sábado, 1 de diciembre de 2007

Invierno


Hoja de esquicios del Hôtel de la Baziniére (París, 1653. Arquitecto François Mansart).




Para pasearse por una ciudad en invierno hace falta hacer gala de una imprudentísima pasión. Como un motor diesel reventándose en solitarias explosiones, así va impulsándose por las heladas aceras el apasionado paseante invernal. Mientras más camina, más necesita del calor de su cuerpo; mientras más entra en calor, más difícil le es detenerse. El largo día gris y húmedo de la caminata podría ser interminable, mas la febril máquina encuentra también en la ciudad, fatal objeto de su amor, una razón para claudicar. Cualquier banco frente al río puede servirle. En la niebla, la ancha costra de piedra luce mansa como nunca, y cobija densamente tibias maravillas. Inmóvil, admira la ciudad invernal... pero resulta que se congela. Demasiado bien sabe que su pasión resiste mal la intemperie: desatina al correr y desmaya al detenerse.
 
Se verá obligado a andar de nuevo. Abre una guía de
la sombría ciudad y la recorre, los dedos tumefactos, buscando algún rincón para guarecerse. Una cálida oferta le habla a su corazón: en el número 87 de la rue Vieille du Temple, el Hôtel de Rohan -sede del Centro Histórico de Archivos Nacionales-, extendía su planta en forma de "H" entre un jardín gigantesco y un patio empedrado. Era el aniversario del nacimiento de François Mansart (1598-1666), arquitecto del rey. Exhibían una recopilación exhaustiva de sus dibujos y maquetas originales.1 Hacia allí iría a conducir ahora el paseante invernal su furtivo frenesí.

Pasó bajo el portal de piedra altísimo. Cruzó el patio y entró por la puerta-vidriera. Una vez adentro, fue hacia las tranquilas salas apartadas. En
el eje principal del edificio dio con un plano de París tan grande como una mesa para treinta comensales, y sobre él dispuestas todas las obras del genio de la arquitectura; la ciudad se le ofrecía como una cortesana, pero ahora en el Grand Siècle.

En la cima de la escalera, un dibujo: la hoja de esquicios para la modernización del Hôtel de la Baziniére, de 1653. En una misma lámina, borrones y tachaduras, diseño sobre diseño de quien alcanzara la gloria por no poder decidir jamás por una última solución arquitectónica. Esta flaqueza le fue criticada duramente por sus coetáneos, quienes le blandían la máxima "paraphé ne varietur” (“se firma para que nada cambie”),
mientras él alegaba que “no podía amarrarse las manos, y quería conservar siempre para sí el poder de hacer las cosas mejor”.

Mansart se acogía al derecho de todo arquitecto a perseguir la forma perfecta, a no parar de diseñar jamás, aún en la obra. Su proceso creador iba más allá de la construcción, y eran de fama sus muros, bóvedas y tramos enteros de escaleras demolidos y vueltos a construir varias veces, para terror de clientes a la moda y maestros masones. La hoja de esquicios de la Baziniére podría también llamarse “Defensa e Ilustración del Arrepentimiento
”.

Subió la escalera. Los dibujos habían sido montados en atriles forrados de seda color cereza. Los passe-partouts color marfil tenían como un dedo de espesor, y alguien, copiando la cuidadosa caligrafía del arquitecto, había rotulado sobre ellos e
l nombre de cada dibujo... La tibieza era enervante. Las ropas le pesaban. Se sintió impelido a despojarse de todas, que fueron cayendo imperceptiblemente en cada sala del piso superior.

El sombrero fue el primero que saltó, frente al dibujo en tinta china del famoso frontispicio del Temple de Sainte Marie. La bufanda vino a colgarse descuidadamente de una esquina del marco de la planta del Ch
âteau de Coulommiers. Al ver los muros deconstruidos en el grabado del Hôtel de Chevreuse, dejó caer de un golpe al suelo el abrigo... Nadie vigilaba.

La chaqueta quedó a los pies del alzado del jardín del
Château de Maisons, y en alguna parte entre el esquicio para la Eglise de Val-de-Grâce y el plano múltiple de la elevación de la Eglise de la Visitation, enganchó el suéter con un murmullo de placer; ya en mangas de camisa, pasó deslizándose largamente por los veinte pares de pilastras del célebre gran plano de la fachada oriental del Louvre. Su soledad era absoluta. Sólo restaba la sala del Château de Blois, llena de mansardas asimétricas y de jardines en acuarela.

Dicen que fue completamente feliz allí, admirando Blois. ¡Qué dicha! ¡Al fin tener entre los brazos a “l´esprit d´escalier”! Los deleites estereotómicos de las bóvedas, el goce mansartiano del gran domo... 


Pero no fue sino al estar muy, muy cerca del papel, su aliento empañando los cristales, sus labios rozando la seda, cuando apreciaba la intensa profundidad del trellis en tinta simulando la sombra en los alzados del castillo, que sintió la presencia física de la arquitectura. El placer era completo. Cerró los ojos.

Tiempo más tarde el paseante invernal estuvo de nuevo a la fría intemperie. Sus pasos insaciables lo llevaron a algún ancho paseo de alta verja y leones verdes. Otra vez en el estilizado paisaje nevado.



François Mansart. El genio de la arquitectura.





NOTAS
1. François Mansart: Le genie de l´architecture, Centro de Archivos Nacionales, París. 17 de octubre de 1998 - 17 de enero de 1999.




Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 15 de Marzo de 1999.


domingo, 25 de noviembre de 2007

Páginas de la península

La Península de Paraguaná desde el satélite.



Poco después de haber leído a Luis Alberto Crespo en El país ausente (“¿Qué se hizo Paraguaná?”, El Nacional, 6 de Febrero) y sentir un escalofrío por la debacle que se cierne sobre el patrimonio arquitectónico y ambiental de la península tras la entrada en vigencia del decreto para la Zona Franca de Paraguaná (1999), ya no pude quitarme más de la mente ni el sabor de su lectura -que me dejó mentalmente clavada en ese lugar-, ni la figura de Graziano Gasparini.1

Por esos días estaba leyendo un libro sobre la historia del coleccionismo. En medio de sus páginas me había encontrado la imagen de un grabado del padre jesuíta Atanasius Kircher: Campus antropomorphus, extraída del folio 810 de su libro Ars magna lucis et umbre, de 1646.2 Se trataba de un Arcimboldo paisajístico. Un hombre yace boca arriba. Su cabeza es un promontorio que descansa sobre la costa; de sus rocosos hombros musculosos nace un gran árbol; la línea del cuello la dibuja un muro de contención que se dobla sobre sí mismo en la gran escalinata en dos tramos del pabellón de la oreja. El pecho es el campo. Este sube en una hilera de abetos hasta formar la espesa fronda de la barba. Un camino serpentea por la mejilla hasta la comisura de un ojo de mirar profundo como la boca de una cueva. El ceño está fruncido en las piedras del entrecejo y la cabellera es agrestemente rocosa, pero la nariz es un pueblo montañés que baja de casa en casa hasta la boca abierta, por donde asoma la lengua enhiesta de un campanario parlante. Aquel campo se estaba tragando una ciudad…

El grabado es una reflexión acerca del dominio de la naturaleza por el hombre, de la lucha, ya en el siglo dieciocho perdida en manos de la omnipresencia mental humana sobre toda la extensión de la tierra, por retener aunque fuera visualmente la virginal condición de la naturaleza. Pero, paradójicamente, también es una celebración de la imaginación humana y del control del paisaje como una de las máximas expresiones culturales del hombre.


