domingo, 15 de julio de 2007

Donde las águilas se atreven

Teleferico. Parque Nacional El Avila. Caracas, 1950s (Archivo Fundación de la Memoria Urbana).



Cada vez que quiero pensar en el Hotel Humboldt, vuelvo a sentir el miedo que me invadía al montarme en el teleférico en los años de mi infancia... un miedo genuino, casi profético. Estaba asentado en el vértigo, el gran recurso del espectáculo grandioso que era el proyecto del Parque Nacional, tal como fue diseñado por Tomás J. Sanabria.

Ese miedo llegaba a su paroxismo en medio del ascenso. Las cabinas iban a detenerse, una frente a otra, justo sobre el precipicio más alto, en medio de la nada... Ese instante espeluznante para mí duraba una eternidad. Yo, que entonces nada sabía de que en sus polos el funicular estaba tomando pasajeros, sufría, suspendida, en inerme bamboleo, entre la neblina. Me atormentaba una escalofriante pesadilla donde diabólicos desperfectos de las guayas (precariamente reempatadas), de las rolineras (con piezas reemplazadas o faltantes) y de los brazos neumáticos (fallos de lubricación y ajuste), nos hacían precipitar hasta el fondo de la cañada. Con suerte, siempre el carrito alcanzaba a arrancar de nuevo.

Afortunadamente, junto al miedo, convivía la fascinación por la arquitectura. Yo no había corrido a adueñarme de las ventanas del lado sur de la cabina. Las mías eran las del norte. Yo quería ver hacia arriba. Hacia donde estaba el terminal, hacia donde estaba la cima, y, por último, hacia el hotel, que me esforzaba por adivinar, que debía esconderse en alguna parte, perdido entre las nubes. No es extraño que no recuerde de entonces ninguna visión teledinámica de la ciudad, ni curiosidad alguna por verla alejarse. La ciudad verdadera ya no contaba. Porque era más apremiante la visión inminente, cada vez más próxima, del Valhalla pérezjimenista: la Ciudadela Fantástica del Avila.

Mi reflexión sobre el Humboldt no puede sino situarse justo en ese instante. Cuando, suspendida en el vacío a medio trayecto entre la ciudad y la arquitectura, presa sobre el abismo, ponía en duda el que la máquina funcione, pero no obstante quería seguir persiguiendo el sueño de su arquitectura. La recuperación de lo moderno, desde entonces, comparte ese miedo y ese deseo intensos, parecidos a la vida y a la muerte. Este solo proyecto me lo enseñó así.

Hotel a cuyas fachadas de vidrio tántas veces me asomé, atisbando entre las sombras, pero en el que nunca logré entrar. Fascinación por su mundo fantasmagórico escondido tras el espejo, que me hacía darle la vuelta, entre sus escaleras y rampas, buscando un pequeño orificio entre sus jardineras y sus piletas vacías, una madriguera por donde poderme colar. Miedo y curiosidad por su arquitectura hermética, por sus espacios siempre cerrados. Y ahora (1995), por su restauración, por su puesta en funcionamiento definitiva; miedo del cómo, deseo del cuándo, entre los que pendula peligrosamente todo nuestro patrimonio, siempre pendiente de un hilo, o, como en este caso, de una guaya de acero.

En un arrebato romántico, lo que todos queremos es revivir nuestra Torre de Hércules. Hotel California, que nos da la bienvenida y del que nunca logramos escapar. Hotel fantasma, que, en cambio, sí ha logrado escabullirse de nosotros y de nuestra costumbre simplista de enterrar todo lo viejo para construir basura. Nosotros, los Fervientes Creyentes en el Progreso, que logramos que nuestra ciudad sea sólo un monumento a lo temporal; es lógico que desde arriba nos burle y nos siga dominando la inasible silueta de un fantasma.

En 1956 el día de la inauguración la fiesta festejaba algo más que la culminación del edificio: se celebraba el fin de la maroma. El punto final del tour de force que convirtió en funámbulos y saltimbanquis a toda una legión de venezolanos. No esperemos, entonces, que la epopeya de su renacimiento sea distinta.



Torre indestructible, bastión cuya fuerza radica, por un retruécano de la historia, en la dificultad que conllevaría su propia demolición. Torre del Faro como aquella erigida por Hércules en la costa de la Coruña, de quien Homero decía que tenía "corazón de león", como Caracas. Símbolo de la victoria, y de la fuerza pura, antorcha altísima, blasón de las armas de una de las ciudades que fue ésta, para "beneficio de los navegantes que frecuentan su puerto y navegan por su costa". 1

Dicen que a estas torres "en la antigüedad los antiguos les decían Faros, por haber sido la primera parte donde se hicieron una isla cercana de la tierra de Egipto; esa isla se llamaba Faro, de donde procedía la casta de los Príncipes Egipcios, a quien la Sagrada Escritura llamó Faraones..." Faros y faraones son especies, pues, unidas desde el principio de los tiempos. Solo que nuestro elusivo faro moderno, con su fábrica mágica, desafió a todos sus detractores y no ha necesitado de nadie para preservarse a sí mismo, ni siquiera del príncipe egipcio que lo construyó.

Byroniano castillo, romántica torre del tiempo detenido, legado autónomo de nuestra arquitectura moderna, que seguirá incólume aunque Caracas, la que conocimos, se siga desvaneciendo como la Atlántida, aquí abajo, desguarnecida de nada que proteja su pasado arquitectónico y urbano. Lewis Mumford aseguraba que “en la ciudad, el tiempo se hace visible”.2 Hemos visto que, en Caracas, aunque todo otro tiempo se borre, siempre quedará el tiempo del Humboldt. Pero, ¿qué pasaría, por ventura, si desapareciera?

