"L'Art de l'ingénieur: constructeur, entrepeneur, inventeur" bajo la dirección de Antoine Picon.
Centro George Pompidou, 1997.
Centro George Pompidou, 1997.
Al ingeniero Francisco Mazzei.
Tras haber visitado la exposición monumental organizada por el Centro Georges Pompidou, “El arte del ingeniero”, me quedé perturbada por su magnífica aridez. A pesar de que las salas estaban abarrotadas de planos y maquetas originales de las más grandes obras de la ingeniería moderna, la encontré “maravillosamente aburrida”. Luego, ya en casa, ciertos pasajes del tomo editado para la ocasión, no evidentes en la puesta en escena, me confirmarían lo contrario, trayéndome dulcemente a la memoria mi primer encuentro con el problema hace muchos años... 1
Cuando yo me decidí en los setenta a seguir estudios de arquitectura, estaba desvalida. No había en mi familia tradición constructiva de ninguna especie; ni siquiera un noble maestro de obras del que hacer gala. Entraba en un mundo extraño que me atraía peligrosamente, y que a la vez me producía terror.
Las leyendas sobre los arquitectos como los amos del cálculo y la arquitectura así como el arte de la geometría, unidas a una torpeza especial para las matemáticas, casi me hicieron dar media vuelta. Los edificios se me caerían... La antípoda profesionística del ámbito familiar me hizo librar mi primera batalla desarmada: en aquella casa, rica en otros técnicos enseres, como estetoscopios o tensiómetros, nunca había existido ni siquiera un escalímetro. Cada instrumento de dibujo hacía su entrada como un extraterrestre que tiene que aprender a respirar con dificultad la nueva atmósfera. Me vi forzada a una temprana emigración del hogar paterno, hacia la casa de un generoso condiscípulo, donde “no nos haría falta nada”.
El padre de mi amigo resultó ser ingeniero. Y como tal, tenía una inmensa casa de ingeniero, muy fea pero con estupendas fundaciones. En la parte de atrás, una gran terraza descubierta, descomunal y a primera vista inexplicable, volaba sobre un barranco. Bajo ésta, entre gigantescas ménsulas, estaba la oficina de ingeniería.
Descender hasta allí, en vez de un tránsito hacia el conocimiento, tenía algo de abandonar la realidad... Back to the future. Una estrecha escalera medio engullida por el monte desembocaba en una sencilla puerta de hierro. Si llovía, uno se mojaba; las ventanas estaban atascadas por el gamelote; luego aprenderíamos a descifrar el paso del tiempo por el chillar de los insectos, de los grillos de agua a las chicharras del verano. Al abrir la cerradura -de muchas llaves, como si celara un tesoro- se entraba a una vasta sala repleta de artefactos que despedía un fuerte olor a amoníaco evaporado. Era el interior de la República en los años cincuenta. Ibamos a trabajar allí con la condición de que no tocásemos nada. Algo de una secreta desilusión, de una desconfianza, de una melancolía, tenía aquel permiso de instalarnos en el vientre de la ingeniería para elaborar sueños arquitectónicos.
La oficina era infinita en haberes. Una feria de maravillas que fuimos descubriendo a hurtadillas. Estrambóticos borradores eléctricos y hordas de cajitas de goma; una bandada de lámparas fluorescentes sentadas o de pie torciendo sus cuellos extensibles; mesas de luz para calcar, mesas largas de topografía, inclinándose hasta el absurdo -había una que se disparaba automáticamente sin previo aviso-. Pero lo más fantástico eran las máquinas. Máquinas para todo.
Proyectar arquitectura en ese lugar empezó a ser algo blando. El simple lápiz, blandido ante el enorme ejército de herramientas de dibujo almacenado en las vitrinas, languidecía. Mis estructuras rectilíneas se intimidaban con sólo levantar la mirada de la mesa y ver el paisaje de plantillas variopintas que colgaban militarmente en su puesto, una para cada curva. El suave papel de croquis emanaba una fragilidad naïve frente a los vastos bosques de rollos negros sellados en los anaqueles, y que solo empezamos a descubrir cuando una emergencia nocturna nos inducía al robo furtivo de algunos metros hasta ahora nunca confesados.
Nuestros métodos técnicos nos fueron avergonzando. Tras cada gaveta, en cada estuche de la oficina, sabíamos de la existencia de una legión de exactos instrumentos de medición, material quirúrgico de alta presión para la forma que, tan silentes y encerrados en sí mismos como el ingeniero, nos vedaban pertinazmente el paraíso del conocimiento.