El recuerdo de la península de Paraguaná, de su campo quemado, agreste y solitario, venía a mí enevitablemente como el Arcimboldo de Kircher, pero con las imágenes del libro Paraguaná de Gasparini, González y Margolies.3 Sus fotos de las casas, las iglesias, la vegetación, la geografía, son el único viaje que he podido emprender hasta esa región de Venezuela desde hace mucho. Porque ese Paraguaná de Graziano, congelado en el tiempo, ya es el único que nos queda, como un acta notarial, de lo que había en la península por allá en 1995. Y es el único que nos podrá decir lo que podremos hacer con lo que sobrevive, si sobrevive, antes de que todo se lo lleve el viento.

De esos haberes, tras el inexplicable ímpetu saqueador de los venezolanos, hoy resta un 60 por ciento. Ello convierte a su libro en una reliquia semejante al libro de César Manrique Lanzarote, arquitectura inédita, publicado por el artista en 1972, cuando a su paraíso insular de las Islas Canarias lo amenazaba la misma adulteración que había sufrido “todo el litoral español, borrando las acusadas características que diferenciaban cada lugar, introduciendo gratuitamente una fría estandardización internacional”. Manrique logró salvar Lanzarote con sólo tres cosas:

Uno, mudándose al lugar (“su más notoria actividad comenzó a partir de su propia casa. A partir de ahí va surgiendo poco a poco su arrolladora capacidad de tratar y transformar el paisaje”).4

Dos, al publicar su libro (“dando a conocer y comprender todas las facetas de la arquitectura lanzaroteña, para que su estudio nos pueda dar todas las enormes posibilidades en la continuidad de nuevas construcciones en -como dijera Fernando Higueras, su partner arquitectónico- perfecta integración entre paisaje, agricultura y arquitectura popular”). Ambos libros hacen una labor de conservación y puesta al día para evitar la destrucción de cada muro viejo, de cada vivienda en donde el tiempo haya dejado rastro histórico... “No se trata de iniciar el pastiche pseudopopularista. El propósito es otro, y más ambicioso: se trata de que cada arquitecto, de que cada constructor, de que cada especulador de la madre tierra, tengan muy presentes las rotundas realidades del pasado antes de decidirse a levantar nada nuevo”.

Tres, convenció a las autoridades (“su celo supo transmitir su entusiasmo a las autoridades sensibles para contener la avalancha de mal gusto. El Cabildo Insular y su honesto presidente, José Ramírez Cerdá, entendieron que la desaparición del patrimonio histórico y ambiental borraría para siempre un pasado lleno de sentido y de sabiduría que no se puede improvisar en un corto espacio de tiempo”).


La nueva capital de la Zona Franca, Pueblo Nuevo, deberá fundar un Cabildo Peninsular, Convenio del Paisaje desde donde se controle el desarrollo inminente con un semejante, por ejemplo, al escrito en las célebres Páginas de la Isla que preservan a Capri desde los inicios del siglo. Señor Gobernador del Estado Falcón: no desprecie usted las virtudes que Dios le puso entre las manos. Este año son las bodas de oro de Graziano Gasparini en Venezuela. ¿Por qué no podemos estar a la altura del resto del mundo en materia de preservación de nuestro patrimonio? Como dijera César Manrique: “Cualquier lugar de la tierra sin fuerte tradición, sin personalidad y sin suficiente atmósfera poética, está condenado a morir”.
  








NOTAS
1. Luis Alberto Crespo. "¿Qué se hizo Paraguaná?", El país ausente, El Nacional, Caracas, 6 de Febrero.
2. Atanasius Kircher. Ars magna lucis et umbre, 1646.
3. Graziano Gasparini, González y Louise Margolies. Paraguaná.
4. César. Manrique. Lanzarote, arquitectura inédita, 1972.



Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 15 de Febrero de 1999.



miércoles, 31 de octubre de 2007

Los diez libros de la arquitectura

Della Architettura Libri Dieci, Leon Battista Alberti.


      

                           
De architectura libri decem es el nombre del tratado de arquitectura de Vitruvio que fue rescatado a comienzos del Renacimiento de las arcas de la Abadía de Sankt Gall.1 Este compendio arquitectónico, a diferencia de lo que podamos creer y pese a la inmensa influencia que tuvo en esa época, fue ampliamente ininteligible para los hombres del Quatrocentto, y aún más, casi indescifrable. León Battista Alberti, su mayor y más importante intérprete decía de él que “para los griegos estaba en latín, y para los romanos estaba en griego”. Mas eso no logró auyentarlo de su tarea magnánima de reconstrucción y construcción del más importante corpus teórico de su época, De Reaedificatoria, originalmente también llamado, como su libro análogo, los diez libros de la arquitectura.2

Esta obra se convirtió hacia 1450 en la verdadera Biblia de la arquitectura del Renacimiento por “la confiabilidad de su conocimiento técnico y científico, por sus reglas arqueológicamente correctas sobre la construcción clásica y por su coherente teoría estética”. Hoy todos sabemos que el libro de Alberti fue suficiente teoría de la arquitectura para la construcción renacentista no sólo porque rescató el clásico libro de la antigüedad, sino porque forzó a Alberti a imaginar todo lo que no entendía, a llenar los vacíos de todo lo que no estaba explícito y a diseñar las "lagunas del romano". Entre los diez libros originales de Vitruvio y sus diez ideales reinterpretaciones albertianas, reacondicionadas y reafirmadas en el espíritu nuevo de una nueva época, media un paso fantástico que coloca a los diez temas arquetipales de los diez folios en la base de toda lista ideal de publicaciones de arquitectura.


En un momento en Venezuela (1998) cuando a pesar de los colosales esfu
erzos hechos en los últimos años todavía el campo editorial arquitectónico carece de un verdadero corpus primigenio que cubra lo fundamental de toda la cultura urbana y arquitectónica del país, la noción del libro clásico, del libro arquetipal, del libro ideal, está más presente que nunca.

Decía Italo Calvino en Por qué leer los Clásicos, que “un clásico es un libro que cuanto más cree uno conocerlo de oídas, tanto más nuevo, inesperado, inédito resulta al leerlo de verdad”.3 Al manejar todos los días el sueño de posibles, inagotables e infinitos proyectos editoriales de arquitectura, lo hago siempre a costa de apartar de mi mente la necesidad de abordar alguno de los diez temas originales vitruvianos, o de sus equivalentes albertianos, que por un extraño atavismo cultural, no se terminan nunca por fin de realizar...
Puede ser que si, como dijera Calvino, un “clásico es un libro que nunca termina de decir lo que quiere decir”, lo básico, lo fundamental, lo obvio puede convertirse entonces sinónimo de lo infinito.

Y si Alberti, al interpretar los diez temas de Vitruvio, convirtió toda su poética, toda su praxis, toda su filosofía en un ejercicio de la imaginación y en una construcción virtual a partir de los restos que quedaban de un enigma, bien podemos nosotros, intentando inspirar el inicio de una producción editorial menos dilettante, tratar de emularlo. Así, los diez libros podrían inspirarnos:


I. El Libro Primero es el diseño - Para los lineamientos clásicos.
II. El Libro Segundo - Para los materiales.

III. El Libro Tercero es la ejecución de la obra (la c
onstrucción) - Para hacer el libro de la pequeña antología.
IV. El Libro Cuarto es el de las obras de carácter universal (las obras públicas) - Para hablar de las siete princesas de la Escuela de Caracas.

