Courtyard Housing in Los Angeles, Stefanos Polyzoides, Roger Sherwood y Julius Shulman. Princeton Architectural Press, 1997.
Viendo una película reciente (“Til There Was You”, 1997), no pude evitar recordarme de la candente polémica bilbaína.
No lejos de allí, en la Escuela de Letras, una bella aspirante a escritora, Gwen Moss (Jeanne Tripplehorn), suspira por su atractivo profesor de poesía. Este, consciente de su efecto, rechaza con dureza la “debilidad” de sus poemarios. Insegura, Gwen caerá en sus brazos. La relación va a terminar en medio de una tragedia.
Nick y Gwen se cruzan fugazmente en el campus. Nick, furioso, arroja por la ventana la maqueta, que le aterriza a ella en la cabeza. Se insultan y Gwen huye llorando. Al bajar, él descubre que algunos de los versos se le quedaron... y por supuesto, se los guarda. Las cosas que ocurren el día de nuestra entrega final siempre pensamos que tienen algo de cabalísticas. Y es que va a llevarles veinte años enamorarse a primera vista.
Las historias continúan en paralelo. Nick consigue engancharse en una oficina, donde pronto escala posiciones. Al tiempo le dejan un jugoso diseño: un restaurante de lujo. Su arquitectura es la más chic que un cliente pueda comprar: de la más pura estética californiana, sísmica, quebrada, irreverente, anti-contextual, gherysosa, grita con contemporánea soberbia: “¡Soy una obra de arte!”. Un buen día, irrumpe en la oficina una actriz multimillonaria, Francesca (interpretada por Sarah Jessica Parker) quien se prenda instantáneamente del exitoso look del chico y exige que lo quiere a él y sólo a él para proyectar su nuevo y gigantesco condominio. La Exotic Fruit delirará por el Architectural Genius: “eres bueno con tus clientes y en el sexo / por eso es que eres el mejor arquitecto”. Mientras, éste lee y relee melancólicamente otros versos que recogió el primer día de su carrera.
En otra parte de la ciudad, asistimos a los sucesivos fracasos de Gwen. Nadie quiere publicarle, pero ella no va a aceptar el denigrante trabajo de “negro” que se le ofrece, ni aún para sobrevivir. Algún día llegará su oportunidad... Sólo tiene que encontrar algo que realmente la motive. Su vida sentimental es un desastre. Los amantes se suceden, pero Mr. Right nunca llega. Una tarde, una amiga (casada) le regala un gato. El miedo a convertirse en una solterona desempleada la lleva a tomar una decisión: se mudará y aceptará ese empleo; escribirá la autobiografía de una famosa actriz... que por supuesto, no va a ser otra que la de Francesca, obsesionada por su célebre pasado, ávida de mayor celebridad, pero incapaz de escribir ni una línea.
La mudanza es la parte más edulcorada: la casa forma parte de uno de esos típicos conjuntos en el L.A. de los años treinta llamados Courtyard Houses de cálido estilo Neocolonial. Todas las viviendas juntas forman la volumetría de estas grandes casonas calzadas en su cuadra alrededor de un patio central sombreado, florido y como en este caso, con una fuente. Aquí la heroína no puede sino volver a encontrarse a sí misma. La cercanía de la vida comunitaria, las penas e historias de los vecinos alejan para siempre su soledad... y así, empieza a desear escribirlo todo. Una tarde en el patio, la inquilina más antigua le cuenta que la casa fue diseñada por la mejor arquitecto en la historia de la ciudad.
La pareja se cruza de nuevo en el restaurante de Nick. El local es todo un poema deconstructivo, con láminas de titanio volando por los aires, los planos de pisos, techos y paredes fracturados hasta la locura digital: el clásico laberinto topológico que todos adoran porque “habla” de nuestra era. En la escena más jocosa de cuantas he visto en años, los personajes de la historia, vestidos de Armani, empiezan a darse golpes, tropezones, resbalones y cabezazos contra las aristas del caótico lugar. Francesa y Gwen rompen el contrato: la una no soporta no ser quien escribe, y la otra no resiste seguir escribiendo lo que no siente. La sátira del director a la arquitectura de moda corría a sus anchas por la pantalla.
Y llega la escena culminante: la obra maestra de nuestro arquitecto debe comenzar a construirse y el terreno en donde debe levantarse no es otro (¿adivinan?) que el de la Courtyard House. Se ordena su demolición. Los vecinos resisten, y la escritora, a quien ya a estas alturas la arquitectura de la ciudad ha devuelto totalmente la inspiración, empieza a escribir largas y conmovedoras cartas que hablan del “sentido del lugar” y del “testimonio del lenguaje de Los Angeles que no podemos dejar que desaparezca”. El arquitecto, atribulado, lee estas cartas: ¡Oh! ¿Es que hay algo que le es familiar en ellas? Pero la lucha va a juicio. “Estos obstinados conservacionistas”, dice Francesca a su oído: “Acabarás con ellos, ¿Verdad, mi amor?” “¡Tumba ya esa ruina!” le exigen en el estudio.
Los abogados vacilan: el Courtyard House es demasiado hermoso. Nick, resuelto a tomar cartas en el asunto, se va a la corte. Nadie debe detener el avance de la arquitectura moderna. No un puñado de vecinos histéricos, o una solterona romántica. Pero Gwen siente el mismo arranque: cuando los vecinos ya no saben qué más decir, entona su trémulo alegato: “los arquitectos estamos en este mundo para comprenderlo”.
Yo me quedé preguntándome, enfurruñada, mientras los dos nuevos enamorados entraban en el patio tomados de la mano... “¿porqué diablos Frank Gehry no se habrá enamorado de nadie en Bilbao?”.
Jeanne Tripplehorn y Dylan McDermott. "Til There Was You" ,1997.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 20 de Octubre de 1997.
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