martes, 21 de abril de 2009

La fortuna de Caracas

Tykhé de Caracas (f. Pablo Krisch).




"Tykhé, diosa salvadora,
haz prosperar la fuerza de la ciudad".
Píndaro, 12 Str1.

Hacía tiempo que la estaba buscando. Me decía: “Es imposible que Caracas no tenga una. Puede que esté representada en una pintura, a lo mejor en la decoración de un cielorraso. O quizás en un friso a punto de borrarse, o en una miniatura perdida... Pero de que debe existir, estoy segura”. Y seguía buscándola por entre los rincones de la ciudad, deseando que apareciera. 

Me ilusionaba encontrar a Tykhé, la Diosa de la Ciudad, no porque su hallazgo le fuera a traer ipsofacto la buena fortuna a Caracas… sino porque hallarla en estos momentos significaba una prueba contundente de que nuestra vilipendiada urbe tiene una cultura mucho más rica, más densa y más profunda de lo que nadie sospecha. 

La había avistado hace años en la oficina de arquitectura de Jesús Tenreiro. La suya era una diosa incompleta, la fotografía de una cabeza coronada esculpida en mármol, de una ciudad desconocida. Tykhé, además de ser la deidad griega de la polis, lo es también de la fortuna, y está vigente desde la Edad de Bronce. Se le representa siempre así, coronada con una muralla de fortificaciones erizada de almenas y de torres, porque ella a su vez representa a la ciudad que protege. Lo que quiere decir que hay miles de Tykhés, una para cada ciudad. Y así, la Tykhé de Micenas, la Tykhé de Constantinopla, la de Petra, la de Antioquia… Está en monedas, frisos, esculturas, por todo el Mediterráneo, principalmente en el Egeo, generalmente a las puertas de la ciudad. Venecia, por ejemplo, tiene la suya erguida a la entrada del Canal Grande, en la Punta de la Aduana. Es la estatua de Bernardo Falcone que todos conocemos como La Fortuna. 

En la mitología griega su nombre significa "suerte", de ahí el equivalente romano. Como deidad titular urbana gobierna sobre la prosperidad. En literatura, aparece como una de las Oceánidas, la grácil compañera de juegos de Artemisa, de Atenea y de Perséfone. Pero también fue conocida como Automatia, la “auto-animada”, o Agatha, la caritativa y la gentil. Siendo la personificación de lo fortuito, de lo impredecible y de lo imprevisto, era la diosa de las felices coincidencias, con altar propio tanto en Argos como en la antigua Olimpia.

Tykhé. Vaya. ¿Dónde estaría, por fortuna, aquí en Caracas? ¿Sería la cultura de esta ciudad lo suficientemente sofisticada como para haberla producido alguna vez?. Y si fue así, ¿dónde estaba, para que nos devolviera la fe?. ¿Dónde, tras años de búsqueda?. Y recordaba el Orfico Himno 72 que le fuera dedicado para invocarla… “Acércate, reina Tykhé, con mente propicia y rica abundancia, a la oración que te rindo: plácida y gentil, poderosamente nombrada, Artemisa imperial, nacida de Zeus, afamada...!” .

Pasó mucho tiempo. Hasta que un día, en un inesperado paraje del Centro Histórico, de Caracas reinando serenamente desde una ventana de 1904 de la Avenida Urdaneta, en uno de los momentos más oscuros que jamás haya vivido esta ciudad, hizo su epifanía, con una rosa al pecho, la “maravillosa a la vista” (Homero 2.5-415), la “protectora de la ciudad” (Píndaro), la fortuna de Caracas.

El artífice de esta operación de amor ciudadano y refinada cultura arquitectónica hace exactamente un siglo fue el “gran constructor del régimen” de Cipriano Castro, el ingeniero arquitecto Alejandro Chataing. Le habían encargado hacer una fachada a una casa del siglo dieciocho que debía ser convertida en Academia Nacional de Bellas Artes (hoy -2004- Escuela Superior de Música José Angel Lamas y Monumento Histórico Nacional). La nueva fachada sería neoclásica, y la temática ornamental no podía ser otra que la alegoría a las artes a cuya enseñanza el nuevo edificio estaría dedicado.