V. El Libro Quinto trata del valor del proyecto y de la técnica constructiva así como de la estructura completa de la ciudad y sus tipologías. Son las obras de carácter particular (trabajos de individuos) - Para el Libro de la Vida Ilustre (la biografía).

VI. El Libro Sexto son los ornamentos (el sexto libro es un corto resumen, una breve historia de la arquitectura) - Para el libro de Historia o el libro de la naturaleza.

VII. El Libro Séptimo son los ornamentos de los edificios de culto (edificios sagrados, trata de la arquitectura religiosa) - El Libro de Villanueva en la luna (el retrato).

VIII. El Libro Octavo es el ornamento en los edificios públicos profanos (seculares) - Para el Libro de horas de un edificio (diario de las virtudes) o
la Guía de la Ciudad destinada a los nuevos lectores.
IX. El Libro Noveno es el ornamento en los edificios privados.

X. El Libro Décimo es la restauración - Para el libro de la ciudad tipo novela de Balzac.



 
                                        De Architectura Libri Decem, Vitruvio.






NOTAS
1. Vitruvio. De architectura libri decem.
2. Leon Battista Alberti. De Reaedificatoria.
3. Italo Calvino. Por qué leer los Clásicos.




Guión de una charla dictada en el Museo de Bellas Artes, Caracas, 1998.


Proclama

Caracas aérea.



Si en un día despejado sobrevolásemos la ciudad de Nueva York, empezaríamos a divisar uno a uno sus espacios públicos. Primero, en la punta, fugándose sobre los viejos puertos, Battery Park; segundo, el breve City Hall Park, habitado por el ayuntamiento; Washington Square y el inicio de la Quinta Avenida; el paréntesis bajo llave de Grammercy Park; el recién renovado (1998) Bryant Park. Todos ellos hundidos en un denso océano de edificios, como vistazos furtivos al fondo del profundo mar urbano... 

Subiendo hacia Midtown, el océano recrudece. Por ello, el gran vacío del Central Park nos sorprende por igual a aviadores y peatones cuando se nos aparece en medio del inesperado retirarse de las olas. Las orillas del parque semejan aguas contenidas por mandato divino. La masa congelada aguarda en mansa tensión, a punto de volver a inundar de construcciones el apetitoso rectángulo. 


Pero una inundación semejante es imposible. En esa ciudad, las batallas arduamente ganadas a la avaricia no se revocan así como así: una victoria en la lucha urbana es una victoria para siempre. Central Park se volvió intocable desde el día en que fue decretado, desde que Frederick Law Olmsted lo convirtiera en esa ficción magnífica de naturaleza que todos admiramos, desde que los ciudadanos se apoderaron de su irresistible invitación a mejorarles la vida. Nadie se atrevería hoy a poner en duda el valor de este gran trozo de Prime Real State trocado espacio público, ¡ni por todo el dinero del mundo!

Cada ciudad se mira en el espejo de su corazón urbano. E
stos son, por lo general, espejos muy costosos, caros en dólares y al alma colectiva. Manhattan pule las torres de sus edificios para que surjan brillando entre los árboles del parque; Madrid retoca las fachadas en el cruce genial de avenidas sobre la Cibeles como una vieja actriz que no quiere nunca exponer descuidado el mejor ángulo de su cara; París repite hasta la saciedad el acicalamiento de los Campos Elíseos, colmándolos de alhajas de moda. Tener un corazón lo es todo para el éxito de las ciudades. Cuidar de él es luego, tan sólo, elemental.

Lo mismo Caracas. El corazón que fue la Plaza Bolívar, ahora es la espina dorsal que nace en las laderas de El Calvario. Este es el gran teatro de la ciudad para el tercer milenio: un viejo sueño de espacios públicos trenzados, de vértebras urbanas avanzando hacia el este; una obra de arte urbano que se viene escribiendo por entregas desde hace más de sesenta años. A estas alturas no basta con reconocerlo en su rol de nuevo corazón mon
umental de la ciudad, sino que hay que garantizar su preservación. Los caraqueños, poseídos o desposeídos, necesitan de un centro monumental, no sucio y andrajoso, sino limpio y restaurado; no oprimido y siempre a punto de retroceder, sino peatonal, digno, generoso, señorial, educativo, y sobre todo, eterno. No importa cuánto recrudezca la ranchería infinita: el espacio público es un arma eficaz contra todo tipo de miserias. 

Si en un día despejado sobrevolásemos Caracas, flotaríamos sobre kilómetros de mar abigarrado antes de avistar un solo espacio público. Entonces, descubriríamos que las aguas se lo están tragando ávidamente. Esta visión anegadiza del valle urbano es tan desesperada que entenderemos el drama de su corazón instantáneamente: un largo dique conteniendo un enloquecido océano que empuja; del otro lado, el paraíso en calma del espacio público. Desde el aire recorremos este ojo de huracán en el fragor de la tormenta, y a medida que avanzamos, entendemos que la historia no puede devolverse. Primero, en la punta, brillante sobre las viejas avenidas, El Silencio; segundo, el majestuoso Centro Simón Bolívar, admirable en su utopía moderna; el Parque Vargas sin amenazas de ser convertido otra vez en terrenos rentables (como quiere el Plan de Desarrollo Urbano Local-PDUL), y el inicio de la reconquistada Avenida Bolívar; el paréntesis verde del Parque Los Caobos; la recién reurbanizada Plaza Venezuela.

Las victorias de los ciudadanos sobre los fariseos de la ciudad son para siempre. Hay que proclamarlo a los cuatro vientos: tenemos derecho al espacio público.




Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 1998.




Meditación sobre los escombros


Quinta 21. Arquitecto Gustavo Wallis. Campo Alegre, 1935-1998 (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).



"…l’argile rouge a bu la blanche espéce" (XV).1

En 1954, cuando Gio Ponti hizo la Villa Planchart, dibujó una famosa pareja de planos: la planta baja y la planta alta de la villa. Estos planos están sembrados de ojos cuyas pupilas apuntan agudamente en una sola dirección; siempre me asaltan en medio de cada nueva visita al palacio sensorial que es esta casa. De ellos salen, con flechas vectoras, los previsibles caminos de la mirada; los mismos que inevitablemente toman siempre la mía y la de todo visitante. Ponti nos lleva fuerte de la mano. Hay que dejarse.
 
Como en una red encantada que un mago experto minara en la tierra, su ojo omnipresente dispuso con tiralíneas las vistas: de la puerta principal por el muro de la escalera al patio y de allí hasta el comedor; del vestíbulo al pasillo hasta el sa
lón principal, repleto de luz; y aún más lejos, ya en el salón, torciendo a la derecha a través de la puerta de vidrio hacia la lejanía del paisaje. La magia es experta... la arquitectura se explica sola.
 
Toda la casa está cruzada de estos hechizos lineales. Con sólo recorrerla, uno podría evocar su entera arquitectura, llena de pequeños y grandes eventos espaciales y estéticos, mucho tiempo después. Es una escritura auxiliar de la memoria. Si alguna vez la Villa Planchart desapareciera y me tocara reconstruir su recuerdo, cerraría esos perennemente abiertos ojos pontianos que miran solos dentro de mí, para que su arquitectura volviera a vivir... Tal es la fuerza del encantamiento. 

