Urbanización Campo Alegre, Caracas, en 1933 (f. Gasparini & Posani. Caracas a través de su arquitectura, 1969).
Cuando cae la noche, tiemblan las víctimas entre las sombras. Los asesinos de la memoria urbana, largo tiempo en fuga, asedian la ciudad, sedientos de sangre. Los golpes se perpetran cruelmente a diario, y la policía hace poco, o nada.
Casi treinta años después de la publicación por Gasparini y Posani del libro Caracas a través de su arquitectura, su clamor por la desaparición del Colegio Chaves fue el presagio de la masacre que vendría después.1 El libro es ahora el catálogo de los crímenes más sonados de nuestra historia.
El peor enemigo del esclarecimiento y condena de un asesino de la memoria es el paso del tiempo. Como aseguraba Javier Marías en una novela suya sobre la historia de un asesinato, “no hay gafas para la memoria cansada. Al igual que los ojos, ésta parece que se cansara con la edad y ya no tuviera fuerzas para ver claramente...”2 Con el tiempo, los indicios desaparecen, se borran las huellas digitales, los testigos titubean, se tergiversan los hechos. Decía el noble criminal de esa historia: “poco importa, todo es pasado y no ha sucedido y además no se sabe”. Difícil es recordar lo ocurrido: y éso lo saben ellos.
1. O.J. Simpson, o el impune anda suelto
“Al que no se mata se le impone seguir adelante”, afirmaba Ranz, el asesino... y si ello es cierto para quien hizo el hecho, debe serlo más para nosotros. ¿Cuántos arquitectos y urbanistas simpsonianos a los que nadie ha culpado cuando merecerían perder el título, van paseando por los salones de la sociedad su cínica sonrisa impune? Hay que apelar contra ellos, porque el genocidio de Campo Alegre o el atentado de Ciudad Bolívar empiezan a ser ya figuras borrosas...
2. El Silencio de los inocentes
Hannibal Cannibal sonreía cuando se perdía de nuevo, anónimo, entre la multitud. La inmensa población construida de Venezuela es el rebaño de mudas ovejas que servirá de pasto para este lobo que se las comerá insaciable, una tras otra. Un serial killer devorando goloso la carne urbana (que la Academia coloreaba de rosado), relamiéndose despojos tectónicos entre las comisuras de los labios. Sus víctimas favoritas son las delicatesses largo tiempo añejadas en el abandono, a quienes arroja a un profundo hoyo negro antes de ultimarlas en silencio, como a El Silencio.
3. Jack el Destripador
Nadie conoce su identidad. Su vida diaria es como la de cualquier hombre respetable. Mas en la oscuridad actúa, destripando hábilmente los cuerpos con sus propias manos. Sus dedos se están clavando en la garganta de una torre colonial, cuando la sociedad se abandona creyendo que la preciada joya se ha salvado; sus cuchillos disectan las plazas públicas, cuando pensamos que se diseña para mantener su integridad; su codo entra hasta el fondo del vientre de la arquitectura histórica, desangrándola en éxtasis, mientras pagamos porque le estén devolviendo la vida.
4. Hernancito, el reincidente
Fue condenado, y se fugó, o lo que es peor: fue indultado y liberado. Hernancito, irredimible y violento, amenaza asaltarnos en cualquier esquina de la ciudad, y llevársela a la tumba. Sus ataques son rápidos, el tractor y las anquilosadas ordenanzas las armas favoritas de sus crímenes. Las víctimas quedan medio muertas. Hernancito no tiene tiempo de acabar con ellas: el Cine y el edificio La Castellana allí quedaron tendidos, el edificio de la Avenida Vollmer allí quedó acribillado. Hernancito nos acecha; debemos prepararle una celada, y madrugar sigilosos con la policía esperando a que reaparezca para echarle el guante.
5. Los hermanos Menéndez, parricidas
“No deshonrarás a tu padre y a tu madre”, dice la Sagrada Escritura. Mas los hermanos Menéndez de la memoria se dan la mano y aprietan el gatillo contra sus progenitores. No hay un catastro que marque jerarquías en las plantas de las ciudades. Lo prioritario es desconocido y así, como quiere todo parricida, “lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos”. Si nada se afirma, mañana mismo podrán emprender un nuevo atentado, esta vez quizás contra la ciudad de Coro o contra las mismísimas torres del Centro Simón Bolívar.
6. El estrangulador impecable
La ciudad se nos escapa como la vida se nos escapa: lentamente, sin que nos demos cuenta. Lo que fuimos, ya no lo somos, pero muchas veces ni siquiera sabemos que lo fuimos, y cuando logramos saberlo, hemos cambiado. La memoria es fugitiva, y su estrangulamiento, seguro. Decía el asesino, consciente de ésto: “el de entonces soy yo todavía, o si no soy yo él soy su prolongación, o su sombra, o su heredero, o su usurpador. No hay ningún otro que se le parezca tanto. Si no fuera yo, cosa que a veces llego a creerme, entonces él no sería nadie y resultaría que no habría ocurrido lo que ocurrió”. El estrangulador aprieta con fuerza, y la ciudad va mermando. Sucumbe, claudicación por claudicación, en pequeñas asfixias. Impecablemente, como un último suspiro.