Así, nuestra Tykhé se nos presenta bajo la forma de un protome (busto), erigido en medio de otros dos que personifican respectivamente a la Música y a la Pintura. La diosa de la ciudad se lleva el sitial de honor. Las tres esculturas se encuentran en la planta alta del edificio, una en cada una de las ventanas de las Tribunas de la Sala de Conciertos, desde donde le sonríen a los transeúntes. Fueron encargadas al escultor catalán Angel Cabré y Magriñá (Barcelona, 1863-Caracas, 1940), padre del pintor Manuel Cabré, quien ocupara durante varios años la Cátedra de Escultura en la misma Academia, fuera maestro de Francisco Narváez y de Alejandro Colina, y es el autor de las dos estupendas máscaras (La Comedia y La Tragedia, 1905) que coronan el Teatro Nacional, también de Chataing.

La diosa de la ciudad hizo, pues, su aparición sonriéndonos. Su corona se adereza con imponente arquitectura. Al centro, una torre de cuatro cuerpos (¿la vieja torre de la Catedral antes del terremoto de 1812? ) es flanqueada por dos torres menores cilíndricas. Atrás, una cúpula completa el exquisito tocado. 

Aunque el fenómeno de las deidades urbanas sea mediterráneo, ¡qué bien se siente imaginar que la capital de Venezuela pudiera descansar tranquila tras la protección de tan simbólicas murallas! Y qué bien suenan, y cuán actuales y cuán reconfortantes en el Caribe, entre Veroes y Santa Capilla, los olímpicos versos: “…tu mano gobierna sobre la tierra las marchas de las guerras salvajes y las asambleas de los sabios consejeros. Tykhé, diosa salvadora, haz prosperar la fuerza de la ciudad" (Píndaro, 12 Str1).


Fachada de la Academia de Bellas Artes (f. Vladimir Sersa, Así es Caracas).
 




Publicado en: Papel Literario, EL NACIONAL, Caracas, 2004.




domingo, 19 de abril de 2009

¿De qué color es la piel de Dios?

Templo de San Francisco, Caracas (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana, 1918). 







¿De qué color es la sagrada piel del Templo de San Francisco en Caracas? ¿Tendría la respuesta Antonio Ruiz de Ullán, alarife de la ciudad en 1573 y para entonces Maestro de Albañilería de las obras de la referida iglesia, quien dispusiera que el diseño de su fachada barroca mantenida hasta 1887, luciera la resplandeciente belleza de sus materiales como Dios los mandó al mundo: es decir, naturales? ¿O San Francisco de Asís y la Virgen de la Inmaculada, a quienes está dedicada la Iglesia desde 1654?

No San Francisco, claro está: de todos los santos de la Cristiandad, él fue el único que se deshizo de sus terrenales vestiduras para salir a campo traviesa a celebrar a Dios con sólo la desnuda arquitectura de su cuerpo. El recuerdo de su santa piel contínua, expuesta al sol, es casi una tácita respuesta... Tampoco podríamos preguntárselo a la Inmaculada Concepción, que acompaña a San Francisco en la portada del templo caraqueño, y a cuya advocación la iglesia colonial le hiciera gracioso y adecuado homenaje con el níveo, puro y blanco revoque de sus fachadas, con la inmaculada piel de su arquitectura.

¿O quizás la tendría Juan Hurtado Manrique, el guzmancista diestro d
e todos los estilos, quien había provisto en 1873 un nuevo proyecto de fachada para San Francisco argumentando que así armonizaría con la de la nueva universidad? ¿Es a Hurtado, pues, a quien, espantados como estamos ante el flagelo de la piel, ante la ciega, epidérmica pasión, ante la amenaza polícroma contra los monumentos de Caracas, ante el viacrucis de su manipulación cultural, y su “re-inauguración” en medio de bombos y platillos como reinas pintarrajeadas de un populista carnaval arquitectónico, a quien hemos de preguntarle, en definitiva, de qué color es el Templo de San Francisco?

Juan Hurtado Manrique decía simplemente, como buen arquitecto del ochocientos: “Yo sé imitar la piedra”. Para él, en Caracas, como en Viena y en París, a fines del siglo diecinueve los frisos ya no eran más los simples frisos, los vulgares frisos, sino sublimes superficies plenas de talante metafórico. Las paredes estaban deseando ser autónomas de toda lógica constructiva y, como bordadas extensiones, aspiraban a ser aplicadas a la arquitectura tal cual paneles decorados por la mano del arquitecto. Los blancos muros sobre la Esquina de San Francisco simulaban auténticos sillares, pilastras y cornisas de piedra de Francia, dramatizados por el claroscuro. Una arquitectura parlante. Por ello, la estridente deshonra actual (2004) en gris y amarillo, vulgar muestrario de pintura para exteriores, contra el que nada han valido las voces de protesta y las argumentaciones técnicas de los expertos (y por los que llora La Dolorosa aún antes de salir en procesión), es nada menos que la negación conceptual de la fachada de 1873 y la antítesis del soberbio y austero interior del templo.

