Monsieur Alexandre Lenoir era el cachivachero de la ciudad. Mucho antes del alba daba de comer a sus dos gruesos caballos, le ponía los arneses y salía a la calle por el portalón trasero, a paso lento, tirando de una enorme y desvencijada carreta de grandes ruedas de molino. El sonido acompasado de los cascos sobre los adoquines de piedra resonaba en las fachadas de la ciudad dormida.
Monsieur Lenoir mismo, y sus ayudantes -algunos chicos taciturnos pero fornidos-, también parecían dormir dentro de la carreta. No hacía falta que diesen voces, o silbasen. Era la costumbre que los interesados ya hubieran dejado aún más temprano lo que desechaban sobre una orilla de la calzada, o bien, al oir el paso familiar de la carreta, lograran despertarse lo suficiente como para atinar a encestar sus pertenencias lanzándolas desde un piso alto, cayendo sobre el montón ya creciente de basura de toda índole. A todos gustábales deshacerse, desembarazarse de las cosas viejas e inútiles. El negocio florecía, y la pila crecía conforme se acercaba el amanecer... Lenoir todo lo recogía y todo se lo llevaba.
La carreta nunca seguía un itinerario fijo. Dijérase que los nobles brutos sabían su camino. Unas noches enfilaban por los grandes y soberbios bulevares, y en línea recta los limpiaban lentamente. Otras, se perdían por las calles más estrechas e intrincadas, girando penosamente en las repetidas esquinas, atascándose de vez en cuando, por lo que monsieur Lenoir y sus ayudantes descendían con unos utensilios parecidos a una ganzúa, que llevaban siempre consigo. A veces, incluso salían de la ciudad, y los largos caminos vecinales de las afueras eran recorridos con la misma solemnidad y parsimonia. Al final del año, todos los barrios y los burgos habían sido barridos por la carreta. Y había que comenzar el circuito de nuevo otra vez.
En todas estas excursiones siempre regresaban repletos de carga. La carreta era arrastrada penosamente de vuelta al gran depósito. “Es admirable", no cansaba de decirse monsieur Lenoir, “de lo que se desprende la gente”. Mientras, en un grueso libro iba anotando las características de la cosecha. Su perfeccionismo en las descripciones de los detalles a veces le llevaban todo el resto del día. Su letra era menuda, pero de grandes arabescos. “El registro de lo que todos desprecian”, decía, “es de gran utilidad”. La jornada monsieur Lenoir la empleaba en dirigir la disposición y clasificación de los objetos en las diferentes áreas del depósito, una serie de patios abiertos, o mejor, de lodazales, muladares y corralones cuya única ventaja era su inmensidad y, como objetos también de desecho, el no ser reclamados por nadie. Hasta que volvía la noche. Y con ella, la madrugada siguiente.
Con los años, monsieur Lenoir fue desarrollando una apreciable colección. Vendía, redistribuía, reciclaba, incluso se deshacía de lo que menos le interesaba. Clasificaba, etiquetaba, agrupaba y describía con pasión sus descubrimientos y tesoros. Fragmentos de fachadas de iglesias, tímpanos, capiteles, sillas de coro, claves de bóveda, estatuas yacentes, gárgolas, balcones, vasos, trofeos, rejas, sepulcros, florones, puertas, inmensas sepulturas eran acarreados en un solo intento, cuando había suerte. Cosas más grandes, como fachadas, pórticos o arcos de triunfo, o una que otra vez pequeñas edificaciones enteras, eran cargadas por monsieur Lenoir y sus ayudantes por partes. Esas veces los caballos y los ayudantes recibían paga doble. Aunque generalmente el estado de abandono en que habían dejado estos despojos en la calle facilitaba el desmontaje y la mudanza.
Monsieur Lenoir gustaba de llamar a su lodazal descubierto el Museo de los Monumentos. No había estudiado arqueología, monsieur Lenoir. Pero su alma de ropavejero le imponía un orden riguroso y científico. A su inventario lo llamaba “Noticia sucinta de objetos de escultura y arquitectura”.1 La llegada de la carga constitutía el principal principio de catalogación... una operación que terminó siendo la descripción inversa de la destrucción que ocurría afuera. Había oído decir a un tal Lebrun que las cuatro fases como se desarrolla la historia eran la infancia, el progreso, la perfección y la decadencia. Cuán apropiado aquéllo le pareció. Muy lógico y sencillo, “como ocurre con los pueblos”, se dijo. Y así, por épocas, decidió guardar lo que recogía. Cronológicamente, los fragmentos arquitectónicos que había rescatado de la destrucción se fueron juntando. Todas las infancias de los estilos, todos los progresos, todas las glorias, todas las muertes. Los corrales empezaron a lucir como capillas, salones, jardines, patios, palacios. El conjunto era verdaderamente impresionante.
Pero era el incansable monsieur Lenoir quien más disfrutaba de su propia colección. Tal era su pasión por las ruinas y los descubrimientos. “Ah”, decía, “cuando sueño, éso que veo y sólo éso será la historia”. Odiaba leer los viejos libros de historia; muchos aseguran que es porque no sabía leer otro libro que no fuera la ciudad. Y se distraía arreglando y rearreglando lo que traía de las calles, escribiendo, por ejemplo: “Convento de las Carmelitas de la rue Saint Jacques. Cuatro soberbias y magníficas columnas de mármol verde, adornadas con capiteles y bases de bronce dorado. Altura, ocho metros once centímetros, diámetro un metro ocho centímetros”. Y ponía pedazos de arquitectura y columnas de todas las tallas, ejecutadas en materiales diversos, unos delante de las otras, encima, al lado, debajo, detrás.
Mas, así como los orígenes del Louvre se pierden en la oscuridad de los tiempos, el Museo de los Monumentos de Lenoir no duró mucho: un día por Orden Real fue cerrado y sus monumentos regresados a sus previos propietarios. El excéntrico cachivachero le había devuelto con su colección el valor a la basura. La gente reconoció en ella a sus tesoros perdidos, y clamó porque fueran regresados a las calles de París… de donde una negra noche mucho tiempo atrás ellos mismos los habían arrojado.
De Lenoir los franceses aprendieron a verse a sí mismos. Dos grandes instituciones nacieron de su colección: de lo que quedó en el patio del Quai des Petits-Agustins, L’Ecole des Beaux-Arts, a la cual aún hoy (1997) se entra por el magnífico Arco de Gaillon que Lenoir había arrastrado hasta allí; de lo que no se reubicó, el asombroso Museo de los Monumentos Franceses, hoy en el Palacio de Chaillot. Sobre la entrada de éste en el Trocadero, unas palabras de Paul Valéry escritas con letras doradas parecen hablar por Alexandre Lenoir:
“DE QUIEN PASA DEPENDE QUE YO SEA TUMBA O TESORO, QUE HABLE O QUE CALLE. DEPENDE DE TI. AMIGO, NO ENTRES SIN DESEO”.
Monsieur Lenoir mismo, y sus ayudantes -algunos chicos taciturnos pero fornidos-, también parecían dormir dentro de la carreta. No hacía falta que diesen voces, o silbasen. Era la costumbre que los interesados ya hubieran dejado aún más temprano lo que desechaban sobre una orilla de la calzada, o bien, al oir el paso familiar de la carreta, lograran despertarse lo suficiente como para atinar a encestar sus pertenencias lanzándolas desde un piso alto, cayendo sobre el montón ya creciente de basura de toda índole. A todos gustábales deshacerse, desembarazarse de las cosas viejas e inútiles. El negocio florecía, y la pila crecía conforme se acercaba el amanecer... Lenoir todo lo recogía y todo se lo llevaba.
La carreta nunca seguía un itinerario fijo. Dijérase que los nobles brutos sabían su camino. Unas noches enfilaban por los grandes y soberbios bulevares, y en línea recta los limpiaban lentamente. Otras, se perdían por las calles más estrechas e intrincadas, girando penosamente en las repetidas esquinas, atascándose de vez en cuando, por lo que monsieur Lenoir y sus ayudantes descendían con unos utensilios parecidos a una ganzúa, que llevaban siempre consigo. A veces, incluso salían de la ciudad, y los largos caminos vecinales de las afueras eran recorridos con la misma solemnidad y parsimonia. Al final del año, todos los barrios y los burgos habían sido barridos por la carreta. Y había que comenzar el circuito de nuevo otra vez.
En todas estas excursiones siempre regresaban repletos de carga. La carreta era arrastrada penosamente de vuelta al gran depósito. “Es admirable", no cansaba de decirse monsieur Lenoir, “de lo que se desprende la gente”. Mientras, en un grueso libro iba anotando las características de la cosecha. Su perfeccionismo en las descripciones de los detalles a veces le llevaban todo el resto del día. Su letra era menuda, pero de grandes arabescos. “El registro de lo que todos desprecian”, decía, “es de gran utilidad”. La jornada monsieur Lenoir la empleaba en dirigir la disposición y clasificación de los objetos en las diferentes áreas del depósito, una serie de patios abiertos, o mejor, de lodazales, muladares y corralones cuya única ventaja era su inmensidad y, como objetos también de desecho, el no ser reclamados por nadie. Hasta que volvía la noche. Y con ella, la madrugada siguiente.
