domingo, 18 de mayo de 2008

El lado perdedor

“Woody Allen”, preservacionista histórico. Viñeta aparecida en The New Yorker el 14 de Febrero, 2000.




“Querido Woody,

Aunque no vivo en Nueva York, gran parte de mí habita en las riberas de Madison Avenue. A ratos la recuerdo como una letanía mental de lugares amables. A ella vuelvo cada vez, recorriéndola desde la esquina de la Calle 57 hacia arriba, lamiendo las vitrinas largas horas hasta llegar a la cumbre de la colina de Carnegie, cumbre de delicias urbanas, justamente en la Calle 92, de donde ahora sé que eres vecino. En tiempos pasados e
l premio gordo del trayecto era la llegada triunfal casi en la Calle 75 a la desaparecida librería Books & Co., pero también es verdad que justo después seguía con renovada energía mi camino colina arriba hasta el remanso del Bistrot du Nord, es decir, puerto.

Claro que sí. Claro que en tu ciudad las cosas funcionan por calles y avenidas, los sabores de los vecindarios se despliegan en sentido horizontal como la banda de un filme, cuadro por cuadro, y no se repiten; Madison no es la misma a todo lo largo, y no me extraña para nada que hoy seas tú, con más de treinta años filmando Manhattan, el más claro lector de esa circunstancia urbana, tan personal de Nueva York, ciudad reticular, matriz infinita. Hoy tengo el atrevimiento de escribirte porque me resultó increíble que ustedes los vecinos del Distrito Histórico de Carnegie Hill hayan tenido que llegar al extremo de tener que llevarle al Landmarks Preservation Commission tu “último trabajo”, un video de tres minutos
para demostrar ¡otra vez! el bondadoso lenguaje del vecindario, y defenderse de la inminente construcción en la esquina noreste de la Calle 91 de la torre de diecisiete pisos que planea erigir la Tamarkin Company. Realmente un acto desesperado. Un "performance”, como te achacan tus contendores.

Yo lo encontré parecido a las cosas que en materia de patrimonio suceden aquí en Caracas, mi ciudad. ¿Te suena increíble? Pues bien: una operación tan teatral, tan desesperada, tan propagandística como ésa es el tono que necesitan las luchas urbanas de aquí. Nosotros los caraqueños no contamos con una Ley de Monumentos como la de ustedes, ni con una Comisión que organice audiencias para salvaguardar la memoria urbana, nuestros contendores no han estudiado arquitectura en Harvard, aquí no existe la figura de los distritos históricos, ni la de los derechos de aire, ni conciencia alguna de los estilos arquitectónicos, ni aquí tampoco (salvo quizás muy, muy recientemente) la ciudad ha aparecido jamás como
“afecto” –para usar tus propias palabras- de ninguno de nuestros cineastas.

En el año ’84 tuve en mis manos por causalidad los números del lote del Citybank (1273-1277 Madison Avenue Project) de la esquina famosa, cuando se planeaba comprarle los Air Rights a la Dalton School, entre Madison y Park. Tú no soñabas todavía con aparecer en escena. Sólo los vaivenes de la economía salvaron al vecindario de esa torre en los ochenta. Pero lo que es asombroso es que hoy, tántos años después, los promotores están siguiendo los mismos pasos para desarrollar el lote, amparados bajo los mismos argumentos. ¡Cuánto sin embargo se ha perfeccionado la ciencia urbana desde entonces! Cuando el mes pasado (Febrero de 2000) le declaraste a Paul Goldberger en The New Yorker aquéllo de que “tienen que existir Carnegie Hill y lugares como Jane Street en el Village, o uno tiene Houston, Texas”, lo que estabas era simplemente hablando por boca del pensamiento urbano más
avanzado, anunciando lo que ya ronda como una futura enmienda para la Ley de Monumentos de Nueva York: la necesidad de reconocer, más allá de los estilos históricos en un vecindario, el exacto perfil ambiental de cada lugar urbano.

Al final declaraste con melancolía que ya una vez estuviste en contra de la adición al Guggenheim, que ya una vez luchaste para salvar los "cottages” de la Tercera Avenida y que ya una vez trataste de que no acabaran con Books & Company (a lo que yo también sumé un pequeño artículo: "Tenebrosa luce"), todo infructuosamente, por lo cual resientes haber estado siempre “en el lado perdedor de muchas batallas del desarrollo”. El lado perdedor. Yo también lo conozco, my friend. Fracasar, ver cómo caen los escenarios de nuestras vidas, sentir en carne propia la sorna solapada del enemigo. Al menos tú has podido salvar por fragmentos a tu ciudad en tus películas. Al menos has podido filmar una escena y desviar la cámara una pulgada a l
a derecha porque encontraste un edificio horrible. Tú, al menos, salvaste en Manhattan a esa Nueva York más amable, más antigua, más cálida a la que siempre podremos retornar.

