Si en un día despejado sobrevolásemos la ciudad de Nueva York, empezaríamos a divisar uno a uno sus espacios públicos. Primero, en la punta, fugándose sobre los viejos puertos, Battery Park; segundo, el breve City Hall Park, habitado por el ayuntamiento; Washington Square y el inicio de la Quinta Avenida; el paréntesis bajo llave de Grammercy Park; el recién renovado (1998) Bryant Park. Todos ellos hundidos en un denso océano de edificios, como vistazos furtivos al fondo del profundo mar urbano...
Cada ciudad se mira en el espejo de su corazón urbano. Estos son, por lo general, espejos muy costosos, caros en dólares y al alma colectiva. Manhattan pule las torres de sus edificios para que surjan brillando entre los árboles del parque; Madrid retoca las fachadas en el cruce genial de avenidas sobre la Cibeles como una vieja actriz que no quiere nunca exponer descuidado el mejor ángulo de su cara; París repite hasta la saciedad el acicalamiento de los Campos Elíseos, colmándolos de alhajas de moda. Tener un corazón lo es todo para el éxito de las ciudades. Cuidar de él es luego, tan sólo, elemental.
Lo mismo Caracas. El corazón que fue la Plaza Bolívar, ahora es la espina dorsal que nace en las laderas de El Calvario. Este es el gran teatro de la ciudad para el tercer milenio: un viejo sueño de espacios públicos trenzados, de vértebras urbanas avanzando hacia el este; una obra de arte urbano que se viene escribiendo por entregas desde hace más de sesenta años. A estas alturas no basta con reconocerlo en su rol de nuevo corazón monumental de la ciudad, sino que hay que garantizar su preservación. Los caraqueños, poseídos o desposeídos, necesitan de un centro monumental, no sucio y andrajoso, sino limpio y restaurado; no oprimido y siempre a punto de retroceder, sino peatonal, digno, generoso, señorial, educativo, y sobre todo, eterno. No importa cuánto recrudezca la ranchería infinita: el espacio público es un arma eficaz contra todo tipo de miserias.
Si en un día despejado sobrevolásemos Caracas, flotaríamos sobre kilómetros de mar abigarrado antes de avistar un solo espacio público. Entonces, descubriríamos que las aguas se lo están tragando ávidamente. Esta visión anegadiza del valle urbano es tan desesperada que entenderemos el drama de su corazón instantáneamente: un largo dique conteniendo un enloquecido océano que empuja; del otro lado, el paraíso en calma del espacio público. Desde el aire recorremos este ojo de huracán en el fragor de la tormenta, y a medida que avanzamos, entendemos que la historia no puede devolverse. Primero, en la punta, brillante sobre las viejas avenidas, El Silencio; segundo, el majestuoso Centro Simón Bolívar, admirable en su utopía moderna; el Parque Vargas sin amenazas de ser convertido otra vez en terrenos rentables (como quiere el Plan de Desarrollo Urbano Local-PDUL), y el inicio de la reconquistada Avenida Bolívar; el paréntesis verde del Parque Los Caobos; la recién reurbanizada Plaza Venezuela.
Las victorias de los ciudadanos sobre los fariseos de la ciudad son para siempre. Hay que proclamarlo a los cuatro vientos: tenemos derecho al espacio público.
Subiendo hacia Midtown, el océano recrudece. Por ello, el gran vacío del Central Park nos sorprende por igual a aviadores y peatones cuando se nos aparece en medio del inesperado retirarse de las olas. Las orillas del parque semejan aguas contenidas por mandato divino. La masa congelada aguarda en mansa tensión, a punto de volver a inundar de construcciones el apetitoso rectángulo.
Pero una inundación semejante es imposible. En esa ciudad, las batallas arduamente ganadas a la avaricia no se revocan así como así: una victoria en la lucha urbana es una victoria para siempre. Central Park se volvió intocable desde el día en que fue decretado, desde que Frederick Law Olmsted lo convirtiera en esa ficción magnífica de naturaleza que todos admiramos, desde que los ciudadanos se apoderaron de su irresistible invitación a mejorarles la vida. Nadie se atrevería hoy a poner en duda el valor de este gran trozo de Prime Real State trocado espacio público, ¡ni por todo el dinero del mundo! Cada ciudad se mira en el espejo de su corazón urbano. Estos son, por lo general, espejos muy costosos, caros en dólares y al alma colectiva. Manhattan pule las torres de sus edificios para que surjan brillando entre los árboles del parque; Madrid retoca las fachadas en el cruce genial de avenidas sobre la Cibeles como una vieja actriz que no quiere nunca exponer descuidado el mejor ángulo de su cara; París repite hasta la saciedad el acicalamiento de los Campos Elíseos, colmándolos de alhajas de moda. Tener un corazón lo es todo para el éxito de las ciudades. Cuidar de él es luego, tan sólo, elemental.
Lo mismo Caracas. El corazón que fue la Plaza Bolívar, ahora es la espina dorsal que nace en las laderas de El Calvario. Este es el gran teatro de la ciudad para el tercer milenio: un viejo sueño de espacios públicos trenzados, de vértebras urbanas avanzando hacia el este; una obra de arte urbano que se viene escribiendo por entregas desde hace más de sesenta años. A estas alturas no basta con reconocerlo en su rol de nuevo corazón monumental de la ciudad, sino que hay que garantizar su preservación. Los caraqueños, poseídos o desposeídos, necesitan de un centro monumental, no sucio y andrajoso, sino limpio y restaurado; no oprimido y siempre a punto de retroceder, sino peatonal, digno, generoso, señorial, educativo, y sobre todo, eterno. No importa cuánto recrudezca la ranchería infinita: el espacio público es un arma eficaz contra todo tipo de miserias.
Si en un día despejado sobrevolásemos Caracas, flotaríamos sobre kilómetros de mar abigarrado antes de avistar un solo espacio público. Entonces, descubriríamos que las aguas se lo están tragando ávidamente. Esta visión anegadiza del valle urbano es tan desesperada que entenderemos el drama de su corazón instantáneamente: un largo dique conteniendo un enloquecido océano que empuja; del otro lado, el paraíso en calma del espacio público. Desde el aire recorremos este ojo de huracán en el fragor de la tormenta, y a medida que avanzamos, entendemos que la historia no puede devolverse. Primero, en la punta, brillante sobre las viejas avenidas, El Silencio; segundo, el majestuoso Centro Simón Bolívar, admirable en su utopía moderna; el Parque Vargas sin amenazas de ser convertido otra vez en terrenos rentables (como quiere el Plan de Desarrollo Urbano Local-PDUL), y el inicio de la reconquistada Avenida Bolívar; el paréntesis verde del Parque Los Caobos; la recién reurbanizada Plaza Venezuela.
Las victorias de los ciudadanos sobre los fariseos de la ciudad son para siempre. Hay que proclamarlo a los cuatro vientos: tenemos derecho al espacio público.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 1998.
Querida Hannia,
ResponderBorrarTu "proclama" está más vigente que nunca ahora que también peligra La Carlota.
¡Claro que tenemos derecho al espacio público. No nos queda otra que seguir gritándolo a los 4 vientos!