sábado, 1 de septiembre de 2007

Desiertos

Palais-Royal, París.




El silencio es el protagonista del verano. Los monumentos públicos se dilatan al calor, las catedrales desconocidas se ocultan en la sombra. Los espacios cotidianos regios, no obstante, son desertados. Los espacios sin público, desérticos, parecen en vías de extinción. El plano de la París post-industrial, como una vez lo fuera el plano de Roma, se dibuja con los vacíos de las calles, de los espacios urbanos, y de los edificios, sean estos funcionantes o abandonados, apetecibles u abyectos. Una ciudad veraniega paralela de extraña y silente belleza se abre en el calor y se distiende en la penumbra.

El verano es un reverso urbano de monumentalidad desierta. Atrás queda la trepidación cotidiana de las calles. Todo se sumerge en un solo y fantasmagórico dominio donde reina el vacío. En el Centro Cultural del Marais dos arquitectos fotógrafos, Piero Steinle y Julian Rosefeldt, se preguntan, “¿hasta qué punto limitamos este vacío a una existencia al margen, precaria, que no ocupa un lugar en nuestro pensamiento?”.1 La propuesta es a volver a oír el silencio de esos lugares, espectros de la ciudad funcionante. Deslizar la mirada sobre el vacío que ocurre sólo por un momento en la vida del plan urbano. Las hogueras de agosto deben llevar a apreciar los pasajes desiertos de la ciudad. Luego los sitios se volverán a llenar, en la rentrée, con la vuelta de la población vacacional o en las renovaciones de los edificios industriales arruinados con la ocupación omnipresente de nuevas imágenes y actividades. 

Pero como “toda superficie vacía se llena, todo espacio vacío finalmente se colma”, París volverá pronto a colmarse. Lo quiere el horror vacuii de siempre, el miedo ancestral al vacío espacial, temporal, mental. La veraniega aparición de la espectral alteridad urbana se esfumará, la “trama tenebrosa de una ciudad secreta” se
evaporará con las primeras lluvias y con el primer asomo de frescura. La presencia de la ausencia desaparecerá. Y su densidad ya no será más palpable.

No obstante, mientras dura, cuarenta grados a la sombra, hemos sido convidados a explotar estos espacios que creíamos familiares y cuyo abandono nos fascina. Los vemos como por primera vez y comprendemos cuando nos dicen: “la no-presencia humana, el aspecto bruto, la dimensión cruel, signan el salvajismo de los emplazamientos dejados”. Estamos haunted, hantés por el espectro salvaje de la canícula en la urbe, que “excede las oposiciones de lo visible y lo invisible, que nos hace sentir mirados más allá de lo que podamos mirar”. 2

La fermeture annuelle erradica de la ciudad entre
otras ingentes delicias a todo el divismo parisino que no desea sufrir ausencias tan dolorosas. Desertores de palacios. Arquitectos de desiertos. Mas los sitios viajan con toda la población y también, por así decirlo, veranean; son ciudades portátiles que se reconstituyen enteras con toda su vida urbana sobre mil alter egos costeros. Los pasos perdidos de París ahora se caminan por otros tantos regios reinos de la arquitectura balnearia. La costa es dorada, opalescente, florida, esmeralda. La ciudad original está desierta; ha sido desertada. Una tradición forzada por el sol celebra anualmente en la ciudad su rito estival. Hace madurar la cotidianidad como las pieles de las frutas, aturde la mente, distiende los cuerpos, corre las horas y hace reina del día a la penumbra. Las almas acostumbradas al jolgorio perpetuo no pueden sino apreciar la nueva belleza de las toldas echadas, de las persianas bajas y de las puertas que nos lo niegan todo. De los apetitos postergados. De los ritmos y los horarios deslizados. De los recuerdos. 

Hace poco menos de un año el escritor, actor y gentilhombre catalán José Luis de Villalonga narró magistralmente en su periódica “Carta de París” en La Vanguardia de Barcelona uno de estos recuerdos, la velada inolvidable que compartió con una maravillosa mujer llamada Aurelia en un no menos maravilloso rincón de París.3 Ella arribaba a los cuarenta años -fulminante fecha- y había escogido entre todas las cosas
posibles ofrecidas a una actriz de la Comédie Française, cenar con él. 

Aurelia se reveló de un sublime buen gusto. No sólo por la compañía escogida, sino por el lugar: la mesa fue dispuesta justo junto a la verrière sur del Grand V
éfour, rendez-vous legendario en el extremo norte del Palais Royal. El eje palaciego pudo ejercer así sobre la mesa los raudos efluvios de su polvoriento clasicismo, dejando entablar entre ambos una deliciosa conversación. Algo nos fue legado en la memoria de Villalonga: una divagación sabia y alegre entre las hazañas amorosas de ella y sus reflexiones vividas hasta esa temida noche aniversaria, noche dulce, tentadora, cómplice, teatral e íntima, huésped del excelso Hôtel de Richelieu. Mas, sin duda, lo mejor que había escogido Aurelia fue la fecha de su cumpleaños. Porque Aurelia no era una Leo, como pudiera esperarse. Las divas no cumplen en Agosto, cuando el Grand Véfour está cerrado...

Las arcadas de Victor Louis, próximas y esbeltas, y la la
rga hilera de espacios del Palais Royal, vacíos y bajo el sol, distantes de estos y otros personajes flotantes, abandonados por sus comensales e inquilinos, merodeados de fantasmas que como nosotros, ponen la mano sobre las piedras recalentadas o la sumergen en un estanque, producen un curioso tipo de doloroso bienestar. Entre la Comédie Française y el Grand Véfour se extiende una explanada de deseos irrealizables... Como Aurelia desde la silla de Colette, en el axis del patio, “no podemos en la vida sentirnos mejor”. 

Las ciudades, como los libros, pueden acompañar la molicie del cuerpo y la debilidad de la mente, o pueden anclar el espíritu y forjarlo en su fragua caliente. El ciclo del tiempo permite que los mismos espacios del frío sean aprehendidos en una realidad distinta, para vivir otra vida, también propia. París en el verano se recorre en el sueño.
Como un dragón dormido que exhala un vaho ardiente y soporífero, la presencia de los que se quedaron y de los ausentes late en el silencio. Palacio vacío, catedral desconocida, ciudad estival. Ardiente lectura de verano para espectros. Lección para paseantes acostumbrados a divagar por el estío eterno.

Le Grand Véfour. Arcadas del Palais-Royal.





NOTAS
1. Piero Steinle y Julian Rosefeldt. Les Cathedrales Inconnues, Centro Cultural del Marais, Paris.
2. Alain Mons. "La cité opaque", Les Cathedrales Inconnues, Centro Cultural del Marais, Paris.
3. José Luis de Villalonga. "Carta de París", La Vanguardia, Barcelona.



Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 25 de Agosto de 1997.

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