Pero, Woody: no desesperes. Esa batalla, aunque fracasen, la ganarán los Amigos de Carnegie Hill. ¿Quién se atrevería a quedar como el que aplastó a Penny Whistle o como el que se erigió en prepotente nuevo clímax de la colina, quitándole su puesto a The Corner Bookstore y al Hotel Wales? Es impensable.

Una última cosa: ¿sería demasiado pedirte una copia del video? Estoy segura de que cuando nuestros enemigos de aquí vean cómo se desliza tu cámara, haciendo un traveling sobre las vitrinas de Madison Avenue hasta las elegantes mansiones de la
s Calles 91 y 92, y sobre la aguja de Brick Church hasta Park Avenue, ellos sabrán que a nosotros, los perdedores, nadie podrá vencernos.

Con mi admiración,


Hannia Gómez”.


Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 7 de Marzo de 2000.



The Loosing Side*

“Dear Woody:

I don’t live in New York City, but a great deal of me dwells constantly on the shores of Madison Avenue. From time to time I recall its sequence of gentle places. So, every time when I return, I go upward from the corner of 57th Street, licking the store windows for long hours until I reach the crest of Carnegie Hill, crest of urban delights, right on 92nd Street, of which now I know you are a neighbor. In past times the fat prize of my promenade was my triumphal arrival almost on 75th Street to the vanished bookstore Books & Co., but it is also true that right after I continued my path up the hill with renewed energy until the backwaters of the Bistrot du Nord, that is to say, harbor.

Yes, indeed. In your city things work indeed by streets and avenues, the flavors of the neighborhoods are displayed horizontally like on a film’s strip, frame by frame, not to be repeated; Madison is not the same all along, and it doesn’t seem odd to me that it is you, with more than thirty years shooting Manhattan, who is today the clearest reader of that urban circumstance so personal of New York, gridded city, infinite matrix. Today I have the audacity to write to you because it seemed incredible to me that all of you neighbors in the Carnegie Hill Historic District have had to reach the extremes of having to bring your three-minute movie to the Landmarks Preservation Commission in order to demonstrate (again!) the neighborhood´s kind language and defend yourselves from the imminent construction on the North Eastern corner of 91st Street of the seventeenth-floor tower planned to be erected by the Tamarkin Company. Really a desperate act. A “performance,” as your contenders ascribe you.

I found it similar to the things that in matters of Patrimony happen here in Caracas, my city. It sounds unbelievable to you? Well: an operation so theatrical, so desperate, so propagandistic like that is the tone all urban battles need here. We Caraquenians don’t count with a Landmark Law like yours, neither with a Commission that organizes hearings to safeguard Urban Memory; our contenders haven’t studied Architecture at Harvard, here the Air Rights legal figure doesn’t exist, neither any conscience whatsoever of architectural styles, nor here either (except maybe very, very recently) the city has ever appeared as an “affect” – to quote your own words- to any of our filmmakers.

In the year of 1984 I had by chance in my hands the figures of the Citybank’s lot (1273-1277 Madison Avenue Project) on the famous cornersite, when they were planning to buy the air rights from Dalton School, between Madison and Park. You didn’t even dreamed of showing up onstage. Only the ups and downs of the economy saved the neighborhood from that tower in the Eighties. But what is astonishing is that today, so many years afterwards, the developers are following the same steps to develop the property, sheltered under the same arguments. How much, however, has Urban Science been refined since then! When you declared to Paul Goldberger in The New Yorker (February, 2000) that “there has to exist Carnegie Hill and places like Jane Street in the Village, or one has Houston, Texas,” what you were doing was simply talking on behalf of today’s most advanced urban thinking, announcing what already is encircling as a future amendment to New York’s Landmarks Law: the necessity to acknowledge, beyond the historical styles in a neighborhood, the exact environmental profile of each urban place.