Tanta fe tengo en ello, que creí que me ayudaría a revivir toda arquitectura. Así, el lunes pasado, de pie sobre los escombros frescos de la Quinta 21 en la Calle 4 de Campo Alegre, intenté reproducir el hechizo al revés; es decir, reconstruir la e
legante villa moderna que Gustavo Wallis diseñara a comienzos de los años treinta a partir tan sólo del recuerdo, porque ya nada queda de ella. 

El desastre es completo. Sus planos se han perdido. Nadie se tomó nunca el trabajo de levantarla: ningún profesor de Historia de la Arquitectura, y por ende, ningún estudiante; no hay testigos que puedan hablar: hace demasiado tiempo, o todos han muerto. No hay texto que la describa, salvo, quizás tres tristes líneas en El Diario de Caracas que se llevó el viento. Tampoco hay deudos que la lloren: sus herederos vendieron y el arquitecto que recibió el terreno sólo se preocupa de su propia arquitectura. ¡Qué le vamos a hacer! ¿A quién le importa hoy constatar los efectos nefastos de una ordenanza de zonificación? La memoria en este país es débil y fugitiva. Por ello los errores se repiten, y la historia, sencillamente, no existe. 

Esta bella casa moderna -la más adorable de todas, después de Las Guaycas y Caoma-, por la que yo hubiera dado un reino, espejo de una época
donde la arquitectura existía y la ciudad también, ahora es sólo un amasijo retorcido de arcilla salpicado de vigas “I” de hierro que proveyó la Truscon Steel o quizás la Johns Mansville, empresas que representaba Wallis para erigir las primeras estructuras metálicas en Venezuela. Ahora, de pie sobre ella, sola entre los escombros, cinco años después de haber denunciado la debacle urbana y arquitectónica que acabaría con Campo Alegre, buscaba a tientas en el polvo algo que se pareciera a los “ojos” de Wallis... 

Trato de recordar: aquí estaba la entrada, con su dintel de curvas tan a lo Robert Mallet-Stevens, pero, ¿Estaba alineada por el pasillo con el patio de la cocina, o no exactamente? Bueno, por aquí quedaba el gran salón rectangular y m
ajestuoso, pero, Dios mío, el eje que venía perpendicular desde la sensual escalera (anclada a su cilindro blanco) y pasaba por aquí y por el pórtico de dos columnas, ¿Era el principal de la composición?, ¿estaba hecho para enmarcar el paisaje...? ¿y qué decir de ese conjunto de la segunda entrada lateral? A ver, ¿cómo era? Retórica, de ampulosa fachada y sin embargo con tan pequeña y suspicaz puerta. ¿Haz de ejes?, ¿premonitorios de Piedra Azul? La composición parecía hecha para exaltar un terreno de esquina, ¿O era otra cosa lo que expresaba el cuidado que el arquitecto puso en las formas que confluían en el ángulo de la casa? Ese constructivismo planar, pero cuboso, ese gusto por el claroscuro, pero blanquísimo, ese ascetismo, tan burgués... ¿Me recordaba a Wright, me recordaba a Schindler, me recordaba a Wittgenstein o me recordaba a la Escuela de París? ¿Era neoplástica, era cubista, era holandesa, era vienesa, era alemana, era francesa? ¿O era, sencillamente, de Campo Alegre

Habría que haberla recorrido más de una vez. No hay magia que valga sin espectadores. Casa de antepechos, casa de bordes, casa de ángulos, llena de acertijos, perdida en mi propia amnesia, maldita amnesia: ya nunca sabré por qué me gustaba tánto.

Quinta 21 (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).






NOTAS
1. Paul Valéry. El cementerio marino, XV, El Libro de Bolsillo, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p.54.
2. Hannia Gómez. "Wrightiana". "En Campo Alegre, subiendo por la calle donde estaba La Atalaya de Mujica, está otra casa de Gustavo Wallis que se construyó en la década de los treinta. Observémosla con detenimiento. Desnuda, de paredes blancas, columnas cilíndricas, techos planos, marquesinas en voladizo, ventanas sin ornamento: impecable, como demandaba el más depurado Estilo Internacional. Aquí, la ausencia de la piedra azul nos permite tener más clara la vista: la abstracción de la composición reina tranquila en el proyecto. Wright no está por ninguna parte; mas está Schindler con sus casas americanas, la abstracción planar del Neoplasticismo holandés o Robert Mallet-Stevens con sus armoniosas composiciones cubistas. La casa está muy bien lograda: Wallis dominaba el lenguaje". Arquitectura, El Diario de Caracas, 28 de Agosto, 1994.
3. H. Gómez. "Campo Marzio", Arquitectura, El Nacional, Caracas, Enero de 1993.
4. H. Gómez, H. "Wrightiana", Op. Cit., 1994.




Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 19 de Enero de 1998; Revista Memoriales, Instituto del Patrimonio Culttural; Venezuela Analítica, Habitat, http://www.analitica.com/archivo/vam1998.01/artes/habitat/habitat.htm; arqa.com, http://1999.arqa.com/columnas/hanniag2.htm

miércoles, 24 de octubre de 2007

O ellos o yo

Vista desde el Ponte della Accademia (f. Hannia Gómez, 2006).




Supóngase que nos fuera dado escoger nuestro sitio ideal de trabajo en la ciudad. Que bastara con seleccionarlo, para mudarnos allí y ejercer libremente. Si eso fuera posible, yo, por ejemplo, pasaría revista a todas las más hermosas ciudades, afinando mucho el tino, hasta dar con el lugar preciso donde mi producción laboral pudiera potencialmente alcanzar su más alto índice. Este oficio, escribir de arquitectura, necesita siempre de un sitio que sea inspirador en grado sumo para producirse. Es además, perentorio: hay que trabajar urgentemente por nuestras ciudades en crisis y por nuestra arquitectura. Mucho, bien, y en las mejores condiciones.

En virtud de tan ilusoria concesión, pronto encontré el prolífico recodo. Posé mi mirada codiciosa sobre el más magnífico de los enclaves que es posible soñar para hacer este tipo de trabajo. Una vía de gran circulación, no por ello menos atrayente, con grandiosas vistas panorámicas en todas direcciones, aireada y, sobre todo, rodeada de soberbia arquitectura histórica: la cima del Ponte della Accademia, tendido en apaisado arco sobre el Canal Grande de Venecia. El mejor tarantín sobre la Tierra.

Sin pensarlo un segundo, sin preguntarme nada, cargué con mi chaise-longue. Dispuse una fuente de energía para la portátil, rodé un anaquel o dos con algunos libros de consulta, me hice de unos prismáticos. ¿Qué cosas sino maravillosos ensayos y afiladas críticas podían salir desde tan magnífico local? Respiré profundo, y me dispuse a trabajar, ya inspiradísima, las cuartillas en la punta de la lengua, pináculos, palacios, frisos, capiteles, extasiada ante el maravilloso paisaje urbano que se extendía frente a mi vista. Si algunos distraídos turistas se tropezaban con mis laborales enseres, pensaba: no importa. Aún hay que instalar un fax, clavar una pequeña tolda, extender una alfombra sobre los tablones de madera, atornillar una lámpara de pie. Estoy trabajando, señores, respeten mi condición, por informal que ésta sea, no es menos respetable.

