“Rosas del palacio real, viejos rosales prodigiosos…”
Colette.
Hace cosa de un mes (1998), el escritor y gentilhombre europeo, José Luis de Villalonga quiso compartir con sus lectores asiduos algunas de sus memorias de una admirada amiga, la escritora francesa Colette.1 Ella, entre muchas otras singularidades, habitaba uno de esos pisos que encierran el Palais-Royal en París como tajadas idénticas de una gran torta, repetidos uno al lado del otro, mansarda sobre balcón sobre ventana sobre arcada estilizada del patio solemne.
Colette, según cuenta Villalonga, incapacitada de una pierna, se hacía colocar en una especie de pupitre, cercana a la luz y a la vista rectangular del patio que le llegaba desde una pequeña terraza, y allí, con la hoja de papel decididamente clavada con tachuelas a la tabla, emprendía una rutina diaria de golosa empecinación con la palabra.
Imaginémonos, pues, a esta escritora palaciega. Dulcemente infiltrada de una arquitectura que es a la vez fijo escenario urbano, pluma en mano, mirando por la ventana, con el palacio real por todo paisaje, casa, vecindario, jardín y universo. Colette inmóvil, Colette tachando y retachando su única y obsesiva hoja de papel blanco de ese día; al fondo, la rígida repetición de un ideal geométrico. A partir de cada elemento de este mundo cerrado y limitado, conocido, manoseado y milimetrado, doméstico y amado, ideal y apacible, nada más le hacía falta. Todo le era recuperable, reconstruible y reinventable. Así, mientras suspiraba: “yo, que no veré jamás el Amazonas ni sus bordes”, invocaba a sus lectores a que hicieran como los pintores y los diseñadores: “inventar”.
De todos es bien conocido que en el centro de esta obra racionalísima del barroco francés hay un patio, y en medio del patio, hay un jardín plantado de flores. Junto al pupitre, en un bonito vaso de esmalte, alguna mano amorosa le llevaba cada día flores de este jardín. Las estaciones y las especies se sucedían en su puesto contra la ventana y Colette atesoraba las impresiones de su vida, “veintiocho líneas a lo sumo cada día”, como una cosecha exigua de breves maravillas.
Era natural, literalmente, que alguna vez emprendiera la confección de un herbolario, y más natural aún que lo iniciase con las flores más próximas, las más suyas, las del jardín de palacio. Casi podemos ver los frescos ejemplares recién dispuestos cada mañana en el vaso de Colette cuando leemos en Para un herbolario lo que dijo de la rosa, del lis, de la gardenia, de la orquídea, de la glicina, del tulipán, del muguet, de la camelia roja, del jacinto cultivado...2 Podemos también imaginar el paso del tiempo, sentir el inicio y el fin del día en que disfrutó de cada una de sus flores. La poética que este ínfimo libro hace de los botones recién cortados, de la maduración de las corolas, de la fecunda marchitez como gloria final y del estallido de pétalos barridos por el viento, nos hace casi disfrutar de la muerte como de una celebración sin la cual ninguna flor debiera ser posible...
La imagen de esta dama fija en su ventana cantándole a lo efímero recuerda inevitablemente a la del observador arquitectónico contemporáneo luchando por hacer su trabajo cotidiano mientras ve con horror la merma de su campo cultivado, cada vez más reducido a una incomprendida, inocua resistencia cultural librada desde una torre de marfil. Una reciente frase del historiador de arquitectura Kenneth Frampton, lanzada en el prefacio de Seis arquitectos, lo explica: “...la arquitectura parece (hoy) un anacronismo superfluo, una post-imagen que yace anidada dentro del espíritu como el tema de un sueño o el recuerdo de un lugar. A pesar de su esporádico e inepto cultivo, persiste como un trazo subterráneo, emergiendo de tanto en tanto para realizar un deseo o para atestiguar un mito...”3 Si hemos de darle crédito (y viendo con cuidado a nuestro alrededor, como que no nos queda otro remedio), resulta que la arquitectura es ahora sólo una extraña floración... “entre el placer y el pathos (...) que llora el paso de su cultura cívica”.
¿Cómo hubiera reconstruido Colette, arquitecto de palacios, este jardín desapareciendo incontenible a su alrededor? ¿Qué hubiera hecho ante la destrucción sistemática de su barrio? ¿En qué nos puede asistir su recuerdo…? Acostumbrada a escribir de lo que no existe sino en su imaginación, a lo que ha desaparecido o está por hacerlo, a sublimar cada pequeña cosa protagonista del paisaje de su vida, puede que hubiera tomado cada frágil rosa, cada prodigiosa anémona, cada aromo, amapola, violeta, arquitectura bajo su ventana, y colocando entre hoja y hoja de papel las plantas delicadas, compondría en arduas, lentísimas, exquisitas jornadas, un inextinguible herbolario.
¿Cómo hubiera reconstruido Colette, arquitecto de palacios, este jardín desapareciendo incontenible a su alrededor? ¿Qué hubiera hecho ante la destrucción sistemática de su barrio? ¿En qué nos puede asistir su recuerdo…? Acostumbrada a escribir de lo que no existe sino en su imaginación, a lo que ha desaparecido o está por hacerlo, a sublimar cada pequeña cosa protagonista del paisaje de su vida, puede que hubiera tomado cada frágil rosa, cada prodigiosa anémona, cada aromo, amapola, violeta, arquitectura bajo su ventana, y colocando entre hoja y hoja de papel las plantas delicadas, compondría en arduas, lentísimas, exquisitas jornadas, un inextinguible herbolario.
Quinta Roseva, urbanización Las Mercedes, Caracas, en 1998 (f. Hannia Gomez, 1998. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).
NOTAS
1. José Luis de Villalonga. Carta de París.
2. Colette. Pour un herbier.
3. Kenneth Frampton. Six Architects.
2. Colette. Pour un herbier.
3. Kenneth Frampton. Six Architects.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 23 de Noviembre de 1998.
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