Por más que los aeropuertos causen revuelo... los que vuelan son los aviones.
Este martes de Carnaval (1995) se inauguró en medio de un gran revuelo
el nuevo Aeropuerto Internacional de Denver.
Con cuatro años de retraso y dos billones de dólares de más en el presupuesto,
su espectacular drama aeroportuario nos reconcilia, por oposición, con el nuestro.
Este martes de Carnaval (1995) se inauguró en medio de un gran revuelo
el nuevo Aeropuerto Internacional de Denver.
Con cuatro años de retraso y dos billones de dólares de más en el presupuesto,
su espectacular drama aeroportuario nos reconcilia, por oposición, con el nuestro.
1. Epica del aire
Volviendo de la isla de Margarita, en pleno conflicto de los controladores aéreos, un pasajero vecino, habituado a la ruta, me hizo una observación escalofriante: “estamos como a cinco mil pies más de lo usual”. Me asomé a la ventana. Desde arriba, la cordillera de la costa mostraba un pavoroso y desconocido escorzo vertical. Los veinte minutos que quedaban del vuelo ya no corrieron más... ahora gotearían penosamente hasta el final.
A Dios gracias, me dije, aún es de día: el camino hasta la pista y el tráfico en el horizonte serán manejables a simple vista. Por primera vez en mi historial personal de miedo a volar, no temía a desperfectos técnicos o a imprevistos climáticos, sino a lo que pasaba en tierra: le temía al aeropuerto en crisis. Nunca antes había pensado tánto en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía. Al piloto, desconfiando de su ayuda en tierra, sólo le quedaban dos cosas: su avión y el aeropuerto. Y del avión, desgraciadamente, yo no podía especular...
Estaba en poder de las arquitecturas del vuelo. Eso a la vez era aterrorizante y fascinante. Un terror y una fascinación que han devanado, por cierto, varias cabezas ilustres, desde Le Corbusier y Saarinen hasta Renzo Piano y Rafael Moneo en nuestros días. Ya yo me estaba sintiendo como el Le Corbusier que escribía en Avión en 1933: “En un avión no existe el placer... sino una larga, concentrada, plañidera meditación. Me siento a mí mismo poco apto para este tipo de inasible delicia. La entiendo y la aplaudo, pero no la amo; siento que no estoy a tono con el disfrute de estos espectáculos desde arriba. Todo se me escapa. Ya no poseo el instrumento que dimensiona, que hace a la forma finita, completa, entera: mis pies en la tierra y mis ojos a metro y medio sobre el suelo”.1
Desde el aire, la arquitectura de un aeropuerto entra como ninguna en esa dimensión filosófica. Con el bird's eye view se contemplan más diáfanamente las ideas, los conceptos, la implantación, las imágenes. El de Maiquetía lucía delicioso de juzgar, porque así como mereció el Premio Nacional de Arquitectura, era a la vez una de las aproximaciones más peligrosas del mundo. Tuve un escalofrío. Seguramente descenderíamos en picada para alcanzar la cota de la pista, cosa que no arredraría a un controlador militar, acostumbrado a aviones con propulsión a chorro. Pero, ¿realmente qué importancia tiene la arquitectura entonces, si a fin de cuentas todo se reduce a un individuo con un Joystick entre los dedos?
2. Caído antes del despegue
Ese día había visto en Eyewitness News, el escándalo del nuevo Aeropuerto Internacional de Denver. Allí los arquitectos habían planificado todo para ser perfecto: la tecnología más sofisticada, los servicios mejor calculados, la estructura más llamativa. Como un festival de blancos sombreros tejanos se veía en la pantalla al Aeropuerto de Denver entre la nieve, con su centenar de tecnológicas membranas tensadas (algo pasadas de moda) cubriendo la gran sala de sesenta por trescientos metros, y sus dos anchas marquesinas exteriores.
Todo iba muy bien, hasta que empezaron a correrse las fechas de inauguración... ¡hasta cuatro veces! Este 27 de febrero fue la última, por no decir la últimatum. La ciudad había sido desfalcada por el edificio: para pagar los intereses de su billonaria deuda se vió en la necesidad no sólo de tasar a los ciudadanos, lo cual ya es un horror, sino de agregar ¡hasta 14 dólares más! (se quejaban los usuarios) al precio de cada pasaje adquirido para usar en el aeropuerto. Era divertido. Mientras aquí los controladores aéreos se ponen en huelga, entre otras cosas, por instalaciones y tecnología retrasada y en mal estado, allá, la más cara y sofisticada del mundo fracasaba una y otra vez y no lograba ponerse en funcionamiento.
Las estructuras traslúcidas permanentes envilecían y dañaban los visores y pantallas de televisión y computadores de la sala; el complicado sistema computarizado de tráfico, que no sólo fue diseñado para organizar la ruta de la naves en el cielo, sino también en tierra, indicando a cada grupo de pasajeros su camino exacto hasta su puerta de embarque, no podía ponerse a andar por incorrectos inputs de información en la superhighway del internet central; las cintas deslizantes automatizadas para el equipaje, las más modernas que existen, se tragaban las maletas, devolviéndolas retorcidas y aplastadas... cuando las devolvían. El espectáculo era delicioso.