Mas los peatones empezaron a quejarse de que yo era un
obstáculo. Yo escribía sobre la magna arquitectura de la Salute y ellos decían que no podían tomar las clásicas fotos axiales del canal. Yo disertaba sobre las tipologías de las logias y ellos me querían empujar por la borda para ocupar mi puesto. De lado y lado, desde la Embajada de Alemania, más allá del pequeño Campo San Vitale, hasta el Campo della Caritá, ocupado por completo y alineándose contra el Palacio Brandolini, las multitudes empezaron a hacer lentamente cola para cruzar el agua. La Academia de Bellas Artes y su museo se quejaban de la congestión. El puente de madera crujía con la inmensa masa humana que desfilaba tras mis espaldas entre Dorsoduro y la ciudad. Amenazaba con desplomarse (menos mal que había sido reconstruido com'era en 1985). Los carabineiri me contemplaban armados desde la riva. Estaban indecisos a actuar... Yo los conmovía.

La prensa local intervino. ¡Cuán romántica les parecía la arquitecto, instalada ilegalmente sobre el canal! ¡Cuán justa su causa, cuán honrado su alegato! Me dieron nombres: Trabajadora de la literatura informal, Defensora de los pequeños escritores arquitectónicos. ¿Cómo podía la Serenissima barrerla de allí... en medio de su trance creativo... Aquellas autoridades estaban al borde de un atropello. El alcalde, cada vez que abría la boca para hablar de los derechos urbanos de todos los ciudadanos, lucía como un energúmeno. 

Pero estoy a salvo. De aquí no me arrancan ni con el Bucintoro. Aunque amenacen con llamar al Dogo mismo, aunque se quejen y pataleen, no pueden echarme. ¿Quién puede negarme el derecho divino a permanecer en este mi puesto ideal de trabajo, donde soy honrada y decente y laboro mejor que en ningún otro lado para bien de la patria? ¿Quién es capaz de arrebatarme este pedazo de eje veneciano, donde la arquitectura es más gloriosa, mi sitio ideal en la ciudad para poder escribirla?

La urgencia de mi dulce labor literaria, labor trashumante por excelencia, justifica que yo sea usurpadora pero inocente, abusadora pero simpática, ilegal pero amparada por los derechos humanos. Si no, he allí mis artículos: mi producción. En su nombre puedo invadir sin remordimientos cualquier espacio público que se me antoje, sin miramientos de toda la restante e indigente humanidad que quiera disfrutarlo: una arcada de la Place des Vosges, veinte metros cuadrados de acera en Park Avenue, cuarenta peldaños de las escalinatas de Piazza Spagna, tres hectáreas del centro urbano de Caracas. O ellos o yo. Olvídense de estas soberbias vistas monumentales, ya son mías. Olvídense de los atardeceres sobre la Laguna, me pertenecen. Olvídense de los palacios, olvídense de los paseos, olvídense, olvídense. Desposeídos urbanos del mundo, este puesto es mío: yo lo vi primero.




Ponte della Accademia, Venecia.
 





Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 1998; arqa.com:
http://1999.arqa.com/columnas/hanniag.htm



martes, 23 de octubre de 2007

Herbolario

Rosa gallica.




“Rosas del palacio real, viejos rosales prodigiosos…”

Colette.

Hace cosa de un mes (1998), el escritor y gentilhombre europeo, José Luis de Villalonga quiso compartir con sus lectores asiduos algunas de sus memorias de una admirada amiga, la escritora francesa Colette.1 Ella, entre muchas otras singularidades, habitaba uno de esos pisos que encierran el Palais-Royal en París como tajadas idénticas de una gran torta, repetidos uno al lado del otro, mansarda sobre balcón sobre ventana sobre arcada estilizada del patio solemne.

Colette, según cuenta Villalonga, incapacitada de una pierna, se hacía colocar en una especie de pupitre, cercana a la luz y a la vista rectangular del patio que le llegaba desde una pequeña terraza, y allí, con la hoja de papel decididamente clavada con tachuelas a la tabla, emprendía una rutina diaria de golosa empecinación con la palabra.

Imaginémonos, pues, a esta escritora palaciega. Dulcemente infiltrada de una arquitectura que es a la vez fijo escenario urbano, pluma en mano, mirando por la ventana, con el palacio real por todo paisaje, casa, vecindario, jardín y universo. Colette inmóvil, Colette tachando y retachando su única y obsesiva hoja de papel blanco de ese día; al fondo, la rígida repetición de un ideal geométrico. A partir de cada elemento de este mundo cerrado y limitado, conocido, manoseado y milimetrado, doméstico y amado, ideal y apacible, nada más le hacía falta. Todo le era recuperable, reconstruible y reinventable. Así, mientras suspiraba: “yo, que no veré jamás el Amazonas ni sus bordes”, invocaba a sus lectores a que hicieran como los pintores y los diseñadores: “inventar”.

De todos es bien conocido que en el centro de esta obra racionalísima del barroco francés hay un patio, y en medio del patio, hay un jardín plantado de flores. Junto al pupitre, en un bonito vaso de esmalte, alguna mano amorosa le llevaba cada día flores de este jardín. Las estaciones y las especies se sucedían en su puesto contra la ventana y Colette atesoraba las impresiones de su vida, “veintiocho líneas a lo sumo cada día”, como una cosecha exigua de breves maravillas.

Era natural, literalmente, que alguna vez emprendiera la confección de un herbolario, y más natural aún que lo iniciase con las flores más próximas, las más suyas, las del jardín de palacio. Casi podemos ver los frescos ejemplares recién dispuestos cada mañana en el vaso de Colette cuando leemos en Para un herbolario lo que dijo de la rosa, del lis, de la gardenia, de la orquídea, de la glicina, del tulipán, del muguet, de la camelia roja, del jacinto cultivado...2 Podemos también imaginar el paso del tiempo, sentir el inicio y el fin del día en que disfrutó de cada una de sus flores. La poética que este ínfimo libro hace de los botones recién cortados, de la maduración de las corolas, de la fecunda marchitez como gloria final y del estallido de pétalos barridos por el viento, nos hace casi disfrutar de la muerte como de una celebración sin la cual ninguna flor debiera ser posible...

La imagen de esta dama fija en su ventana cantándole a lo efímero recuerda inevitablemente a la del observador arquitectónico contemporáneo luchando por hacer su trabajo cotidiano mientras ve con horror la merma de su campo cultivado, cada vez más reducido a una incomprendida, inocua resistencia cultural librada desde una torre de marfil. Una reciente frase del historiador de arquitectura Kenneth Frampton, lanzada en el prefacio de Seis arquitectos, lo explica: “...la arquitectura parece (hoy) un anacronismo superfluo, una post-imagen que yace anidada dentro del espíritu como el tema de un sueño o el recuerdo de un lugar. A pesar de su esporádico e inepto cultivo, persiste como un trazo subterráneo, emergiendo de tanto en tanto para realizar un deseo o para atestiguar un mito...”3 Si hemos de darle crédito (y viendo con cuidado a nuestro alrededor, como que no nos queda otro remedio), resulta que la arquitectura es ahora sólo una extraña floración... “entre el placer y el pathos (...) que llora el paso de su cultura cívica”.

¿Cómo hubiera reconstruido Colette, arquitecto de palacios, este jardín desapareciendo incontenible a su alrededor? ¿Qué hubiera hecho ante la destrucción sistemática de su barrio? ¿En qué nos puede asistir su recuerdo…? Acostumbrada a escribir de lo que no existe sino en su imaginación, a lo que ha desaparecido o está por hacerlo, a sublimar cada pequeña cosa protagonista del paisaje de su vida, puede que hubiera tomado cada frágil rosa, cada prodigiosa anémona, cada aromo, amapola, violeta, arquitectura bajo su ventana, y colocando entre hoja y hoja de papel las plantas delicadas, compondría en arduas, lentísimas, exquisitas jornadas, un inextinguible herbolario.

Quinta Roseva, urbanización Las Mercedes, Caracas, en 1998 (f. Hannia Gomez, 1998. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).





NOTAS
1. José Luis de Villalonga. Carta de París.
2. Colette. Pour un herbier.
3. Kenneth Frampton. Six Architects.




Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 23 de Noviembre de 1998.




sábado, 20 de octubre de 2007

Las nuevas flores del mal

Charles Baudelaire. Les Fleurs du Mal.



En 1983, la Revista Nacional de Arquitectura Punto convocó a un número monográfico sobre Arquitectura y Política. La escogencia del tema en lo que eran los dulces inicios de los años ochenta no tenía, como pudiera creerse, matiz político alguno en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela de entonces: internacionalmente se estaba celebrando un revival de la arquitectura totalitaria a raíz del desenterramiento que hiciera Leon Krier del arquitecto del Führer, Albert Speer, y de la fascinación que tenían los italianos de la Tendenza con los clasicismos, sobre todo mussolinianos... Punto lo que quería era estar al día.

A una distancia prudencial de la última dictadura, significando ésta ya nada más que un mal recuerdo, los arquitectos en los años ochenta sentíamos que sus edificios podían, exentos ya del contenido político que les dió el ser y persistiendo en la ciudad como poderosos acontecimientos formales y espaciales -las Torres del Centro Simon Bolivar, el Círculo y la Academia Militar, el Hotel Humboldt, Los Próceres- ser proclives a una reivindicación en los anales de la arquitectura moderna venezolana. Estábamos hambrientos de edificios proscritos, de arquitectos-tabú y de arquitecturas del régimen. Y no nos faltaba razón.


Ese número de Punto, por circunstancias que no vienen al caso, tardó catorce años en publicarse. Eso nos coloca ante la macabra situación de tener
que leer de nuevo nuestros textos (el mío se titulaba “Las flores del mal”, p. 49), cómicamente inéditos desde que los escribimos en nuestra más tierna edad, esos nuestros artículos maravillados con el EUR, esas nuestras palabras atónitas frente al Reichstag, esos nuestros deleites inocentes con la Delhi Imperial, esas nuestras expresiones boquiabiertas ante la Casa del Fascio; pero fatalmente sin la alegría y el desenfado de entonces... Porque entonces la confianza nos permitía observar libremente la historia de la arquitectura como un repertorio de soluciones formales inocuas.

¡Cómo nos hicimos arquitectónicamente pseudo-totalitarios por mero gusto estético en aquellos tiempos! Las flores del mal emanaban un perfume tan inquietante, irresistible y arrobador... Yo aún me confieso una demócrata aficionada “incorrectamente” a los mármoles, al ónix, al bronce, al alabastro, a las columnatas, al monumentalismo y a todo el c
hic fascistoide; una especialista en el estilo Pérezjimenista, una fanática de todas sus vertientes kistch que se regocija en las incoherencias estilísticas del guzmancismo y goza frente a cada naïf miniatura del gomecismo.

Ahora (1998) lo que tengo es la piel de gallina: todas esas arquitecturas ya no me resultan tan inocuas. Habiendo pasado de refilón por el vértigo de considerarlas vigentes y resucitables, viví por varios días un delirio entre la pesadilla y el sueño dorado. En medio de una febril alucinación de bunkers oxidados, torres de Tatlin desvencijadas, bloques obreros destartalados y Narkomfims nevados girando sobre mi cabeza, despertaba jadeando, pero sin encontrar alivio porque, ¿cómo hacía para exclamar “¡Oh, soñaba!”, cuando la realidad resulta que supera a mi delirio? Con las elecciones se ha elegido una opción tras la cual s
e ve venir un neototalitarismo arquitectónico y urbano muy peligroso: el populista. Yo, quien fuera la primera embebida del aroma de la flores del mal, olfateo con precaución la amenaza matizada en la futura flora del nuevo gobierno. El populismo a la democracia nunca le ha sentado bien: es el mismo causante de la pobreza de espíritu en los proyectos públicos en nuestras ciudades y de la falta de grandeza en las concepciones arquitectónicas de las que tanto nos hemos quejado todos estos años...

Veo con temor la incubación de unas nuevas flores del mal: las flores del desprecio, las flores de la ignorancia. Flores desnudas, desprovistas hasta de las corolas que (Dios quiera que me equivoque) podrían ser execradas de los tallos por ser lenguaje de papas, de reyes, de príncipes, de emperadores, de arquitectos, de urbanistas; es decir, d
e oligarcas, mientras temo que la ciudad de la tabula rasa soltará, como escribiera Colette, “...su tóxico aroma de ácido prúsico” desde un desierto de la incultura. El perfume chavista es una especie de seductor poison, cuyo efecto peligra por querer ser tan barato. Tánto, que puede que ya no necesite siquiera, ni siquiera, de las flores, en el buen sentido baudelaireano de la palabra...

Por lo tanto, en momentos como éste, es sano que esta columna se pronuncie por lo que debe ser una buena arquitectura y una correcta ciudad de masas. Lo primero que deberá tener es justamente eso: masa, volumen, corporeidad y, en definitiva, presencia; virtudes que no podrá honrar si no maneja impecablemente su propia cultura. Nada más lejano de una verdadera arquitectura de masas que una torpe solución habitacional, que un mediocre edificio hecho para despachar una emergencia, que la infraestructura
construida con chatarra, que los espacios públicos definidos con basura. Es inútil tratar de construir un país con bahareque.

Nada más lejano, por otra parte, de una ciudad de masas, que el batiburrillo al descampado que se produce al aplicar las anárquicas decisiones de ciertos alcaldes incultos y de las rebeldes oficinas de gestión urbana que operan a su antojo en la ciudad, tratando de materializar sus inconexos y sordos PDULes respectivos. La ciudad de masas no puede sino ser tratada masivamente, organizando a grandes trazos su forma urbana según ideas que se anclen con fuerza en la memoria histórica y broten legítimamente del diseño urbano de acuerdo a un previo plan maestro.

Para construir los nuevos espacios patrios, habrá que hace
r de tripas corazón y salvar, para las propias masas, lo que históricamente ha sido el privilegio de unos pocos: la noble cultura urbana y arquitectónica de siempre. Flores aristócratas que, si se siembran sin prejuicios, florecen igualitariamente por doquier.



                                                                Charles Baudelaire. Les Fleurs du Mal.  





Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 14 de Diciembre de 1998.



jueves, 27 de septiembre de 2007

Villanueva en tres tiempos


Carlos Raúl Villanueva en el Bloque 6 de El Silencio, en 1945 (f. Ricardo de Sola. La Reurbanización de El Silencio).