Pero no importa. Igual que en 1942, cuando se redescubriera el alfarje tapiado de la nave central, o en 1972, cuando se reabriera la Puerta de San Agustín, corregiremos de nuevo los abusos cometidos contra la santa fábrica de San Francisco, devoviéndole su monocromía original a las formas neoclásicas. Entonces, el color de su piel no será revelado por ninguna esotérica “cala”, sino por su autor original, la luz caraqueña. 



Templo de San Francisco, Caracas (Archivo Fundación de la Memoria Urbana).





Publicado en: EL NACIONAL, Caracas, 2004.



jueves, 16 de abril de 2009

El Coliseo

El Coliseo, Roma. 






"La ciudad, es en su historia".
Aldo Rossi.

Leer la prensa a fin de año (2003), especialmente esos recuentos de los hechos que fueron noticia, fue esta vez sumamente iluminador desde el punto de vista urbano. Una de las cosas más gratas fue ver cómo la ciudad está ahora siempre presente -por no decir está cada vez más presente- en al ánimo de los periodistas y de los lectores. Los reiterados titulares que reseñan puntualmente las peripecias de la basura en las calles, la toma y la retirada por buhoneros de los territorios peatonales, las luchas contra invasores por edificios y terrenos, los enfrentamientos a las feroces maquinarias de promotores privados o públicos para arrebatarles de las fauces el patrimonio colectivo, los volvieron indiscutiblemente en protagonistas del muy urbano año que acaba de terminar.

Los días de asueto navideño, tan perturbadoramente pacíficos, nos devolvían como objeto de estudio a una ciudad-arena, que en medio del fragor de la batalla política se nos ha vuelto tan espectacularmente reactivada, sus espacios urbanos tradicionales trocados en las piezas clave de todas las estrategias, sus sitios usualmente funcionales -autopistas, calles, distribuidores o loops de la más rancia estirpe automovilística-, mutados en nuevas zonas en reclamación para los ciudadanos de a pie, y sus arquitecturas y obras de arte, antes almas impenitentes de un limbo olvidado, ahora refulgiendo en las primeras planas de los periódicos con el derecho que les da su recién renovado protagonismo en el corazón de la población. Pareciera que en medio del desastre, la buena nueva adicional del despertar ciudadano está justamente en esa su acepción más originaria: en la de su pertenencia a una ciudad.

En este sentido, la reflexión inevitable es la de una inminente vuelta al futuro, en el que las cosas en la ciudad deberán, de nuevo, hacerse como siempre, es decir, simplemente bien: las aceras son para caminar, las plazas y los bulevares son para reunirse, la ciudad reclama todos los días nuevos espacios acordes a las necesidades y al gusto modernos, y la protección, la restauración y la conservación de la memoria urbana es, sencillamente, crucial. Reclamos básicos de toda la vida. Solo que, ahora ya no lo exigimos nada más los críticos de arquitectura, sino que lo está reclamando la gente. Nada menos. Y esa es una buena nueva extraordinaria.

Por demasiado tiempo se nos dijo que aquí estábamos de paso. Que a nadie le importaba la memoria de la ciudad, que las estatuas caminaban, que los edificios caían y que el alma de un caraqueño, parafraseando mal a Baudelaire, cambiaba, Hélas!, aún más rápido que el corazón de un mortal. Abofeteados en el rostro por tan pesado dictamen, cargamos largamente con este fardo fatídico, teniendo que soportar la intermitente galería de imágenes de nuestro desastre auto-proclamado en todo su negro esplendor, silenciosos y sin prácticamente derecho a pataleo: aceptando que nuestra identidad urbana eran, ¡horror! el caos, el abandono y el olvido.