At the end you told with melancholy that you already were once against the addition to the Guggenheim, that you already fought once to save the cottages of Third Avenue and that already once you tried to stop the destruction of Books & Co. (to what I also summoned one little article: "Tenebrosa luce"), all ineffectual, because of what you resent having always been “on the loosing side of many development battles.” The loosing side. I also know it, my friend. To fail, to watch how the scenarios of our lives fall, to feel in our own flesh the covert snigger of the enemy. At least you have been able to shoot an scene and “deviate the camera one inch to the right” because you found and ugly building. You, at least, saved in “Manhattan” that kinder, older, warmer New York to which we may always return.

But, Woody, don’t dismay. That battle, even if lost, will be won by the Friends of Carnegie Hill. Who would dare to remain like he who crushed Penny Whistle or like he who erected himself as the stubborn’s hill’s new climax, taking the place of The Corner Bookstore and of the Hotel Wales? It’s unthinkable.

One last thing. Would it be too much to ask you for a copy of the video? I’m sure that when our enemies here see how your camera glides, traveling from the Madison Avenue stores windows to the elegant East 91st and 92nd Streets mansions and over Brick Church’s spire until Park Avenue, they will realize that we, the loosers, won’t be defeated by nobody.

With my admiration,

Hannia Gómez”.

Row House neogreca, Madison Avenue. Mark Hampton, 1982 (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).





* (This letter was published as the March 7th, 2000 edition of the Architecture weekly column of Venezuelan major newspaper EL NACIONAL, Caracas).





sábado, 17 de mayo de 2008

The Wall

Avenida Principal del Caracas Country Club (Postal, c. 1940s - Archivo de la Fundación de la Memoria Urbana).







“Behold the Wall”.  
Alexander Pope. Epístola a Lord Burlington.1

Dice la leyenda que cuando Caín construyó la primera ciudad, lo hizo tratando de recordar el Jardín del Edén. Esto dió origen al llamado "Síndrome de la nostalgia del paraíso”, una afección de la memoria que ha aquejado a infinitos diseños de arquitecturas, ciudades y jardines desde tiempos inmemoriales, y que afecta a todos los hombres por igual. Dice también la leyenda que así como dicha primera ciudad partiera de la idea de un jardín que Adán cultivaba, se asegura que el paraíso último, es decir, la Jerusalén celestial del fin, será una ciudad.

Todo será ciudad un día; para allá vamos -Caracas también- y habrá de tenerse mucho cuidado en cómo llegaremos. Una manera negativa de hacerlo sería observando la urbanización progresiva del mundo y la desaparición de toda naturaleza virgen como un mal; otra manera más creativa sería adjudicándole desde ya valores urbanos a lo que antes era natural, transformando en patrimonio de la ciudad aquellos escenarios y panoramas vegetales aledaños a las urbes o encerrados en ellas.

Con ésto quiero entrar en la polémica de estos días (2000) en torno a la decisión de la Directiva de la urbanización Caracas Country Club de ocultar tras un vulgar muro la vista de sus campos de golf. Como toda diatriba sobre la cosa público-privada en las ciudades, es una controversia cuyo punto de partida y llegada sólo puede ser el bienestar colectivo. Es verdad que nadie puede desconocer que los campos son propiedad privada de sus dueños, pudiendo hacer éstos con aquéllos, en principio, lo que quieran. Pero tampoco, por otra parte, nadie podría desconocer que en las ciudades todos tenemos un derecho legítimo a defender nuestros bienes estéticos, ya no tan sólo los edificios y los distritos históricos, sino también los paisajes naturales urbanos, aunque no contemos aún (2000) con jurisprudencia -local- sobre el asunto.

Los caraqueños hemos adquirido el “derecho de uso” de las vistas sobre esos jardines olmstedianos de los campos a fuerza de recrearnos por años con ellos al pasearnos por allí. En un país en el que a los abusadores invasores de terrenos la ley les otorga a los no sé cuántos años de habitación ilegal la propiedad de la tierra; en una nación en la que los vecinos de las haciendas convienen otorgarse entre sí un “derecho de paso” para que todos se beneficien de los caminos, nosotros, benignos invasores de la mirada, inocuos usurpadores del paisaje, nostálgicos paseantes, urbanos pastores, ¿no tenemos entonces derecho alguno sobre el paisaje al que desde hace más de medio siglo nos hemos acostumbrado a disfrutar? ¿No tenemos un “derecho de admirar” estas otras tierras cultivadas? ¿A compartir el paisaje?

