miércoles, 7 de marzo de 2007

Pueblo de mármol

Parque Los Caobos, Caracas (f. "Escultura de Teresa de la Parra". Danielve64, 2008.  Skyscrapercity.com)



Tal era la abundancia de estatuas en la Roma Imperial, decía Leon Battista Alberti, que "parecía una segunda población, hecha de mármol”.1 ¿Le preocupaba a Alberti, uno de los primeros teóricos de la ciudad en 1452, cómo se las arreglaron los romanos para organizar armónicamente este pueblo de mármol dentro de la gran ciudad que era Roma?

Aún faltaban varios siglos para que Camilo Sitte escribiera sus Principios Artísticos de Ubicación de Estatuas en la Ciudad, y el mundo quedara de una vez y para siempre libre de dudas sobre qué hacer con ellas en la vía pública.2 ¿Es posible que en el Quattrocento, cuando la única memoria, técnica y romanticismo que los hombres cultivaban eran los de las antigüedades clásicas, hubiera podido anticiparse una obra similar?

Si releemos el "Ornamento en Edificios de Culto" de Alberti, en el Libro Séptimo, capítulos XVI y XVII, de su célebre tratado arquitectónico De Re Aedificatoria, encontramos que al hablar de las estatuas en relación con los templos, parece más bien hacerlo en relación con la ciudad. Conociendo la unidad que él entendía entre casa y ciudad, no es extraño que este pensamiento al menos lo hubiera acariciado.3 Algo factible que pudo haber sido inevitable. Si cada vez que Alberti escribió la palabra “templo”, la sustituyésemos por “ciudad”, tendríamos el primer Manual de Estatuaria Urbana del Renacimiento, o tal vez de la historia. Un hallazgo invaluable para ciudades que quieran reorganizar su estatuaria.

Cuenta Alberti que en el tiempo en que sus antepasados se dedicaban a ampliar los confines de su imperio por la fuerza de las armas, luego de haber desbaratado al enemigo, “establecían señales en el campo para indicar una etapa del camino victorioso y distinguir el terreno conquistado en la batalla”. Entonces deban gracias a los dioses, expresaban la alegría por la victoria en ceremonias públicas, erigían altares... y sintieron que era necesario hacer pasar a la posteridad el nombre de los vencedores y la memoria de su valor entre todos los hombres. Así aparecieron por primera vez las estatuas. Como señales en el camino y columnas en el campo. Queriendo conmemorar la gloria, dieron con la designación del espacio abierto.

Son las estatuas para Alberti “el más excelente entre todos los recursos para hacer perdurar maravillosamente el recuerdo”. Refiere que los primeros en servirse de ellas fueron los Etruscos, aunque puede haber sido que la primacía de la construcción de estatuas perteneciera a los Telquinos, pobladores de Rodi. De sus estatuas, dedicadas a ritos mágicos, se decía que “hacían venir las nubes y la lluvia, y podían a su placer transformar los cuerpos de los seres animados en nuevas formas...” El poder mágico de la estatuaria sobre el espacio empezaba a conocerse y a cultivarse. La religión fue a la vez su crisol y su puente.

Pronto del campo pasaron al templo. El culto empezó a adornar los templos con imágenes. Construidas para los dioses, a cada cisma religioso eran reinstaladas o removidas de los templos. Esta movilidad hizo que Séneca una vez se riera de sí mismo y de sus conciudadanos: “Nosotros jugamos con las muñecas como los niños”.

Alberti interviene siempre a favor de las estatuas: “...según algunos, en los templos no hace falta colocar estatuas... otros sostienen que en buena y justa razón una categoría de hombres ha sido elevada al rango de los dioses; les parece bien el hacer colocar en lugares sagrados y bien a la vista los retratos de piedra de quienes la memoria ameritaba ser venerada como una divinidad... por si acaso los demas se inclinasen a imitarles en su virtud”. Esto explica que las primeras estatuas colocadas en el ágora de Atenas fueran erigidas en honor a dos hombres, Armodio y Aristogitone, los primeros en vencer a la Tirannide, el enemigo mitológico de la ciudad.

Pero lo que más le importa es saber “...qué géneros de estatuas se deben colocar en los templos, en cuáles puntos se deben distribuir, y de qué materiales se hacen”. No cree, por ejemplo, que se debían colocar “...a la manera ridícula de los espantapájaros que se ven en los huertos, ni mucho menos se deben situar en lugares angostos y mezquinos”. Las estatuas “...deben tratar de parecerse a los dioses mismos”, y su duración, a pesar de haber sido obra de mortales, ha de ser ilimitada. Así, dedica largos párrafos a la riqueza y la dureza de los materiales, pues mientras más exquisitos y eternos, más apropiados son a su fin. Su preferido, por supuesto, es el mármol.

Finalmente, en esta posible De Re Aestatuaria, Alberti recomienda hacer como los romanos, y “...tener en los templos sedes permanentes y dignas reservadas para cada estatua”. Ya que una imagen, situada en un lugar fijo, “...escucha las súplicas de los hombres”, mientras que la misma, transferida a poca distancia puede ser “...poco benévola a oir siquiera los votos de los justos”. Una estatua errante, “jamás será venerada por su pueblo”. No por el de mármol, mucho menos por el de carne y hueso.





NOTAS
1. Leon Battista Alberti. De Re Aedificatoria, Ornamento en Edificios de Culto, Libro Séptimo, Capítulos XVI y XVII, 1452.
2. Camilo Sitte. Principios Artísticos de Ubicación de Estatuas en la Ciudad.
3. L.B. Alberti. Op Cit., 1452.


Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 5 de Diciembre de 1993.

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