Luego de sufrir por años las penurias del viejo Stapleton Airport, de dos pistas tan juntas que no podían ser usadas a la vez, se quiso resolver el problema a lo grande. Aunque Denver es escasamente el sexto puerto aéreo de los Estados Unidos, su aeropuerto intentó sobrepasar todo lo existente en el mundo. Cosas de cowboys... Sólo que en esta era de la gran escala y de los aeropuertos interminables, como los bautizó Fernández-Galiano, sus rivales iban a ser absolutamente fantásticos.2
3. Vastas máquinasLos terminales de pasajeros, al ser configurados por la función y por los flujos, son al igual que un avión, vastas máquinas, que se preparan, o nos preparan, para el despegue. Una tradición que les viene de la época de las grandes estaciones ferroviarias y de los grandes puertos marítimos, cuando el viaje empezó a celebrarse arquitectónicamente. La idea del movimiento continúa siendo la principal generadora de formas hoy en día. Ese mismo movimiento que nos saca de nuestras casillas a los viajeros con tendencia a la inercia terrestre, ese mismo movimiento que nos pone nerviosos y que se constituye en la peor parte de los viajes, se celebra más que nunca por doquier en la arquitectura.
Un aeropuerto, indudablemente, es un lugar de gran drama: llegadas, salidas, nerviosismo, lágrimas, abrazos, trasnochos, desorientación. La arquitectura debería ser clara y directa, para evitar que agregue confusión a lo que ya de por sí ocurre. Sin embargo, lo que ya de por sí ocurre es cada vez más autónomo de la arquitectura. Esta parece importarle muy poco a los usuarios de los aeropuertos, quienes lo que buscan es orientarse pronto y llegar a sus destinos. El caso más dramático es el laberíntico e incomprensible aeropuerto de Heathrow, lo más lejano que existe a una imagen de terminal, una especie de amasijo de containers y ducterías, pero que ciertamente maneja sus sesenta millones de pasajeros al año.
Como unos enormes cyborgs, los aeropuertos contemporáneos casi ya no necesitan de su carrocería para operar. El epítome de esta tendencia es, sin duda, el aeropuerto de Kansai, el edificio más grande del mundo, que Renzo Piano está actualmente terminando sobre una isla artificial a cinco kilómetros de la costa de Osaka. Este aeropuerto/ciudad flotante, un "cañón" techado de cuatro pisos y 1.7 kilómetros de largo con tren interno propio, está todo bajo un techo ondulante: la más ambiciosa y bella metáfora biomórfica del vuelo estructuralmente eficiente. La función del viaje, limpiamente representada por la geometría del celebérrimo techo toroidal, conduce igualmente al aire, a las vistas y a los pasajeros... quienes, no más al ingresar al terminal, sucumben a su rapto aerodinámico, entrando en trance hipnótico mucho antes de pisar el avión.
Este adormecimiento arquitectural de los sentidos, que cuando falta luego muchos buscamos sustituir con los tranquilizantes o con la champaña a bordo, fue iniciado en los cincuenta por el único terminal aéreo de la modernidad que goza de status de monumento histórico: el TWA Terminal en JFK, de Eero Saarinen, la Golden Eagle de concreto de alas distendidas. El vértigo del vuelo en tierra yo sólo lo he sentido allí. Entonces, la angustiosa espera de rigor a las puertas del próximo avión se me convirtió en un placentero escudriñamiento de detalles y de transparencias y en una inesperada indagación de la metáfora del hangar acristalado.
Pero nada que hacer. Máquina, pájaro, container, ala de avión, turbina o hangar, como decía Rafael Moneo de su diseño para el aeropuerto de Sevilla, todos se quedan en tierra: porque el movimiento es algo contrario a la arquitectura. Las únicas máquinas viajeras son las tecnologías en su paso renovado y constante por el edificio.
4. Aeropuertos canónicos
Hay un tipo de aeropuerto, sin embargo, que es casi canónico: el de los dos niveles y los fingers. A este tipo pertenecen el favorito de Moneo, el Hartsfield Atlanta International Airport y nuestro Simón Bolívar de Maiquetía. En estos aeropuertos nada llama nuestra atención, nada nos emborracha, no sentimos ningún tipo de vértigo. Son arquitecturas asentadas, generalmente de geometría muy ortogonal y severamente representativas de la idea de la gravedad. Su aspecto es pesado, masivo y nada aerodinámico.
El aeropuerto de Atlanta, hasta el martes pasado el mayor y más moderno de América en tamaño y en tráfico de masas, "puerta de entrada al mundo" para los Juegos Olímpicos de 1996, es simplemente un doble peine con pistas a los lados, con un espacio en el centro de 462 mil metros cuadrados, servido también por un tren y unos ciento veinte fingers. El nuestro, un peine simple a lo largo de una sala ineal, servido por la décima parte de fingers, y concebido para atender hasta quince millones de pasajeros al año se ha hecho muy pequeño, y ésa es su gran falla. La distancia entreambos es en mucho de tamaño, y si el tamaño lo da la plaza, “estableciendo las verdaderas diferencias de la arquitectura aeroportuaria”, habría que convenir que Felipe Montemayor y su equipo atinaron en su escogencia tipológica, una década atrás.
También decía Le Corbusier que “el avión, en el cielo, lleva nuestros corazones por encima de las cosas mediocres, agregando que cuando los ojos ven con claridad, la mente toma claras decisiones”. Como en todo cánon, el aeropuerto que ahora veía ¡finalmente! aproximarse a mi derecha, lucía como una norma, tajantemente establecida en tierra para ser cumplida y seguida... Sus reglas claramente inscritas en la planta, como las líneas de Nazca, legibles desde el cielo, indicaban el camino. Entonces, agradecida, no pude sino reconciliarme con su arquitectura. A lo mejor porque lo que quería era aterrizar de una vez, o a lo mejor porque comencé a valorar, como Rafa, la idea de que los aeropuertos no vuelan. Los que deben ser móviles o removibles son los aviones... y, claro está, los operarios.
NOTAS:
1. Le Corbusier. Avión, 1933.
2. Luis Fernández-Galiano. "Tráfico Aéreo", A&V, 23, Madrid, 1993.
Publicado en: Arquitectura, El Diario de Caracas, Caracas, 1995.
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