En 1963, a raíz de la demolición en Nueva York de Penn Station, el acto más monumental de vandalismo y la más dolorosa pérdida que en este siglo sufrió esa ciudad, nació una conciencia conservacionista en la colectividad. Hasta Phillip Johnson marchó en protesta por las calles. The New York Times escribió en su editorial que "probablemente seremos juzgados más por los monumentos que hemos destruido que por los que hemos construido".3 Estas palabras pudieran también refirirse a los caraqueños. ¿Quién dice que a lo mejor lo que necesitamos para desatar la verdadera conciencia por la memoria urbana sea una demolición semejante? Aún está fresca la nube de polvo que dejó anteayer la espectacular megaexplosión de dinamita que derribó al Landmark Hotel de Las Vegas, una torre de los sesenta construida por Howard Hughes, con una especie de platillo volador arriba, que fue durante mucho tiempo parte clave de la imagen de la ciudad. Su nombre: Hotel Monumento, terminó siendo fatídico, porque se demolió para sustituirlo por un estacionamiento y para filmar una escena de una película de marcianos.

¿Cuál edificio de Caracas podría ser el próximo candidato? Hágamonos esa pregunta. La respuesta colocará en una nueva escala de valores a los monumentos del pasado. ¿Cambiarían algo las cosas si el Humboldt corriera la misma suerte del Landmark Hotel?

De todas formas, el olvido del edificio y toda la problemática que envuelve en una nube misteriosa su recuperación está, desgraciadamente, más allá del desprecio cultural por la arquitectura en Venezuela. Tiene que ver sobre todo con los complejos de la democracia y su aversión por el gran lujo. Si el modo más benéfico de la recuperación de lo moderno se basa en el reciclaje de los edificios, éste es uno que muy difícilmente podría reciclarse para otra cosa que no fuera la original: como un albergue monumentalmente lujoso. La prueba la tenemos en la congelación estática de su ambiente interior, el cual continúa impecable, habiendo sobrevivido al pasaje del tiempo y a sus avatares como escuela hotelera. Nadie ha abandonado aún la esperanza de que pueda reabrir y funcionar alguna vez como era. Porque tampoco es que el hotel está tan mal.

No discutamos, pues, sobre los problemas complicadísimos de su restauración, ni de “la condición efímera de la materialidad de la obra moderna”, ni del “respeto de la sustancia antigua”, ni de la imposibilidad de la restitución de las fachadas, de las bóvedas parabólicas o del pararrayos originales, ni de diferenciales antisísmicos, ni de las incomodidades de sus simbolismos. ¡Discutamos cómo hacer que venga el Aga Khan con la CIGA y haga las inspecciones de esta torre de marfil! ¡Cómo retar a Trump para que saque las cuentas de este resort aparentemente inalcanzable para el bolsillo! ¡Cómo lograr que apuesten a reponerla tan lujuriosamente afocante como fue imaginada y concebida! Esta es la Arquitectura del Espectáculo, y hoy en día, tomarse un Martini en una silla de Charles Eames, oteando el Caribe, es un placer globalmente envidiable, una de las más apetecibles Room with a View del planeta, un bombón para la revista Travel, para ese mundo (nosotros mismos incluidos), que está dispuesto a pagar lo que sea, guayas y todo, para divertirse...

Así, propongo que, si, como es lo usual, no nos ponemos de acuerdo en nombrar este conjunto (ni ningún otro) Monumento Moderno de Caracas, para proseguir a su recuperación, en alguna de las distintas categorías en que usualmente los designa, por ejemplo, el Landmark Commission de la Ciudad de Nueva York: 1. Como una Estructura con cincuenta años de construida y con sobrados valores históricos, culturales y estéticos; 2. Como un Distrito Histórico unido al Teleférico y las diferentes estaciones; 3. Como un Interior de época inigualablemente conservado; o 4. Como un Monumento Escénico unido al resto del Avila.

Si, por ser muy cuesta arriba, este conjunto tampoco es demolido para sacudir la indiferencia de los venezolanos ante el patrimonio arquitectónico, entonces, propongo muy en serio que se lo dejen a los de las cadenas hoteleras internacionales, eso sí: de Relais & Chateaux para arriba. Ellos, primero, sin duda no le temen a la retórica del lujo y segundo, arribarían, sin demasiada diatriba, a alguna una forma adecuada de lo Humboldtiano. Veánse en el espejo de la millonaria recuperación en Nueva York del Hotel Peninsula de McKim, Mead & White, donde Phillip Starck inauguró el Félix, su último restaurante, o la más reciente del Beverly Hills Hotel, en el más puro glamour de los cincuenta.

En el negocio hotelero, nadie le tiene miedo a beneficiarse con el deseo. Porque en éste, la práctica de conservar lo moderno, es sólo éso: una práctica. No un discurso purista, no un camino de púas. Una práctica que cuando deje inevitablemente su huella y su testimonio propios, estará no obstante legítimamente inscrita en el Zeitgeist de los noventa, que, como ustedes saben, reza así:


“La memoria es nuestra”.



"...suspendida, en inerme bamboleo, entre la neblina". 



NOTAS:
1. Joseph Cornide. La Torre de Hércules, Biblioteca gallega, Galicia Editorial, La Coruña, 1991.
2. Lewis Mumford.
3. The New York Times.



Publicado en: Arquitectura. EL NACIONAL, Caracas, lunes 13 de Noviembre de 1995; www.viejasfotosactuales.org/ (Parte 37. El Hotel y el Teleférico de Caracas).




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