"Es bueno recordar que una ciudad no puede ser considerada
únicamente como obra de una sola generación;
en ella deben existir testimonios reales de toda la historia vivida por su pueblo".
"La arquitectura como testigo de la civilización 
puede explicarla evolución urbana y debe ocupar puesto privilegiado; 
ella se ancla en el suelo y deja huellas de su paso a futuras generaciones. 
Ya es tiempo de que salvemos de la piqueta demoledora lo poco que nos queda todavía".
“Que la arquitectura y el urbanismo sean el lenguaje inobjetable de la ciudad nos ha legado escasos arquitectos apegados a la palabra escrita: tan contundente resulta aquél idioma. Cuando se pregunta por los libros capitales, 

nos encontramos con un siglo caracterizado por una miríada de condensados opúsculos: 
breves manifiestos, tajantes reflexiones, cuadernos de apuntes, libros de viajes. 
Una verdad tan grande como una catedral: también para la Venezuela urbana".
Carlos Raúl Villanueva.


Buscando el texto fundamental de la arquitectura venezolana contemporánea, nos hallamos frente a la misma paradoja universal: discernir entre el intenso breviario, pariente de los proyectos, y el prolijo libro de historia, de más fácil digestión. De ambos tenemos: “manuales” imprescindibles, como el "libro en dos tiempos" de Carlos Raúl Villanueva (1950 / 1966) y la Contribución al estudio de los planos de Caracas de Irma de Lovera (1967) 1 y libros de historia imprescindibles, como La Arquitectura Colonial en Venezuela de Graziano Gasparini (1965) 2 y el Caracas a través de su arquitectura, del mismo Gasparini y Juan Pedro Posani (1969).3

Estos son nuestros cuatro evangelios arquitectónicos del siglo veinte: fuimos sus lectores, fuimos sus beneficiarios, fuimos, necesariamente, las víctimas y los apóstoles de sus pocas palabras. ¿Está satisfecho el país editorial arquitectónico con la cosecha original de su modernidad más ortodoxa?

1. Primer tiempo  
Una afición por las cosas entrelíneas nos hace volver a los dos-libros-hecho-uno de Carlos Raúl Villanueva, La Caracas de Ayer y de Hoy; su arquitectura colonial y la reurbanización de El Silencio 4 y su versión ampliada Caracas en tres tiempos; iconografía retrospectiva de una ciudad 5. Al leerlo con finisecular suspicacia (1998), encontramos en él a un solapado cuaderno de apuntes caraqueños, lleno de decenas de dibujos, recortes y anotaciones: el único de sus cuadernos que habría visto realmente la luz hasta ahora. 

El primer libro, de exquisitas blancas tapas en papel Ingres flordelisado, impreso en París por los ilustres maestros impresores Draeger Frères,
tenía ciento diez páginas y dos ensayos: el intuitivo y amoroso Caracas Ciudad Colonial del profesor de Arquitectura Precolombina y Colonial Carlos Manuel Möller y el lúcido Caracas Marcha hacia adelante del urbanista francés Maurice E.H. Rotival.

Nació de una premonición. Villanueva había sent
ido la urgente necesidad de escribir para “recordar, aprender y estimular” la memoria de la Caracas colonial, que iba inevitablemente desapareciendo por la transformación urbana. Desde el año 1942, cuando arrancó la renovación de El Silencio, hasta el 26 de Agosto de 1945, cuando se dan por terminadas las obras, Villanueva experimentó una catarsis arquitectónica. En los treinta meses transcurridos como una ráfaga había tenido, como dijo Rotival, “la audacia de llevar la dinamita y el Bulldozer al centro mismo de la ciudad”. Su audacia barrió con una parte insalubre de la ciudad antigua para implantarle el nuevo y radiante “cristal de la ciudad moderna”.

Lo grave es que los tractores también arrastrarían consigo el respeto a lo que quedaba de intocable en la ciudad... algo que nunca se cuenta en los libros de historia. Hay una máxima clásica en diseño urbano: una renovación trae consigo más renovación. Desde entonces, una reacción en cadena de promotores, propietarios, in
genieros y arquitectos desbocados por igual se abocó a “rascacielar a la criolla”, borrando el pasado en aras de la modernidad. Aunque Villanueva lograra que se reconstruyera en el patio del Museo Colonial de Llaguno la portada de la casa número 74 de la Calle del Triunfo, demolida para dar paso a uno de los bloques, y aunque todo su proyecto buscaba “hallar un enlace con la ciudad colonial y recordar algunos elementos de su arquitectura básica”, el mea culpa no fue suficiente. La ciudad se despertó, estirando los brazos con tan irreverente violencia, que no ha parado hasta hoy.

Apenas publicado su libro en 1950, Villanueva
ya empezó a temer por las joyas que tan delicadamente ensalzase (a veces creemos que lo que publicamos crea un halo protector en torno a nuestros bienes sobre la tierra). La misma Gobernación del Distrito Federal se las llevaba por delante por decreto público: en 1953 le demolía su adorado Colegio Chaves y el propio Museo de Arquitectura Colonial. 

2. Segundo tiempo
Entre el primer libro y su reedición de 1966 (Ediciones de la Comisión de Asuntos Culturales del Cuatricentenario de Caracas), median algunas sutilezas, aparte de dieciséis años y una completa Ciudad Universitaria. Tiene el doble de páginas, y vien
e ilustrado con planos y cortes inéditos que atestiguan el espacio arquitectónico: “la parte colonial logré aumentarla sensiblemente para hacer mayor ilustración de los principios que confirmo”. Incluye además un rápido escrito sobre la Iglesia de Santa Teresa y el Teatro Municipal “a manera de eslabón entre pasado y presente” y el ensayo “Caracas allí está...” de Mariano Picón Salas, publicado en El Nacional en Febrero de 1951 celebrando la aparición del primer libro.

Picón Salas compartía su vértigo ante el crecimiento que se amenazaba “madrepórico”. Ambos estaban aterrorizados ante la posibilidad de “una
ciudad, que si se le dejara crecer sin pauta ni norma, sin algunos principios claros de belleza y urbanismo, llegara al cabo de unos años a ser fea -a pesar del espléndido marco natural...” Junto a Villanueva, a Möller y a Rotival, Picón Salas da fe de su adhesión al linaje urbano hispano y a la herencia de la arquitectura mediterránea. Uno para todos y todos para uno por la línea directa de la tradición latina, profesando un rechazo a la ahistoricidad del General Guzmán Blanco: “la modernidad iconoclasta de Guzman atropellaba los estilos artísticos y su coherencia interna con el mismo ímpetu con que atropellaba las constituciones; ejemplariza ese fenómeno venezolano del hombre que cree que la Historia comienza con él y que su criterio debe servir de cánon hasta en lo que ignora”. Picón Salas culmina triunfal anunciando a los “nuevos Leon Battista Alberti que harán una ciudad para enorgullecernos”. 

Es entonces cuando el nuevo libro empieza a revelarse, transformándose en testimonio de “la permanencia de los principios y normas que prevalecieron en las edificaciones coloniales”. Usando el recurso de indagar en las sujetivas estampas del pasado buscando indicios de la historia urbana y arquitectónica, inicia una pesquisa urbana que llega hasta el mercado de las pulgas, un "rastreo del Rastro", pescando imáge
nes en colecciones antiguas y especializadas, como la de Eduardo Röhl. Y dice significativamente: “las leyendas que acompañan los grabados y las fotografías de la Caracas colonial no expresan sino las impresiones que me han producido viéndolas como arquitecto y urbanista”. Los cuadros de Bellerman, los escritos de Humboldt, las fotos o dibujos de Lessman, las litografías de H. Neun, los grabados de F. Lehnert, y las fotografías de A. Boulton, A. Brandler o de G. Gasparini, son indagados por una mirada acuciosa que busca las pistas de la memoria, para que ésta hable.