Pero he aquí que los hechos nos llevan por delante para demostrar lo contrario. El año pasado hemos seguido marchando por las autopistas en contrasentido, apreciando el paisaje urbano revelado al revés como en la escritura de Leonardo da Vinci, tal cual un arcano maravilloso. La vida en la calle nos ha puesto finalmente en vivo y en directo frente a la presencia rutilante de las arquitecturas urbanas de esta ciudad, y a la vez, frente a su bombardeo y destrucción despiadada y galopante. La crisis misma, en lo que ha tenido de auto-contemplación crítica de los escenarios de nuestras vidas, los ha redimido forzosamente ante nuestros ojos. Y, si como dijera una vez Aldo Rossi, “con el tiempo, la ciudad crece sobre sí misma, y adquiere conciencia y memoria de sí misma”, lo que ha pasado es, sin duda, que sabemos que le llegó su tiempo a Caracas.

Las pruebas hablan por sí solas. Hemos visto la toma por asalto de la infrestructura vial para su transformación alquímica en espacios urbanos emergentes a la escala monumental de la ciudad contemporánea. Los ciudadanos, hartos, han decidido que ya no van a esperar más a por las autoridades a que les den la visionaria ciudad del futuro que necesitan, ¡y se convirtieron en sus propios arquitectos! 

Hemos visto la continuada recuperación de la calle que han hecho como escenario de su vida política, con su subordinado renacimiento de la conciencia y circunstancia peatonal no-utilitaria; hemos visto cómo el Tribunal Supremo de Justicia, en una decisión inédita, ha ordenado que se reconstruya el patrimonio urbano de la Avenida Lecuna para redimirlo de la destrucción a que lo sometió Cametro con la excusa de las obras de la Línea 4, con lo cual sentó un precedente legal para la defensa ya no solo de los monumentos históricos declarados, sino de toda la llamada arquitectura de la ciudad, ésa en la que reside realmente el alma urbana; hemos visto el surgimiento del activismo patrimonial en todos los rincones de la ciudad por organizaciones no gubernamentales defensoras de la memoria urbana, y cómo éstas han detenido las ilegales demoliciones tanto de bienes declarados como de arquitecturas inventariadas. Allí siguen, dignas, injuriadas y a la espera, como testigos de la historia, la Casa No. 27 en Campo Alegre y las Casas No. 14 y 16 en la Plaza de San José, cuyas reconstrucciones inminentes van a ser ejemplarizantes. Y hemos visto, finalmente, la monumental ola de opinión y el activo frente de oposición que está en pie de lucha frente al ignominioso intento de mudanza de la estatua de María Lionza de su icónico lugar en la autopista, absurdo inaceptable para la memoria urbana de la Caracas moderna. Repitamos: la Caracas moderna. Una ciudad que no aceptará ni una sola arbitrariedad más en contra de su propia historia.

Porque la ciudad, dijo Rossi, es en su historia. Y si para retomar el hilo de esta historia hace falta convertirla en un coliseo de piedra, no será sino uno más de los avatares en que habrá de enmascararse para vencer. Porque la ciudad debe ser entendida como una arquitectura que construimos todos juntos… así sea vestidos de gladiadores. 

 
Marcha en la Autopista del Este. Caracas, 2003. 
 




Publicado en: Opinión. EL NACIONAL, Caracas, domingo 25 de Enero de 2004. 



 

lunes, 6 de abril de 2009

La ciudad versus la Tyrannide

Harmodio y Aristogitón, Los tiranicidas. Mármol. Critias, copia romana del siglo II AC de la estatua ateniense del siglo V AC. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles (f. Wikipedia).





“There is always a little bit of Heaven in a disaster area”.
Hugh Romney, productor del Festival de Woodstock.
 
La Tyrannide, según los antiguos griegos, es el enemigo ancestral de la ciudad. Con un nombre semejante, y acostumbrados como nos tienen los griegos a ofrecernos los monstruos más escalofriantes del imaginario universal desde cancerberos, hydras, cíclopes, arpías, grifos, medusas y basiliscos hasta minotauros, la Tyrannide debía ser pues cuanto más monstruosa que todos aquellos juntos, suerte de mezcla de las multiplicadas cabezas de los unos, de las malformaciones fantásticas en los cuerpos semi-humanos de los otros y de las contranaturales yuxtaposiciones animales de los últimos… 
 
Dícese que la terrible Tyrannide (epíteto usual en los salmos de exorcismos para calificar al demonio), fue no obstante derrotada por dos hombres, los valientes jóvenes demócratas Harmodio y Aristógiton en el siglo cuarto antes de Cristo, quienes pagaron por este asesinato con su propia vida. Un grupo escultórico en bronce fue erigido para la honra eterna de los tiranicidas en el año 510 a.C en el ágora de Atenas.
 
