“...una tras otra se apoderan de mí las impresiones”. 1
Robert Walser. La promenade, 1994.
Hubo una vez en Suiza, entre 1878 y 1956, un poeta de nombre Robert Walser. Autor admirado por Kafka, era un paseante empedernido cuya costumbre de dejarse llevar por los caminos dominó totalmente su vida y su obra. Sus poemas, tanto como sus novelas, tienen el ritmo y la fragmentación del que contempla las cosas de paso y al ritmo de sus pasos, y su escritura está llena de los pequeños signos cotidianos y los detalles acumulados por el transeúnte en movimiento.Robert Walser. La promenade, 1994.
Esta intensa preferencia le dió un puesto singular en la historia de la literatura, pero también lllegó a enloquecerlo, hasta el punto de acarrearle incluso una muerte extraordinariamente coherente con su vida. Walser murió durante un paseo solitario, en las cercanías del sanatorio donde estaba recluído, habiendo primero clavado su bastón en el camino de tierra, a la sombra del cual se acostó para siempre.
La imagen de Walser recorriendo las calles hasta la demencia para calmar su inquietud y llenar los días de su vida, es quizás la más extrema posible de un paseante. Pero, ¿no estamos nosotros mismos también muy cerca de ella, cuando, sueltos y libres en una ciudad amable, nos empezamos a dejar guiar por nuestras propias preferencias, y por nuestra propia locura, conocida o inconsciente? Entonces, como Walser, todos somos capaces de caminar interminablemente y de permanecer a la deriva hasta desfallecer -que es una manera también de fallecer-. No nos quedan muy lejanas las historias de aquellos quienes, luego de haber arribado a una ciudad como París o como Venecia, deambulan sin parar, de una manera febril, obsesiva, incansable, hasta que el frío de la madrugada, un ataque de bronquitis o un bloqueamiento encalambrado de las piernas los hacen parar (“...la corriente de la ciudad me arrastraba, la calle me era demasiado irresistible”). La capacidacidad de divagación de un flaneur cuando las condiciones están dadas, es decir, cuando hay ciudad y hay ganas, puede decirse que es prácticamente infinita.
Quizás por ello nadie nunca se había atrevido a ponerle medidas al paseante. El que camina por la ciudad llega hasta donde bien puede, se interna por los caminos que quiere, y camina hasta donde las fuerzas le alcancen o hasta donde su corazón le indique. El placer de la calle se encarga de conducirlo. Sólo que, para ello, efectivamente, esa calle debe ser placentera. Una calle demasiado larga, demasiado monótona, demasiado irregular o demasiado vacía puede diluir nuestros pasos. Una ciudad donde las cosas ocurran cada demasiado tiempo, termina por acobardarnos e inmovilizarnos.
Hacia 1978, durante la época de las llamadas Recuperación de la Ciudad Tradicional y Revolución Anti-industrial, León Krier empezó a colocar en casi todos sus proyectos un pequeño dibujo que representaba "La Medida del Paseante". El dibujo mostraba a un hombrecito de paltó levita con bastón que caminaba dándole la mano a un niño. Este se extendía sobre una barra que era una escala gráfica, y que rezaba “diez minutos de marcha”. La Medida implica la distancia máxima posible que deben en la ciudad quedar las cosas que necesitamos, y también la distancia máxima que puede idealmente hacerse de marcha cómoda a pie.
Diez minutos de marcha, en el plano, significan 700 metros, aproximadamente, y Krier, en un paralelo de ciudades que hizo por esa misma época, escogió los planos de aquéllas cuya trama estaba basada más o menos en esa longitud, dividiéndola en módulos de cien metros, e indicando su idoneidad de acuerdo a la medida del paseante. La Caracas del damero, por ejemplo, cuadra perfecto en este requisito, y bien hubiera podido Krier colocarla junto a Aigues-Mortes, Florencia, París, Priene, Munich, Luxemburgo y Berna. Esta última, de paso, es la ciudad natal de Robert Walser.
Berna, entonces, es una ciudad medida para el paseante. Sus calles se entrecruzan con la frecuencia necesaria, sus espacios urbanos ocurren en el coeficiente exacto entre suelo ur-bano/superficie construida y con el drama suficiente, los comercios, las oficinas y las viviendas no están distanciados los unos de los otros, los vecindarios son pequeños y la trama urbana es confortable e interesante. La ciudad entera está ritmada para fomentar e incentivar su recorrido. La Medida del Paseante, paradójicamente, garantiza la infinitud de su paseo.
Decía Cromwell que “el que no sabe donde va irá más lejos”. Puede que sea cierto, y que la felicidad de estar en la ciudad se deba en gran parte a que podamos andarla libremente, errantes y sin límites. Walser, en su locura, caminaba feliz por Berna, buscando la “luz de los lugares abiertos”, tratando de dejar atrás las miserias de su vida. En sus paseos diarios, acostumbrado a mirar con detenimiento todas las cosas que se encontraba a su paso, se convirtió en un maestro de la percepción del instante, del espacio y del lugar que éstos ocupan en los sentimientos (“…no hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve”). La maravilla previa fue que su ciudad estuviese construida para permitírselo: “De vez en cuando, levantaba la cabeza y me dejaba seducir por el paisaje… mi fluir y mi andar eran uniformes. En todo había una bruma, una esperanza. Mi alma se renueva constantemente.”
Peatonalmente, Berna y Walser, como una vez París y Baudelaire, pudieron unir lo mensurable a lo incomensurable.
NOTAS
1. Robert Walser. La promenade, Editions Gallimard, Paris, 1994.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 14 de Febrero de 1994.
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