Luego, están los dibujos. Plantas y cortes de una
arquitectura y una ciudad que ya nadie garantiza que será conservada. Levantamientos premonitorios, dibujados con pasión y descritos ya casi con añoranza... ¡Cuánta razón tendría! Hoy todavía, buscando ese legado en su mayor parte desaparecido, tenemos que echar mano de sus dibujos: de no ser por ellos, poco sabríamos de la perdida “carpintería de lo blanco”, de las “flores de gusto antiguo” y de los “alarifes desconocidos” de la arquitectura doméstica urbana de la Caracas tradicional. Nada los ha suplantado, nadie los ha tampoco reeditado. Nuestra historia de la arquitectura está escrita en incunables introuvables.

3. Tercer tiempo 
En la carátula años sesenta del segundo libro quedaron los tres tiempos ya señalados: el primero, con un detalle de la puerta del Colegio Chaves, el segundo, con los balcones de El Silencio. El tercero es la imagen críptica de una ventana de romanilla al parecer de su casa, Caoma. Ese tercer tiempo, será, por lo tanto, el tiempo de la síntesis: el tiempo de la invención. Alessandro Baricco, el joven escritor torinés de Tierras de Cristal, escribió que “hay quienes llaman ángel al narrador que llevan en su interior y que les relata la vida”.6 

En el segundo libro, cada vez que aparecía una imagen de la arquitectura o la ciudad colonial, había un apunte al margen; esos apuntes en el papel fueron premonitoriamente escritos para ser destinados a un futuro que los realizaría alguna vez en piedra. Habiendo ya Villanueva realizado al libro su segunda lectura, ¿qué nos impide a nosotros ahora escucharlo, cual alado amigo? La tercera lectura la hará la voz que nos susurra en la espalda, indicándonos cómo hay que leer, señalándonos los indicios entre las páginas...

Conforme pasa el tiempo, más habría que ver los dos libros de Villanueva en su forma primitiva de maqueta previa a su entrega a la imprenta, com
o una carpeta repleta de hojas sueltas siempre en crecimiento, llenas de apuntes caraqueños, hechos con ricas anotaciones, dibujos de colores y recortes de estampas y planos marcados encima, como era su costumbre. Lo que está aún por leer en el gentil cuaderno artesanal escondido entre los libros cobra cada vez mayor importancia...

¿Qué quedó del apunte de las torres y de las esquinas de la ciudad colonial; qué del apunte del plano de la Caracas? ¿Qué pasó con lo que decía en el apunte del cuadrilátero histórico; quién se acordó jamás del apunte de la iglesia de los Neristas, “mansión embrujadora” de Humboldt? ¿Cuánto hay de sugerente en el apunte de las portadas; cuánto en el apunte de los patios? ¿Cómo reactualizar el apunte de los árboles simbólicos? ¡Cuán bonito aquéllo del reloj equinoccial “levantado sobre robusta columna”! ¿Cómo retomar la queja del apunte de los ríos (“¿Qué hicimos de ellos?”)? ¿Quién se atrevería hoy a hacer el apunte de los puentes desde tales cauces resbaladizos? ¿Dónde están las pilas de agua del apunte de las fuentes, quién quiere levantarlas? ¿Qué escondía el apunte de la Casa Natal y de la Iglesia de la Trinidad...? 

¡Oh, premonitor apunte del Colegio Chaves (“esta última y preciosa joya de nuestra arquitectura colonial”), si te hubiéramos creído! ¿Qué pasaría si asumiéramos de una vez por todas el talante austero del apunte de la Casa de don Felipe Llaguno (“...qué dignidad confería habitar allí”), o el de la Escuela Superior de Música, o el de la Casa de los Echenique? ¿Cómo apasionarse de nuevo por la “magnificencia y fuerza expresiva de las molduras y ornamentos” en el apunte de la Casa del Canónigo Maya? ¿Qué queja vieja hay que adivinar en el apunte de la Catedral, antes de las reformas de 1932? Verdades del apunte de los conventos; preguntas del apuntes de las estancias: Anauco Arriba, Anauco Abajo; certezas del apunte del pueblo de Petare; claves del apunte de la casa de Hacienda de los Villegas.

Para Villanueva Caracas fue, como para nosotros es, una “misteriosa ciudad, como la tierra prometida...”, donde se perfilan infinitos la crítica, el deseo, y el proyecto.

"Framed in ornate stone, a colonial belle looks out in Caracas". Portada del Colegio Chaves en 1942 (f. Luis Marden. National Geographic Magazine, 1942).



4. El Chaves de Villanueva
Había en Caracas una casona colonial, construida en 1783 para don Juan de Vegas y Bertodano, que apasionaba a Villanueva. Esa casa conduciría su vida hacia horizontes inesperados. 

De una sola planta, de portada con inscripción y blasón de piedra y un frontispicio de frontón y vanos curvilíneos, desencadenó mil loas a su esplendor perdido. “La más hermosa entre todas las portadas de Venezuela” le cantó Gasparini, mientras que Carlos Manuel Möller la llamó “dije precioso que engalana el pecho de la sultana del Avila”. Su arquitectura lo subyuga; cuando habla de las casas del período parece que es a ella a la que siempre se refiere: “recordamos con nostalgia esas casas coloniales que adornaban nuestra capital, sencillas pero sugestivas, desaparecidas de nuestro ambiente, una tras otra...” La levanta, la dibuja, la escribe, la retrata, (es suya la foto del ‘65 en La arquitectura colonial en Venezuela), se la lleva a París en el recuerdo. 

Y allí, de un amor tan profundo, tan preñado de eternidad, nació su primer libro. Ella habita todas sus páginas, pero no fue suficiente: también plenará los portales de El Silencio con su ondulante presencia, y las arcadas, donde renacerán las sensuales columnas de su patio... Es verdaderamente romántico rastrear por los libros y por los edificios del siglo el alucinante chavismo por el que sucumbió un arquitecto.


“El pasado se liga con el porvenir en el motivo bulbeiforme de la columna del Colegio Chaves”
Postal (Postal. Archivo de la Fundación de la Memoria Urbana).





NOTAS:
1. Irma de Sola-Ricardo. Contribución al estudio de los planos de Caracas, Caracas, 1967.
2. Graziano Gasparini. La Arquitectura Colonial en Venezuela, Caracas, 1965.
3. Graziano Gasparini & Juan Pedro Posani. Caracas a través de su arquitectura, Caracas, 1969.
4. Carlos Raúl Villanueva. La Caracas de Ayer y de Hoy: su arquitectura colonial y la reurbanización de El Silencio, Caracas, 1950.
5. C.R. Villanueva. Caracas en tres tiempos: iconografía retrospectiva de una ciudad, Ediciones de la Comisión de Asuntos Culturales del Cuatricentenario de Caracas, Caracas, 1966.
6. Alessandro Baricco. Tierras de Cristal.




Publicado en: Papel literario, EL NACIONAL, Caracas, domingo 18 de Octubre de 1998.


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