Así fue que supe de nuestros temibles adversarios. “Adversarios privilegiados”, como Simone de Beauvoir los llamó en La force de l'Age, “andando derechos hacia adelante, ciegos, insensibles, tan seguros de sí mismos como de sus ecuaciones, tomando despiadadamente los medios por los fines”.2 Empequeñecida como Jonás dentro del vientre de la ballena, yo diseñaba, a sabiendas de que era una empírica, una marginal de la técnica; es decir, un arquitecto. Las palabras agoreras de Le Corbusier en uno de los libros de cabecera por aquellos años, Vers une architecture, retumbaban en la gran garganta ingenieril: “los ingenieros, sanos y viriles, activos y útiles, morales y felices. Los arquitectos, desencantados y desocupados, morosos y fanfarrones”.3
Mas el viejo ingeniero, cuando recorría silencioso entre nuestras mesas, suspiraba. Y ello subrayaba aún más mi precoz sospecha, la misma que acusaron los curadores del Pompidou, la misma que hacía exclamar a Siefried Giedion en La mecanización al poder: “nuestro punto de vista actual tiende a separar genio inventivo y producción... lo cual no sirve para nada”.4
La ingeniería, exilada de toda inspiración es, como la arquitectura, ausente de toda técnica. Una huérfana.
Las leyendas sobre los arquitectos como los amos del cálculo y la arquitectura así como el arte de la geometría, unidas a una torpeza especial para las matemáticas, casi me hicieron dar media vuelta. Los edificios se me caerían... La antípoda profesionística del ámbito familiar me hizo librar mi primera batalla desarmada: en aquella casa, rica en otros técnicos enseres, como estetoscopios o tensiómetros, nunca había existido ni siquiera un escalímetro. Cada instrumento de dibujo hacía su entrada como un extraterrestre que tiene que aprender a respirar con dificultad la nueva atmósfera. Me vi forzada a una temprana emigración del hogar paterno, hacia la casa de un generoso condiscípulo, donde “no nos haría falta nada”.
El padre de mi amigo resultó ser ingeniero. Y como tal, tenía una inmensa casa de ingeniero, muy fea pero con estupendas fundaciones. En la parte de atrás, una gran terraza descubierta, descomunal y a primera vista inexplicable, volaba sobre un barranco. Bajo ésta, entre gigantescas ménsulas, estaba la oficina de ingeniería.
Descender hasta allí, en vez de un tránsito hacia el conocimiento, tenía algo de abandonar la realidad... Back to the future. Una estrecha escalera medio engullida por el monte desembocaba en una sencilla puerta de hierro. Si llovía, uno se mojaba; las ventanas estaban atascadas por el gamelote; luego aprenderíamos a descifrar el paso del tiempo por el chillar de los insectos, de los grillos de agua a las chicharras del verano. Al abrir la cerradura -de muchas llaves, como si celara un tesoro- se entraba a una vasta sala repleta de artefactos que despedía un fuerte olor a amoníaco evaporado. Era el interior de la República en los años cincuenta. Ibamos a trabajar allí con la condición de que no tocásemos nada. Algo de una secreta desilusión, de una desconfianza, de una melancolía, tenía aquel permiso de instalarnos en el vientre de la ingeniería para elaborar sueños arquitectónicos.
La oficina era infinita en haberes. Una feria de maravillas que fuimos descubriendo a hurtadillas. Estrambóticos borradores eléctricos y hordas de cajitas de goma; una bandada de lámparas fluorescentes sentadas o de pie torciendo sus cuellos extensibles; mesas de luz para calcar, mesas largas de topografía, inclinándose hasta el absurdo -había una que se disparaba automáticamente sin previo aviso-. Pero lo más fantástico eran las máquinas. Máquinas para todo.
Así fue que supe de nuestros temibles adversarios. “Adversarios privilegiados”, como Simone de Beauvoir los llamó en La force de l'Age, “andando derechos hacia adelante, ciegos, insensibles, tan seguros de sí mismos como de sus ecuaciones, tomando despiadadamente los medios por los fines”.2 Empequeñecida como Jonás dentro del vientre de la ballena, yo diseñaba, a sabiendas de que era una empírica, una marginal de la técnica; es decir, un arquitecto. Las palabras agoreras de Le Corbusier en uno de los libros de cabecera por aquellos años, Vers une architecture, retumbaban en la gran garganta ingenieril: “los ingenieros, sanos y viriles, activos y útiles, morales y felices. Los arquitectos, desencantados y desocupados, morosos y fanfarrones”.3
Mas el viejo ingeniero, cuando recorría silencioso entre nuestras mesas, suspiraba. Y ello subrayaba aún más mi precoz sospecha, la misma que acusaron los curadores del Pompidou, la misma que hacía exclamar a Siefried Giedion en La mecanización al poder: “nuestro punto de vista actual tiende a separar genio inventivo y producción... lo cual no sirve para nada”.4
La ingeniería, exilada de toda inspiración es, como la arquitectura, ausente de toda técnica. Una huérfana.
NOTAS
1. "El arte del ingeniero", Centro Georges Pompidou, París.
2. Simone de Beauvoir. La force de l'Age.
3. Le Corbusier. Vers une architecture.
4. Siegfried Giedion. La mecanización al poder.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 15 de Diciembre de 1997.
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