Con los años, monsieur Lenoir fue desarrollando una apreciable colección. Vendía, redistribuía, reciclaba, incluso se deshacía de lo que menos le interesaba. Clasificaba, etiquetaba, agrupaba y describía con pasión sus descubrimientos y tesoros. Fragmentos de fachadas de iglesias, tímpanos, capiteles, sillas de coro, claves de bóveda, estatuas yacentes, gárgolas, balcones, vasos, trofeos, rejas, sepulcros, florones, puertas, inmensas sepulturas eran acarreados en un solo intento, cuando había suerte. Cosas más grandes, como fachadas, pórticos o arcos de triunfo, o una que otra vez pequeñas edificaciones enteras, eran cargadas por monsieur Lenoir y sus ayudantes por partes. Esas veces los caballos y los ayudantes recibían paga doble. Aunque generalmente el estado de abandono en que habían dejado estos despojos en la calle facilitaba el desmontaje y la mudanza.
Monsieur Lenoir gustaba de llamar a su lodazal descubierto el Museo de los Monumentos. No había estudiado arqueología, monsieur Lenoir. Pero su alma de ropavejero le imponía un orden riguroso y científico. A su inventario lo llamaba “Noticia sucinta de objetos de escultura y arquitectura”.1 La llegada de la carga constitutía el principal principio de catalogación... una operación que terminó siendo la descripción inversa de la destrucción que ocurría afuera. Había oído decir a un tal Lebrun que las cuatro fases como se desarrolla la historia eran la infancia, el progreso, la perfección y la decadencia. Cuán apropiado aquéllo le pareció. Muy lógico y sencillo, “como ocurre con los pueblos”, se dijo. Y así, por épocas, decidió guardar lo que recogía. Cronológicamente, los fragmentos arquitectónicos que había rescatado de la destrucción se fueron juntando. Todas las infancias de los estilos, todos los progresos, todas las glorias, todas las muertes. Los corrales empezaron a lucir como capillas, salones, jardines, patios, palacios. El conjunto era verdaderamente impresionante.
Pero era el incansable monsieur Lenoir quien más disfrutaba de su propia colección. Tal era su pasión por las ruinas y los descubrimientos. “Ah”, decía, “cuando sueño, éso que veo y sólo éso será la historia”. Odiaba leer los viejos libros de historia; muchos aseguran que es porque no sabía leer otro libro que no fuera la ciudad. Y se distraía arreglando y rearreglando lo que traía de las calles, escribiendo, por ejemplo: “Convento de las Carmelitas de la rue Saint Jacques. Cuatro soberbias y magníficas columnas de mármol verde, adornadas con capiteles y bases de bronce dorado. Altura, ocho metros once centímetros, diámetro un metro ocho centímetros”. Y ponía pedazos de arquitectura y columnas de todas las tallas, ejecutadas en materiales diversos, unos delante de las otras, encima, al lado, debajo, detrás.
Mas, así como los orígenes del Louvre se pierden en la oscuridad de los tiempos, el Museo de los Monumentos de Lenoir no duró mucho: un día por Orden Real fue cerrado y sus monumentos regresados a sus previos propietarios. El excéntrico cachivachero le había devuelto con su colección el valor a la basura. La gente reconoció en ella a sus tesoros perdidos, y clamó porque fueran regresados a las calles de París… de donde una negra noche mucho tiempo atrás ellos mismos los habían arrojado.
De Lenoir los franceses aprendieron a verse a sí mismos. Dos grandes instituciones nacieron de su colección: de lo que quedó en el patio del Quai des Petits-Agustins, L’Ecole des Beaux-Arts, a la cual aún hoy (1997) se entra por el magnífico Arco de Gaillon que Lenoir había arrastrado hasta allí; de lo que no se reubicó, el asombroso Museo de los Monumentos Franceses, hoy en el Palacio de Chaillot. Sobre la entrada de éste en el Trocadero, unas palabras de Paul Valéry escritas con letras doradas parecen hablar por Alexandre Lenoir:
“DE QUIEN PASA DEPENDE QUE YO SEA TUMBA O TESORO, QUE HABLE O QUE CALLE. DEPENDE DE TI. AMIGO, NO ENTRES SIN DESEO”.
NOTAS
1. Arthur Drexler. The Architecture of the Ecole des Beaux-Arts.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 12 de Mayo de 1997.
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