdido temprano su fortuna, por lo que hubo de abrirse camino desde abajo, convirtiéndose así en un hombre emprendedor, optimista… y cada vez más acaudalado.

Sus caminos se cruzaron en la fiesta de graduación del hermano de Anala Braun, Carlos. A la joven le gustaba rodearse —junto con su hermana menor, Isabel— de artistas, músicos e intelectuales, como el escritor Arturo Uslar Pietri (futuro marido de Isabel), los pintores Armando Reverón y Alejandro Otero, el escultor Francisc
o Narváez, el arquitecto Carlos Raúl Villanueva; entretanto, el prometedor joven empresario ya hacia mediados de los años treinta iba camino de convertirse en el primer General Motors dealer de Venezuela. Ni qué decir que sus mundos se complementaron.

El matrimonio se celebró en Caracas el 8 de diciembre de 1936, día de la Inmaculada Concepción. Veintiún años más tarde, ésta sería también la fecha en que entrarían a vivir en la “casa de fantasía” que les diseñaría Gio Ponti. Venezuela vivía los años finales de una larga dictadura vitalicia a la par que entraba también en la era petrolera y, poco de
spués, en un segundo régimen autoritario. Los Planchart—Braun reflejarían en su matrimonio como en un espejo mágico la apertura sin precedentes de Venezuela hacia el resto del mundo y hacia la modernidad. 

Las sucesivas agencias comerciales de Planchart & Cía. s
erían arquitectónicamente cada vez más grandes y más modernas. Los fulgurantes automóviles Cadillac, La Salle y Chevrolet que se exhibían en sus vitrinas cambiaban de modelo con la misma velocidad que mutaba el gusto de la época: los elegantes packards de los treinta dieron paso a los abultados sedans de los cuarenta, y éstos a las aerodinámicas naves de los cincuenta que tan bien harían juego con la Caracas moderna que empezaba a expandirse y a construirse en el longitudinal valle caraqueño y su media corona de colinas. 

Por su parte, en la intimidad del hogar, Anala Planchart traducí
a este hollywoodense desfile de estilos automovilísticos en el desapego gradual de todo vestigio de la ciudad provinciana y neocolonial del pasado, dramáticamente representado en la lista de sus regalos de boda: desechaba los pesados y oscuros muebles de caoba insertados de cuero repujado, regalaba los floreros rococó, vendía los óleos de paisajes inidentificables con marcos eclécticos, desterraba al último cajón la platería de filigrana y se deshacía a toda prisa de todo espejo biselado y de todo dorado pseudo—renacentista.
 
Es mítica la anécdota que retrata a los Planchart el día de su mudanza a El Cerrito: los dos de pie frente a las abstractas puertas de vidrio de la entrad
a, bajo la sombra tenue de la blanca marquesina, cargados tan solo con un discreto juego de maletas. Lo siguiente era subir los peldaños en voladizo de la “escalera volante” dispuesta por Gio Ponti y traspasar el umbral de su nueva y flamante villa. Bajo el brazo, un único objeto: el óleo multicolor de un jarrón con flores, obsequio de la pintora Julia Brandt para augurarles suerte en el matrimonio. Este aún hoy cuelga, solitario, invicto, sobre el lecho del “Cuarto de la Señora”. Al respecto, ella apuntaba: “Todo lo dejamos atrás, todo”.

El sueño de modernidad de los Planchart fue de hecho, tan heroico y tan seductor como queramos imaginarlo. Caracas, aunque cada día se transfo
rmaba a grandes pasos en una capital cada vez más adinerada y cosmopolita, compartía ese cosmopolitismo recién adquirido con una solapada tradición que se regodeaba tanto en sus aires afrancesados y españolizantes, como en las elegantes formas criollas de su pasado más antiguo. La gente vivía como antes, hablaba como antes, pero ya sus nuevas casas y nuevos edificios iban dejando de ser los de antes, y en la ciudad se veían cotidianamente en los clubes y en los restaurantes, y participando en los numerosos congresos y obras de arquitectura, ingeniería y urbanismo, a las más fulgurantes personalidades de la escena internacional: Wallace K. Harrison, Eugène Freyssinet, Eduardo Torroja, Roberto Burle—Marx, Alexander Calder... Era el zeitgeist de la Caracas de fines de los cuarenta y principios de los cincuenta: apostar a convertirse en la capital latinoamericana del diseño moderno, compitiendo con Ciudad de México y con la mismísima Río de Janeiro. Y entre los caraqueños que más contribuyeron a esta ambiciosa apuesta, estaban Armando y Anala Planchart.

Nadie tan generoso como ellos en propulsar al arte moderno a través del “Salón Planchart”; nadie tan incansablemente viajero y trotamundos, traye
ndo cada vez de vuelta a casa la fe impostergable en la necesidad de modernizarse y progresar para el país; nadie tan enamorado de la arquitectura, construyéndose dos residencias modernas previas a la Villa Planchart en otras partes de Caracas, ensayos necesarios para su futura villa: en el valle, “Guari”, la casa Art Déco de la urbanización Alta Florida, y en el litoral, “Churuata”, la casa funcionalista de la urbanización Tanaguarena, residencias que habitaron volviéndose cada vez más vanguardistas en sus gustos. Nadie, al fin, tan enterado de lo que ocurría en el mundo del diseño más allá de las fronteras venezolanas, suscritos como estaban regularmente a las principales revistas de la época. Particularmente, ya desde fines de la década de los cuarenta, a las italianas Stile y Domus. Y cuando un buen día se preguntaron quién era el editor de tales maravillas, en medio de sus páginas encontraron impreso el nombre de “Gio Ponti”. Así fue que tuvieron noticia de quien se convertiría en su arquitecto y amigo de por vida.