Una ley no escrita impide en Madrid que le pongan un muro bloqueador al Parque del Retiro, en París al Bois de Boulogne, en Nueva York al Central Park. La misma ley sí escrita en Viena prohíbe con pelos y detalles erigir muros en las áreas aledañas al Tiergarten, solo permitiendo rejas no obstrusivas soportadas por un zócalo de cincuenta centímetros. ¿Por qué? Muy simple: en esas ciudades las áreas verdes cultivadas todavía están inscritas en la zaga simbólica del jardín.

El peso de un elemento tan poderoso como el muro es reconocido profundamente, y manejado con respeto y exactitud. Aquí, pareciera que la única zaga paisajística de la que se dispone es la de un maléfico síndrome, esta vez local: el llamado “Síndrome de Playa Pantaleta”, de torvo recuerdo para los propietarios de otro club caraqueño, el vilmente saqueado Club Camurí Grande. Allí se usó por años el muro en una sola de sus acepciones fundamentales: como separación-frontera-propiedad entre los individuos, como muralla creadora de un recinto de un mundo ilusoriamente inexpugnable. Y es que los muros, virtualmente armas de doble filo, aunque son compañeros indispensables, sí, de deliciosos jardines secretos, tienen el inconveniente de que al proteger el dominio que encierran, son adalid de la separación y la comunicación cortada en su doble incidencia psicológica: seguridad y a la vez ahogo; defensa pero también prisión; protección pero también provocación y potenciación violenta del deseo.

Si los paraísos terrenales se tornan inaccesibles, la aspiración al paraíso perdido se volverá universalmente brutal. ¿No creen ustedes, señores miembros de la Junta Directiva del Caracas Country Club, que ese muro de los lamentos se les va a volver en su contra? ¿Que es la operación equivocada?

Valdría la pena más bien gastarse esos dineros ya no en seguir erigiendo tan horrible obstáculo visual, sino en replantar los campos con más vegetación seductora visualmente accesible a todos.  Encomendar una reja divina de fina raigambre olmstediana por la que trepará el verde y -lo más importante- blindará legalmente a la urbanización como lo que ya es para todos los caraqueños, nuestro Coral Gables, Jardín de las Hespérides, Parque Visual, Distrito Histórico, santuario ambiental y refugio arquitectónico, para, en fin, protegerlo de la voracidad inmobiliaria que ya desde hace tiempo lo está rondando.

Como dijera Alexander Pope (1688-1744), paisajista inglés, profeta del paisaje total, en su Epístola a Lord Burlington: 

“Behold the Wall”.





NOTAS
1. Alexander Pope. Epístola a Lord Burlignton.



Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 10 de abril de 2000.



domingo, 11 de mayo de 2008

La Miranda virtual

La visión diseñante (f. http://www.inventorspot.com/).