En la escultura —hecha por Critias— se les representaba a ambos dando muerte, sin embargo, no a un mitológico dragón de cincuenta cabezas ni a un escorpión cornudo con patas de araña, sino a otro hombre: el que moría era Hiparlo, hijo de Pisístrato, uno de los treinta y tres tiranos que mantenían sometida a la ciudad, dominándola en contra de la voluntad de sus ciudadanos, es decir, sin autoridad “legítima”. Todo esto ocurrió alrededor del año 403, año paradigmático para Atenas, la más importante de las ciudades de la Hélade. Entonces, en una lucha histórica, los demócratas vencieron a los tiranos, echándolos de las puertas de la polis.
 
En la etimología de Tyrannide y de tirano (turannos en griego), se encuentra la explicación: “el que está fuera de las puertas" (de la ciudad). A la Tyrannide, enemiga proverbial de la polis, voz que a su vez representa la paz, la justicia, el matrimonio y el bienestar, había que mantenerla fuera de las murallas, en el monte, lejos... En la suburbia. Porque cada vez que lograba entrar en la urbe, desataba en ella ese mal más abominado que ninguno por los ciudadanos: la sangrienta stasis, es decir, la guerra civil, la lucha fratricida, donde los hombres y las mujeres destruyen irracionalmente lo que es caro e importante para todos.
 
Los jóvenes tiranicidas, el día de la procesión de las Panatenaicas, la marcha a la Acrópolis, con su crimen precipitaron el hecho por el que se recuerda aún más ese año de 403 a.C: reinstaurada la democracia, nació en las calles atenienses la necesidad imperiosa de exorcizar para siempre todo acto de violencia. Es entonces cuando se inventa otra palabra más, amnistía, que viene, como amnesia, de mnemosyne, memoria, y que significa olvido. Así, los ciudadanos pudieron reunirse de nuevo como hermanos en la ciudad reconquistada, reinstalando prontamente la polis. De allí que el más magnífico significado que tiene la vida en ciudad, la vida política, la vida urbana, es la de ser el lugar por excelencia para el encuentro pacífico y productivo de los hombres. 
 
En la cima de la Acrópolis, traspasadas sus puertas y ganado el sitio de la estatua monumental de Atenea, a mano izquierda se eleva el hermoso templo del Erecteion. Recuerda Plutarco en sus Charlas de sobremesa, que “en el Erecteion existía también un altar elevado al ´Olvido´(Léthé)”. Los historiadores mucho se han preguntado de la razón de ser de este altar, al cual se dice bastaba llevar una irreconciliable querella, un enconado odio, una sed de venganza para que fuera trocada inmediatamente en olvido. Las puertas de este altar estaban custodiadas por las Erinias, deidades violentas, cuya misión es la venganza del crimen, en especial de los cometidos contra la familia. Representan a la cólera humana, sus largas cabelleras al viento en señal de desatada e incontenible furia. Para saciarlas no se les sacrificaba vino, sino sangre, en especial si había sido escanciada en las calles de la ciudad… Que guardasen aquel altar simboliza la necesidad eterna de la polis de protegerse contra las fuerzas anárquicas. 
 
Los atenienses, ávidos de tiempos de productiva paz para la ciudad, llevaban allí la ofrenda terrible de todas sus afrentas. Haciéndolo, conmemoraban cada vez el mito fundacional de Atenas, cuando Atenea y Poseidón se disputaron la tutela de la ciudad y, saliendo vencedora la diosa, Poseidón reconoció inmediatamente su derrota, “manteniéndose tranquilo y sin cólera en su fracaso”, por lo que sería alabado eternamente como el más “político” de todos los dioses. Cada vez que se cernía sobre la ciudad la amenaza de la innombrable Tyrannide, los ciudadanos se llegaban hasta el Erecteion para ofrecer en sacrificio ante el Altar del Olvido sus ansias por la erradicación del suburbano fantasma del monstruo… Y los dioses comparecían. 

Mas el mágico efecto no era inmediato: sólo se hacía efectivo cuando los oficiantes completaban el ritual haciendo uso del voto, bello sinónimo de "invocación", y prometían respetar pacíficamente la voluntad de la mayoría, cosas que son, como todos sabemos, otras clásicas invenciones de los antiguos griegos.


 
El Erecteion desde el sudoeste (f. Wikipedia). 










Publicado en: Opinión, EL NACIONAL, Caracas, Octubre de 2003.



 
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