No podíamos considerarnos más afortunados. Luego del estrepitoso y desalentador fracaso del concurso internacional para la ampliación del Museo de El Prado, cuyos dos kilómetros de planos tirados al cesto de la basura (“o seis”, según sonriendo me dijera hace dos semanas el Decano de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid), el más pintado ya había sentido quebrantarse su fe en las competencias arquitectónicas. La escabrosa estampa de cientos de profesionales de todas las jerarquías, arrojando esperanzados la casa (o el Prado) por la ventana, no había servido de nada: “el fallo fue fallido”, como se lamentara Luis Fernández-Galiano, un lamento que tasa no sólo al desértico concurso, sino mundialmente a la falta de norte en toda la profesión.
Luego de tales ironías de los acontecimientos, no podíamos encontrarnos de mejor talante para apreciar la nueva visita del potencial ganador del otro gran concurso de arquitectura que en estos días también finaliza, el del nuevo Puente Habitable sobre el Támesis, donde parece que esta vez sí habrá un ganador y una idea triunfadora. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que no habrá que tirar también algo a la basura: media cuadra de paneles de Zaha Hadid o unos cuantos rollos de planos de Antoine Grumbach esperan junto a la papelera como junto a un cadalso, ambos ya desde hace días proclamados “Joint Winners” rumbo al Juicio Final. Odd couple! Tirar a uno es quedarse con el otro, se entiende, y por fortuna. Ello significa que el jurado, o la Thames Water, o la opinión pública, o la ciudad de Londres, o a fin de cuentas el estado general de las cosas, al escoger entre el puente en cantilever de Zaha (con los diversos usos colgados inverosímilmente sobre ambos bancos del río), o el “Puente Jardín” de Antoine (una calle extendida entre dos torres al norte y un palacio de vidrio al sur), toma partido y está por proclamar a los cuatro vientos su preferencia, su tendencia, su inclinación, no ya simplemente por los cables tensados del uno o por los voladizos de la otra, sino mucho más allá: por una u otra paradigmática manera de enfrentar el problema de la ciudad, en este fin de siglo y para el futuro. Nada menos.
Mientras el contenido de los faxes parece ir favoreciendo por ahora a Antoine, a éste lo encontramos metido de cabeza aquí en Caracas entre los planos de Puerto Cabello, gracias a la Universidad Metropolitana. Su Cátedra de Profesores Visitantes es un ejemplo de lo que habría que repetir si queremos recortar la inquietante brecha que nos mantiene lejos del resto del mundo como una comunidad arquitectónica fantasma. Mientras Grumbach le explicaba a los estudiantes qué significa repensar Puerto Cabello, cómo recoger las trazas de su memoria colectiva, la muralla, el puerto, la aduana, la trama de las calles, cómo llevar adelante ese análisis de la forma urbana, el cual, según sus mismas palabras, ya de por sí es casi la mitad del proyecto de diseño urbano, yo trataba de ponerme en el pellejo de Zaha Hadid...
¡Cuán libre, cuán ágil se puede ser cuando la arquitectura se piensa sin el contexto! Un puente puede doblarse y descolgarse a placer, arranca y termina donde le provoque, existe por sí solo. Totalizante, rompe con todo lo preexistente. Si yo, pensando como Zaha, les hubiera lanzado a estos estudiantes de diseño urbano, desde el otro lado de la mesa y en medio del plano de la ciudad portuaria, un pretencioso e incomprensible gesto escultórico, que contorsionase hasta el orgasmo las calles, que quebrase sin misericordia los bordes, por hermoso que éste hubiera sido, ¿cómo habrían reaccionado? ¿Lo habrían aceptado como una idea válida de diseño urbano para resolver los problemas de ese Puerto Cabello olvidado del mundo, lo habrían tomado con el mismo entusiasmo como cuando se les habla de las metáforas “del tejido, de la costura y de la reparación de las piezas de la ciudad o del atlas de la forma urbana” de Puerto Cabello?
No, no se puede ser tan inocente. Lo que sí se puede ser es, en todo caso, irresponsable. O masoquista. Algo muy en boga en la cultura de las metrópolis contemporáneas, donde el placer encontrado en la violencia, en el deseo de transgredir (no de dialogar) con los límites de la arquitectura y la ciudad se ha convertido en el deporte favorito de los arquitectos modernos y de sus sofisticadísimos Hooligans.
Durante la conferencia de Grumbach, “La forma de la ciudad: la dialéctica de las limitaciones”, el miércoles pasado (1996), uno de los puntos en los que hizo mayor énfasis fue en la idea de la ciudad como un objeto contínuo. Diseñar algo en la ciudad es diseñar algo que no está concluido, que no se ha logrado aún. Como escribiera Anthony Vidler en el catálogo de su reciente exposición en el Pompidou, “los proyectos de Grumbach parecen a la vez representar su propia historia y la de su lugar y entrar en interacción con las necesidades contemporáneas y las nuevas tecnologías”. Frente a la imagen de su puente habitado, frágil baluarte de la dulce doctrina con la que tendremos que librar la dura contienda contra los totalitarismos y caprichos arquitectónicos de nuestra era, lo único que le podemos desear es, primero, que gane, y segundo, que lo transforme en su desarrollo, dialogando aún más, justamente, con el lenguaje de Temple Gardens y del área del South Bank.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 4 de Noviembre de 1996.
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