Edificio Titania, Plaza La Estrella, San Bernardino. Atribuido al Ingeniero Pedro Márquez Rivero. Caracas (f. INFODOC, 1940s).
1. Titanio
En las primeras páginas del clásico The Landscape of Man, Sir Geoffrey Jelliccoe y su mujer Susan, arquitectos paisajistas ingleses, muestran un dibujo a tinta de lo que no parece ser más que un agreste y solitario paisaje salpicado de colinas.1 El artista John Piper lo tituló Los siete túmulos de Wiltshire, y sirve a los autores para ilustrar cómo “el hombre primitivo estampó su 'sello' en el paisaje mediante la construcción de montículos artificiales”. Los sencillos túmulos, “imitando una colina y delineándose límpidamente contra el cielo”, en su rupestre emulación de las formas de obrar de la naturaleza, se convierten en las primeras arquitecturas del hombre sobre la tierra.
Esta operación deviene arquetipal: la majestuosa presencia de las montañas se intenta imitar una y otra vez hasta que logra reproducirse artificialmente; el Ziggurat de Ur, pariente menor de la Torre de Babel, combina para alcanzar sus veinte metros de altura muros de ladrillo cocido rodeando un núcleo central de barro. El origen de la palabra griega “titanio”, es polvo blanco; en cambio, en latín, “titán” significa gigante... Si a éso se le agrega un poco de mar Mediterráneo, sale “arquitectura”: de la montaña sagrada a la invención de la monumentalidad urbana no había más que un paso.
De esta ancestral pasión por los “colosalismos”, como los llama Juan A. Ramírez en su libro Construcciones ilusorias, ya da fe la mitología cifrada en el tratado de Filón de Bizancio De septem orbis spectaculis.2 Allí, las pirámides de Menfis, "de construcción imposible”, están hechas “de montones puestos sobre montes”. El mundo “se pasma al pensar qué fuerzas pudieron levantar semejantes moles”, porque “toda la construcción parece ser una sola roca”. Al hablar del templo de Zeus, cuenta de su arquitecto que “sólo las manos de Fidias pueden engendrar dioses”. Zeus no puede, pues, avergonzarse de que le llamen desde entonces “hijo de Fidias”, porque “la madre de su imagen es el arte”. Filón culmina con significativas palabras: “no hay duda, por muchísimo tiempo Fidias ha vencido al Olimpo”.
2. Titania
De tanto “subir al cielo acumulando montes” surge un linaje de arquitecturas colosales como verdaderas casas de los dioses. Son el Olimpo en tierra. Quienes las habitan suelen ser gigantes; quienes las construyen, atlantes sosteniendo inconmovibles la carga de la construcción. Montes enteros de sillares, sueños temerarios, donde “el esfuerzo es más audaz que el proyecto, y el arte más que el esfuerzo”. Estas estructuras representan la utopía de la gran obra, el tesoro de una maravilla, lo admirable de la magnitud, el poderío del bastión, la pretensión de encerrar dentro de sí una ciudad entera.
Flotando como islas, estos artefactos descomunales no tardaron mucho en acoger la alegoría naviera... Lo que nos trae hasta el Titanic, en su época “el más grande artefacto construido por la humanidad”. Su choque contra la montaña de hielo representa una lucha entre gigantes de apoteosis metafórica. Nada más lógico -y predecible- para una gran construcción que el peligro de irse a pique en algún momento. Sus cimientos, como los del Templo de Artemisa en Efeso, son necesariamente “inconmensurables”. Se espera que “ahonden en fosos abismales” cuya base es el fondo del mar.
Las magníficas arcas sin amarras pueden bogar por siglos en el campo, como Caserta, o como El Escorial, antes de dar con su escollo o su destino, en alguna parte de la ciudad. Viajan románticamente hacia la muerte. Ese viaje nos recuerda nuestras vidas: es justamente el tipo de poesía que traen los barcos a la ciudad. De allí la emotividad de algunas naves en puerto: el Hotel Lutèce sobre las playas del Boulevard Raspail en París; el Flatiron Building entre dos aguas neoyorquinas; el buque de El Galipán, varado a la orilla de la Miranda (su naufragio más cerca que ninguno); el Helicoide, sobre su Monte Ararat, y un viejo y olvidado galeón, el Titania, que se estrelló en San Bernardino por allá, por el año 47, en Caracas.
Poco sabemos del edificio Titania. Aunque éso no importa tánto. Una vez un ingeniero llamado Pedro Márquez Rivero decidió echarse al hombro la carga monumental de las aspiraciones de cierta Corporación Palarea, propiedad de A. Palenzona. Como en el set del “Titanic” de Cameron y de “E la nave va” de Fellini, el Titania también es todo utilería y escenografía. El océano se recrea en un desierto. Contra su masa muraria de fondo hueco se recortan las acciones de la vida cotidiana ... para teatralizar. Tras la fachada descomunal del edificio, no hay nada: sólo un gran patio apuntalado de corredores. Un cascarón hueco, un pueblo fantasma, un mascarón de proa: una esquina monumental, un set.
Pero, ¿quién necesita de una montaña otra cosa que su mole gigantesca y algunos dioses que invocar? ¿Quién quiere pedirle peras al Olimpo? Titanes como éstos le han puesto el amplio pecho a las balas: ellos colaboran con lo que se llama el “estilo” de esta ciudad. Amenazados, bien podrían ahora hasta hundirnos con ellos, de pie sobre el puente, abrazados al iceberg, en trance absoluto de amor... O luchar por sacarlos de nuevo a flote.
