Ampliación del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Fachada sobre la Calle 54. Yoshio Taniguchi (f. © 2005 Timothy Hursley).
Los arquitectos hemos vuelto a adquirir la costumbre de vestirnos de negro. El éxito de este nihilista uniforme ha radicado siempre en la directa trasmisión de su mensaje: “Yo soy el arte”. Su inmediata obtención de la elegancia es tal que todos conocemos con qué furor lo ha abrazado la moda. De negro. Es parte del dogma.
Hemos hecho acto de contrición: volvemos a ser modernos. No importa si nuestras propuestas son débiles, si nuestros edificios son inextricables, si nuestras ciudades desaparecen por nuestra causa: debemos “lucir” como la vanguardia y nos cubrimos de un plumaje de cuervos agoreros. El origen de este fenómeno fue explicado insuperablemente por Tom Wolfe en dos libros extraordinarios, The Painted Word, de 1975, y From Bauhaus to Our House, de 1981, en los que cuenta cómo se inició el proceso de transferencia entre una arquitectura y un arte desnudos, impersonales y altamente abstractos, y la civilización a la que servían, y de cómo el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) se convirtió, desde entonces, en el templo máximo de la “nueva religión”: el Sancta Sanctorum de los “ensotanados”.1.2.
La predilección por las abstractas vanguardias europeas marcó al museo. Todos sabemos cuánto tiempo pasó antes de que se le hiciera una retrospectiva a Frank Lloyd Wright, el más grande arquitecto americano. Hoy vemos repetirse esta purista actitud de desprecio cultural. En tiempos en que el Pritzker Prize llega a la Casa Blanca para ser otorgado a Renzo Piano (“¡Oh, anatema!”, exclamaría Wolfe), sutil artífice de las transparencias comprometidas con el contexto y la tecnología, vemos cómo la institución, por su parte, adelanta su empresa de mayor envergadura dentro de la saga que dilucidara Wolfe: va a construir su ampliación (1998). Todo el proceso del concurso internacional se mantiene dentro de los márgenes de lo que oficialmente se considera “de vanguardia” -por no decir seguro-, afanándose básicamente por proyectar una imagen “chic” (“Drop-dead elegant”, según The New York Times).
Uno se detiene ante la exposición “Repensando lo moderno: tres posiciones para el Museo de Arte Moderno”, boquiabierto. En la maqueta del proyecto ganador, del desconocido arquitecto japonés Yoshio Taniguchi, se puede apreciar cómo éste, para hacer las nuevas galerías de exhibición, demuele olímpicamente dos brownstones y el ultra-neoyorquino Hotel Dorset, todos edificios de noble arquitectura local e irrepetible.
No contento con acabar con un buen porcentaje de la armónica Calle 54, ya hace tiempo decretada Monumento Histórico por la New York Landmarks Commission, Taniguchi recubre de piedra negra los dos largos bloques que contendrán el jardín de esculturas de Phillip Johnson de 1952, un poco a lo restaurante de sushi o, mejor, como un nuevo “Whitney-On-The-Block”, cuadriculadamente negro. El dice que aún le falta “imaginar el detallado”, pero nosotros sabemos que no hay detallado que enmascare una bobería.
Se preguntaba Wolfe en el año 81: “Oh bellos, cielos espaciosos, ondas granadas de ámbar, ¿ha existido jamás otro lugar sobre la tierra donde tánta gente de dinero y poder haya pagado y aguantado tánta arquitectura que detesta, como hoy en día dentro de vuestros benditos límites?”. Yo le diría que sí: Nueva York, pero en el año 98. Puede que internamente se hayan logrado significativas mejoras en el funcionamiento, pero la actitud sobre la cuadra de Taniguchi -con un muy apropiado nombre de mascota virtual- y del propio MoMA es tan inconteniblemente barbárica como lo fueron las de los proyectos modernos que destruían urbes en los años sesenta.
El MoMA, antes que propulsar una expresión de lo verdaderamente contemporáneo, como sí lo son, por ejemplo, los hermosos “procesos transparentes” de Renzo Piano, está anquilosado en una imagen del pasado. Del pasado moderno. Aún más, al premiar este diseño se acerca más al abominable Whitney, destructor de Books & Co. y de la vida cultural de su vecindario, que a la infalible e impecable institución que, en 1939, contrató a los dos más idóneos arquitectos, Phillip Goodwin y Edward Durrell Stone, para que construyeran un museo modelo, hoy propuesto por Taniguchi como patio de fondo.
NOTAS
1. Tom Wolfe. The Painted Word, 1975.
2. T. Wolfe. From Bauhaus to Our House, 1981.
Hemos hecho acto de contrición: volvemos a ser modernos. No importa si nuestras propuestas son débiles, si nuestros edificios son inextricables, si nuestras ciudades desaparecen por nuestra causa: debemos “lucir” como la vanguardia y nos cubrimos de un plumaje de cuervos agoreros. El origen de este fenómeno fue explicado insuperablemente por Tom Wolfe en dos libros extraordinarios, The Painted Word, de 1975, y From Bauhaus to Our House, de 1981, en los que cuenta cómo se inició el proceso de transferencia entre una arquitectura y un arte desnudos, impersonales y altamente abstractos, y la civilización a la que servían, y de cómo el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) se convirtió, desde entonces, en el templo máximo de la “nueva religión”: el Sancta Sanctorum de los “ensotanados”.1.2.