Su condición de viajeros empedernidos y de cazadores de trofeos —que quedó registrada en una colección de cintas de viajes—, junto a su afán por mantenerse al día aún mientras residían, sedentarios, momentáneamente en Caracas, marcó la pauta frente al resto de los caraqueños ilustrados de su generación. Por mucho que éstos les aco
mpañaron en el intento fabricando notables casas que hoy conforman lo más granado de la memoria urbana de Caracas, como por ejemplo la monumental villa “Caurimare” de los Palacios—Julliac —grandes coleccionistas de arte y promotores de la música— en los altos de Colinas de Bello Monte, o la neoprovenzal villa “Barberenia” de los Revenga—González-Gorrondona —quienes hicieran de sus bellas personas el mayor monumento a la gentileza caraqueña— en el Caracas Country Club, nadie igualó a los Planchart en términos de expresarse a través del arte de la arquitectura para dejar una huella en la fábrica de la ciudad. En la época dorada de las grandes obras caraqueñas, ellos, gracias al genio de Ponti, no tuvieron parangón.

La palabra cerrito (que expresan en el español local la condición de una pequeña montaña, o de, más acertadamente, una colina), es aquí cuando viene al caso. Porque de la aparición en escena de este “famoso cerrito” —como dijera Gio Ponti— es que vienen a fraguar las condiciones que ya estaban dadas en sus vidas para convocar a Venezuela al genio del gran maestro milanés. 

Se habla de que Ponti vio en este sitio una gran oportunidad para la arquitectura. Y así fue. La colina donde hoy se asienta la Villa Planchart es la más alta del
valle de Caracas, con una panorámica ininterrumpida de 360 grados a la redonda, abarcando las vistas de la ciudad y de los distantes valles del sur hasta casi vislumbrar los llanos meridionales. Desde allí, el Avila —último ramal de la Cordillera de los Andes— se aprecia de punta a punta y de este a oeste como desde ninguna otra parte en Caracas. Una verdadera trouvaille, un hallazgo que solo puede explicarse porque el sitio nunca había sido urbanizado antes y porque Anala Planchart fue la primera en descubrirlo… intuyendo ella también la gran oportunidad que allí ofrecía la generosa naturaleza.

Al momento de llegar al encuentro con la extraordinaria propiedad en 1953, los Planchart habían alcanzado la medianía de la vida. Armando Plancha
rt había cumplido 50 años, decidiendo retirarse “para hacer finalmente todo aquello que siempre deseó”. La gran diatriba con su mujer, que a la sazón tenía 45, era que ahora gran parte de su fortuna deseaba empeñarla en adquirir una hacienda en algún recóndito lugar de Venezuela. Y una rural hacienda, con su bucólico ritmo de vida ganadero, era lo último a lo que aspiraba en ese momento la inquieta y urbana señora Planchart.
 
Deseando salirle al paso a la decisión de su marido
, adoptó el plan de irse todos los días manejando su Chevrolet a recorrer sola los nuevos terrenos urbanizados del este de Caracas, especialmente las verdes colinas-mirador, en busca de algo que pudiera parecerse a una hacienda, pero dentro de los ámbitos de la ciudad. Y un buen día dio con un salvaje y solitario cerrito en las recién urbanizadas Colinas de San Román.
 
Esta era una de sus anécdotas favoritas, que contaba a todo aquel que visitaba la villa por primera vez. La bella historia fue repetida decenas de veces por la creativa narradora, quien a veces le introducía inesperadas variantes. A mí tambié
n me la contó: “Estando de vuelta de haber encontrado este terreno, fui corriendo a decírselo a Armando: “Mi amor, ¡te conseguí una belleza de hacienda!”. A lo que él replicó enseguida: “¿Hacienda?, ¿dónde?” Y yo le respondí: “Aquí mismo, en Caracas”. Dudando de lo que le decía, preguntó: “En Caracas, ¿hacienda?”, y yo insistí: “Sí, ¡en Caracas, hacienda!”... y me las arreglé para arrastrarlo hasta aquí. El llegó a este sitio, vio el terreno, y no me dijo nada, ni una palabra. Pasó un mes, y un día, estando yo tranquilamente en mi casa, llegó y me dijo: “Vamos, vístete, que vamos a salir”. Yo le contesté: “Pero, ¿a dónde vamos?, ¿al cine, a comer?”, y él me respondió: “No, date prisa”. Tomamos el automóvil, y al rato llegamos justamente hasta acá, donde nos estaban esperando Isabel, mi hermana, con su esposo Arturo y nuestros amigos los Revenga. Y entonces Armando sacó de la parte de atrás del carro unas sillas y una mesita y unas copas, y champaña y caviar, y se volteó hacia mí y exclamó: Aquí tienes. ¡Esto es tuyo! Dime, y ahora, ¿qué vas a hacer con todo esto?”… a lo que yo le respondí: “Pues aquí en este mismo sitio voy a poner mi cama, y al lado de mi cama voy a colocar una vaca y entonces le voy a hacer caricias en el lomo…” 

Pocos meses tuvieron que pasar hasta que la preciosa
propiedad alcanzara el destino que le parecía prometido. En junio de ese mismo año, los esposos Planchart salieron de viaje, esta vez rumbo a Milán. Partían esta vez en busca del arquitecto que les haría la villa maravillosa que ya soñaban ver coronando el cerrito.

Armando y Anala Planchart. Maiquetía, diciembre de 1936 (f. Fundación Anala y Armando Planchart).







Publicado en: Antonella Grecco, editor. Gio Ponti: Villa Planchart a Caracas, Edizioni Kappa. Roma, Mayo de 2008.




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