Mucha curiosidad despierta hoy (2000) la realidad virtual en todo el mundo. La gente quiere experimentarla como sea. Para ello, se han inventado colosales pantallas de proyección tipo Imax para sentir cómo nos traga un tiburón o nos cercena el tórax un T-Rex y se han diseñado aparatosos e incómodos cascos que los individuos se ponen para lograr lo que no pueden en el mundo real: entrar de alguna manera en un universo imaginario y visualizar una utopía en el espacio, aunque sea la de otros, y no la propia. Esta es la situación que más nos permitiría explicar hoy cómo es la condición delirante del arquitecto cuando transita por su ciudad. Supóngase un escenario urbano cualquiera, preferiblemente uno donde haya ahora algún tipo de acción inmobiliaria, como la Avenida Francisco de Miranda en Caracas, por ejemplo. Colóquese el susodicho casco. Es usted ahora un arquitecto armado de años de experiencia. En el centro del campo visual aparece un punto rojo que titila –es el punto central de fuga. Miles de haces de líneas multicolores entran a formar parte ahora de su mirada, moviéndose con usted cada vez que mueve la cabeza… pero no se preocupe demasiado por ello. Molesta un poco al principio, pero uno se acostumbra. El universo que ahora va a ver reconstruirse delante de sus ojos sigue un Programa Arquitectónico de Apreciación del Paisaje Urbano, algo muy especializado y complejo, pero que también le es familiar porque tiene algo que ver con lo que veía Robocop cuando buscaba implacablemente a su presa por las calles… A medida que aplique su vista a ambos lados de la Avenida Francisco de Miranda, va usted a ver cómo se levantan telescópicamente las masas de los edificios fugándose hacia los lados y hacia el punto rojo, los volúmenes de sus arquitecturas siendo automáticamente descompuestos en cientos de planos que parecen explotar en el espacio, donde se quedarán por un fragmento de segundo hasta dilucidar cuál es el principio de su composición formal. La sensación es la de una especie de alucinación deconstructiva. Cerca del rabo del ojo izquierdo y del derecho una barra automática de medición sube y baja, dando las medidas de todo lo que se ve vertical y horizontalmente: quince metros cincuenta hasta la cúspide final de la estatua de Francisco de Miranda por el este más los que debería tener si su escala fuera la apropiada; ciento ochenta metros por doscientos para el vano central del edificio Parque de Cristal de Jimmy Alcock, un escaso metro diez para la acera frente al edificio Mene Grande. Esto tiene una explicación en el programa: y es que a su paso por la ciudad los arquitectos miden, miden y miden incesantemente. La delirante realidad virtual generada por la mente arquitectónica no es algo que desaparece en ningún momento, como le pasaría a usted con el simple acto de quitarse el casco o desenchufar el ordenador. La visión diseñante (Designing Vision) permanece siempre, y es por ello que las ciudades evolucionan, y por ello que los arquitectos están en perenne estado de ensoñación, imaginando proyectos para todos los sitios. Esta proyectación contínua se hace incluso más intensa por los cientos de gigabytes de información que van insertándose como recuadros en la pantalla, mostrando el universo de todas las construcciones y urbanismos importantes de la historia. Así, usted verá cuando lleve su pupila a la insignificante reja Odryca que todavía bordea el Parque del Este, cómo a discreción se insertará la reja de hierro del Parque El Retiro de Madrid, anclada en sendos muros perimetrales de piedra; usted verá cómo se digitalizan las delicadas casas de Diego Carbonell y los escultóricos muebles de Cornelis Zitman cuando su ojo se deslice por el mudo edificio de Tecoteca; y verá cómo irán cayendo a capas los execrables mantos de barato revestimiento que envilecen la arquitectura original de la vieja embajada de los Estados Unidos hasta que quede en toda su esplendente sencillez de los sesenta. Pero, vamos: deje el miedo, que ésto solo es un experimento virtual. Colóquese usted ahora en medio de la vía, y mire hacia el oeste, o si lo prefiere, hacia el este. Vea cómo la irregular línea de las anárquicas aceras se regulariza, en color, material y ancho. El efecto armonizador es instantáneo. Parece Miami. Vea cómo aparecen en cada esquina las rampas para minusválidos y cómo inevitablemente desaparecen haciendo “¡Blop!” al comprender su inutilidad en la escena todos los obstáculos para peatones: vallas ilegales, kioskos ranchificados, tanquillas abiertas, “chupetas” publicitarias, muñones de postes precámbricos, tubos encadenados. Observe cómo una precisa línea de fuga azul arranca de la Torre Europa para definir por arriba la cornisa ideal de la Miranda, y experimente con placer cuán rico es el orden urbano cuando se aplica con tino matemático en esta ciudad. Wonderful. En el acto, usted ha comprendido cuáles son los edificios que se portan bien y cuáles los que se portan mal a lo largo de toda la avenida, y empezará a aplaudir la cuadra del edificio La Primera y el conjunto de edificios de la Plaza Altamira, al mismo tiempo que odiará con negro furor (como todo el gremio de los arquitectos) al adefesio del Hotel Four Seasons, que ahora está viendo salirse gráficamente trescientos metros por encima (constatado por la barra automática) de la Línea de Cornisa Ideal (Ideal Skyline). Suponga, como postre, que usted desea que su target sean los vacíos existentes en la avenida. Quiere saber qué será de ellos, de los huecos al norte del Centro Comercial Bello Campo y del vacío pavoroso del edificio Galipán. Aquí la realidad virtual lo sorprende con todo su poder, y ve aparecer de nuevo al Cine La Castellana, con su fachada curva y su recio glamour cinematográfico; ve reconstruirse la esquina del edificio La Castellana, plaqueta por plaqueta de travertino, en toda su elegancia neovéneta; ve flotar en el ciberespacio la masa de un edificio de mirandina arquitectura que nada tiene que ver con el monstruo verde de Arquitectónica, y siente de nuevo, con toda su fuerza espacial, las curvas nobles del viejo edificio Galipán… Pero, no, por favor: ¿qué hace? ¿está usted llorando? ¡Quítese ya ese casco! La Miranda virtual ha sido demasiado. Aquí nadie debe flaquear: porque los arquitectos no lloran.


Avenida Francisco de Miranda, Caracas (f. C. 2000, Archivo Fundación de la Memoria Urbana).





Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 19 de Noviembre de 2000.


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