En las primeras páginas del clásico The Landscape of Man, Sir Geoffrey Jelliccoe y su mujer Susan, arquitectos paisajistas ingleses, muestran un dibujo a tinta de lo que no parece ser más que un agreste y solitario paisaje salpicado de colinas.1 El artista John Piper lo tituló Los siete túmulos de Wiltshire, y sirve a los autores para ilustrar cómo “el hombre primitivo estampó su 'sello' en el paisaje mediante la construcción de montículos artificiales”. Los sencillos túmulos, “imitando una colina y delineándose límpidamente contra el cielo”, en su rupestre emulación de las formas de obrar de la naturaleza, se convierten en las primeras arquitecturas del hombre sobre la tierra.
Esta operación deviene arquetipal: la majestuosa presencia de las montañas se intenta imitar una y otra vez hasta que logra reproducirse artificialmente; el Ziggurat de Ur, pariente menor de la Torre de Babel, combina para alcanzar sus veinte metros de altura muros de ladrillo cocido rodeando un núcleo central de barro. El origen de la palabra griega “titanio”, es polvo blanco; en cambio, en latín, “titán” significa gigante... Si a éso se le agrega un poco de mar Mediterráneo, sale “arquitectura”: de la montaña sagrada a la invención de la monumentalidad urbana no había más que un paso.
De esta ancestral pasión por los “colosalismos”, como los llama Juan A. Ramírez en su libro Construcciones ilusorias, ya da fe la mitología cifrada en el tratado de Filón de Bizancio De septem orbis spectaculis.2 Allí, las pirámides de Menfis, "de construcción imposible”, están hechas “de montones puestos sobre montes”. El mundo “se pasma al pensar qué fuerzas pudieron levantar semejantes moles”, porque “toda la construcción parece ser una sola roca”.
De tanto “subir al cielo acumulando montes” surge un linaje de arquitecturas colosales como verdaderas casas de los dioses. Son el Olimpo en tierra. Quienes las habitan suelen ser gigantes; quienes las construyen, atlantes sosteniendo inconmovibles la carga de la construcción. Montes enteros de sillares, sueños temerarios, donde “el esfuerzo es más audaz que el proyecto, y el arte más que el esfuerzo”. Estas estructuras representan la utopía de la gran obra, el tesoro de una maravilla, lo admirable de la magnitud, el poderío del bastión, la pretensión de encerrar dentro de sí una ciudad entera.
Flotando como islas, estos artefactos descomunales no tardaron mucho en acoger la alegoría naviera... Lo que nos trae hasta el Titanic, en su época “el más grande artefacto construido por la humanidad”. Su choque contra la montaña de hielo representa una lucha entre gigantes de apoteosis metafórica. Nada más lógico -y predecible- para una gran construcción que el peligro de irse a pique en algún momento. Sus cimientos, como los del Templo de Artemisa en Efeso, son necesariamente “inconmensurables”. Se espera que “ahonden en fosos abismales” cuya base es el fondo del mar.
Las magníficas arcas sin amarras pueden bogar por siglos en el campo, como Caserta, o como El Escorial, antes de dar con su escollo o su destino, en alguna parte de la ciudad. Viajan románticamente hacia la muerte. Ese viaje nos recuerda nuestras vidas: es justamente el tipo de poesía que traen los barcos a la ciudad. De allí la emotividad de algunas naves en puerto: el Hotel Lutèce sobre las playas del Boulevard Raspail en París; el Flatiron Building entre dos aguas neoyorquinas; el buque de El Galipán, varado a la orilla de la Miranda (su naufragio más cerca que ninguno); el Helicoide, sobre su Monte Ararat, y un viejo y olvidado galeón, el Titania, que se estrelló en San Bernardino por allá, por el año 47, en Caracas.
Poco sabemos del edificio Titania. Aunque éso no importa tánto. Una vez un ingeniero llamado Pedro Márquez Rivero decidió echarse al hombro la carga monumental de las aspiraciones de cierta Corporación Palarea, propiedad de A. Palenzona. Como en el set del “Titanic” de Cameron y de “E la nave va” de Fellini, el Titania también es todo utilería y escenografía. El océano se recrea en un desierto. Contra su masa muraria de fondo hueco se recortan las acciones de la vida cotidiana ... para teatralizar. Tras la fachada descomunal del edificio, no hay nada: sólo un gran patio apuntalado de corredores. Un cascarón hueco, un pueblo fantasma, un mascarón de proa: una esquina monumental, un set.
Pero, ¿quién necesita de una montaña otra cosa que su mole gigantesca y algunos dioses que invocar? ¿Quién quiere pedirle peras al Olimpo? Titanes como éstos le han puesto el amplio pecho a las balas: ellos colaboran con lo que se llama el “estilo” de esta ciudad. Amenazados, bien podrían ahora hasta hundirnos con ellos, de pie sobre el puente, abrazados al iceberg, en trance absoluto de amor... O luchar por sacarlos de nuevo a flote.
NOTAS
1. Sir Geoffrey Jellicoe. The Landscape of Man.
2. Juan A. Ramírez. Construcciones ilusorias.
hola mi esposo compro un apartamento en este edificio y me parece genial y soñado, pues se conserva muy bien a pesar de los años. los apartamentos son espaciosos, iluminados y ventilados y con una hermosa vista... y mantiene ese encanto que con solo entrar te sientes en los años 40. estoy enamorada de nuestro apartamento y con muchas ganas de colaborar para su mantenimiento y porque no proponerlo al estado como monumento o edificio con valor patrimonial.
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