La predilección por las abstractas vanguardias europeas marcó al museo. Todos sabemos cuánto tiempo pasó antes de que se le hiciera una retrospectiva a Frank Lloyd Wright, el más grande arquitecto americano. Hoy vemos repetirse esta purista actitud de desprecio cultural. En tiempos en que el Pritzker Prize llega a la Casa Blanca para ser otorgado a Renzo Piano (“¡Oh, anatema!”, exclamaría Wolfe), sutil artífice de las transparencias comprometidas con el contexto y la tecnología, vemos cómo la institución, por su parte, adelanta su empresa de mayor envergadura dentro de la saga que dilucidara Wolfe: va a construir su ampliación (1998). Todo el proceso del concurso internacional se mantiene dentro de los márgenes de lo que oficialmente se considera “de vanguardia” -por no decir seguro-, afanándose básicamente por proyectar una imagen “chic” (“Drop-dead elegant”, según The New York Times).
Uno se detiene ante la exposición “Repensando lo moderno: tres posiciones para el Museo de Arte Moderno”, boquiabierto. En la maqueta del proyecto ganador, del desconocido arquitecto japonés Yoshio Taniguchi, se puede apreciar cómo éste, para hacer las nuevas galerías de exhibición, demuele olímpicamente dos brownstones y el ultra-neoyorquino Hotel Dorset, todos edificios de noble arquitectura local e irrepetible.
No contento con acabar con un buen porcentaje de la armónica Calle 54, ya hace tiempo decretada Monumento Histórico por la New York Landmarks Commission, Taniguchi recubre de piedra negra los dos largos bloques que contendrán el jardín de esculturas de Phillip Johnson de 1952, un poco a lo restaurante de sushi o, mejor, como un nuevo “Whitney-On-The-Block”, cuadriculadamente negro. El dice que aún le falta “imaginar el detallado”, pero nosotros sabemos que no hay detallado que enmascare una bobería.
Se preguntaba Wolfe en el año 81: “Oh bellos, cielos espaciosos, ondas granadas de ámbar, ¿ha existido jamás otro lugar sobre la tierra donde tánta gente de dinero y poder haya pagado y aguantado tánta arquitectura que detesta, como hoy en día dentro de vuestros benditos límites?”. Yo le diría que sí: Nueva York, pero en el año 98. Puede que internamente se hayan logrado significativas mejoras en el funcionamiento, pero la actitud sobre la cuadra de Taniguchi -con un muy apropiado nombre de mascota virtual- y del propio MoMA es tan inconteniblemente barbárica como lo fueron las de los proyectos modernos que destruían urbes en los años sesenta.
El MoMA, antes que propulsar una expresión de lo verdaderamente contemporáneo, como sí lo son, por ejemplo, los hermosos “procesos transparentes” de Renzo Piano, está anquilosado en una imagen del pasado. Del pasado moderno. Aún más, al premiar este diseño se acerca más al abominable Whitney, destructor de Books & Co. y de la vida cultural de su vecindario, que a la infalible e impecable institución que, en 1939, contrató a los dos más idóneos arquitectos, Phillip Goodwin y Edward Durrell Stone, para que construyeran un museo modelo, hoy propuesto por Taniguchi como patio de fondo.
Luis Fernández-Galiano escribió en El País que con el ganador de este año el Pritzker merece más la consideración de “Nobel de la Arquitectura”, porque “además de premiar la imaginación técnica y la destreza constructiva, también eleva el anonimato coral de una arquitectura que rehúsa el protagonismo narcisista”. Todo ésto es claramente irreconciliable con la actitud asumida por el “templo”, que pidió sesenta y cinco millones de dólares a su ciudad para luego destruirle dos calles con una pretenciosa operación estética.
Hay modernidades de modernidades. Mas la nueva vanguardia consiste en el arte de esgrimir, no el traje del emperador, sino, como dijo Richard Ingersoll, un “respeto estilístico por el lugar”. Hay que “recuperar la complejidad de los lugares urbanos”, afirma el nuevo Pritzker. La ciudad en el próximo siglo no se banalizará. ¿Habrá aún tiempo para que el MoM(i)A lo entienda?
Hay modernidades de modernidades. Mas la nueva vanguardia consiste en el arte de esgrimir, no el traje del emperador, sino, como dijo Richard Ingersoll, un “respeto estilístico por el lugar”. Hay que “recuperar la complejidad de los lugares urbanos”, afirma el nuevo Pritzker. La ciudad en el próximo siglo no se banalizará. ¿Habrá aún tiempo para que el MoM(i)A lo entienda?
NOTAS
1. Tom Wolfe. The Painted Word, 1975.
2. T. Wolfe. From Bauhaus to Our House, 1981.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 4 de Mayo de 1998; arqa.com,
http://1999.arqa.com/columnas/hanniag4.htm
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