Cuando cae la noche, tiemblan las víctimas entre las sombras. Los asesinos de la memoria urbana, largo tiempo en fuga, asedian la ciudad, sedientos de sangre. Los golpes se perpetran cruelmente a diario, y la policía hace poco, o nada.
Casi treinta años después de la publicación por Gasparini y Posani del libro Caracas a través de su arquitectura, su clamor por la desaparición del Colegio Chaves fue el presagio de la masacre que vendría después.1 El libro es ahora el catálogo de los crímenes más sonados de nuestra historia.
El peor enemigo del esclarecimiento y condena de un asesino de la memoria es el paso del tiempo. Como aseguraba Javier Marías en una novela suya sobre la historia de un asesinato, “no hay gafas para la memoria cansada. Al igual que los ojos, ésta parece que se cansara con la edad y ya no tuviera fuerzas para ver claramente...”2 Con el tiempo, los indicios desaparecen, se borran las huellas digitales, los testigos titubean, se tergiversan los hechos. Decía el noble criminal de esa historia: “poco importa, todo es pasado y no ha sucedido y además no se sabe”. Difícil es recordar lo ocurrido: y éso lo saben ellos.
1. O.J. Simpson, o el impune anda suelto
“Al que no se mata se le impone seguir adelante”, afirmaba Ranz, el asesino... y si ello es cierto para quien hizo el hecho, debe serlo más para nosotros. ¿Cuántos arquitectos y urbanistas simpsonianos a los que nadie ha culpado cuando merecerían perder el título, van paseando por los salones de la sociedad su cínica sonrisa impune? Hay que apelar contra ellos, porque el genocidio de Campo Alegre o el atentado de Ciudad Bolívar empiezan a ser ya figuras borrosas...
2. El Silencio de los inocentes
Hannibal Cannibal sonreía cuando se perdía de nuevo, anónimo, entre la multitud. La inmensa población construida de Venezuela es el rebaño de mudas ovejas que servirá de pasto para este lobo que se las comerá insaciable, una tras otra. Un serial killer devorando goloso la carne urbana (que la Academia coloreaba de rosado), relamiéndose despojos tectónicos entre las comisuras de los labios. Sus víctimas favoritas son las delicatesses largo tiempo añejadas en el abandono, a quienes arroja a un profundo hoyo negro antes de ultimarlas en silencio, como a El Silencio.
3. Jack el Destripador
Nadie conoce su identidad. Su vida diaria es como la de cualquier hombre respetable. Mas en la oscuridad actúa, destripando hábilmente los cuerpos con sus propias manos. Sus dedos se están clavando en la garganta de una torre colonial, cuando la sociedad se abandona creyendo que la preciada joya se ha salvado; sus cuchillos disectan las plazas públicas, cuando pensamos que se diseña para mantener su integridad; su codo entra hasta el fondo del vientre de la arquitectura histórica, desangrándola en éxtasis, mientras pagamos porque le estén devolviendo la vida.
4. Hernancito, el reincidente
Fue condenado, y se fugó, o lo que es peor: fue indultado y liberado. Hernancito, irredimible y violento, amenaza asaltarnos en cualquier esquina de la ciudad, y llevársela a la tumba. Sus ataques son rápidos, el tractor y las anquilosadas ordenanzas las armas favoritas de sus crímenes. Las víctimas quedan medio muertas. Hernancito no tiene tiempo de acabar con ellas: el Cine y el edificio La Castellana allí quedaron tendidos, el edificio de la Avenida Vollmer allí quedó acribillado. Hernancito nos acecha; debemos prepararle una celada, y madrugar sigilosos con la policía esperando a que reaparezca para echarle el guante.
5. Los hermanos Menéndez, parricidas
“No deshonrarás a tu padre y a tu madre”, dice la Sagrada Escritura. Mas los hermanos Menéndez de la memoria se dan la mano y aprietan el gatillo contra sus progenitores. No hay un catastro que marque jerarquías en las plantas de las ciudades. Lo prioritario es desconocido y así, como quiere todo parricida, “lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos”. Si nada se afirma, mañana mismo podrán emprender un nuevo atentado, esta vez quizás contra la ciudad de Coro o contra las mismísimas torres del Centro Simón Bolívar.
6. El estrangulador impecable
La ciudad se nos escapa como la vida se nos escapa: lentamente, sin que nos demos cuenta. Lo que fuimos, ya no lo somos, pero muchas veces ni siquiera sabemos que lo fuimos, y cuando logramos saberlo, hemos cambiado. La memoria es fugitiva, y su estrangulamiento, seguro. Decía el asesino, consciente de ésto: “el de entonces soy yo todavía, o si no soy yo él soy su prolongación, o su sombra, o su heredero, o su usurpador. No hay ningún otro que se le parezca tanto. Si no fuera yo, cosa que a veces llego a creerme, entonces él no sería nadie y resultaría que no habría ocurrido lo que ocurrió”. El estrangulador aprieta con fuerza, y la ciudad va mermando. Sucumbe, claudicación por claudicación, en pequeñas asfixias. Impecablemente, como un último suspiro.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 13 de Mayo de 1996.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario