domingo, 4 de marzo de 2007

La Mala Parte

Villa Malaparte, Cabo Masullo, Capri. Curzio Malaparte, 1940.



“...en el más lejano balcón de Capri...”
Curzio Malaparte. Retrato de Piedra, 1940

I. Ferragosto

Empieza el mes de Agosto. Dispuestos a ejecutar nuestra toma de posesión anual de la costa, emigramos desde la ciudad. Una vez sumergidos en las aguas de nuestra playa favorita, el paisaje natural se va apoderando de nosotros. Sin embargo, no bien hemos traspasado el primer par de horas de paradisíaca inmersión, nos asalta el lado férreo de nuestra vacacional contemplación del paisaje. Volvemos la cabeza a la costa y comenzamos nerviosamente a buscar entre las palmeras cualquier signo de civilización: una construcción, un edificio. A algunos les ocurre por una atávica mortificación de saber dónde van a comer o pasar la noche, pero a nosotros nos asalta simplemente por nuestra deformación profesional. Nuestro segundo vistazo es para escrutar críticamente el paisaje y reflexionar sobre la arquitectura de la costa.

II. El convenio del paisaje
Un largo y triste historial de arquitectura costera errada, hermética y encerrada, de grotescos edificios irrumpiendo en lo que fueron impresionantes playas y bahías como las de Puerto Cruz, Cata o Porlamar, de parajes mal comprendidos y destruidos por desarrollos paisajísticamente equivocados, de casas monstruosas que son como pedradas en el ojo del paisaje, arrastra el país penosamente. Sitios de elevados valores ambientales como Los Roques, el Edén, el Litoral Central, Morrocoy o la Isla de Margarita, (protegidos en sus ecosistemas y recursos no renovables), aún aguardan por ser contemplados desde la óptica de la arquitectura, y esperan por la redacción de un convenio estético de su paisaje. Lo cual no es una práctica estrambótica o desconocida: desde los confines del siglo veinte viene la tradición legal sobre tutela administrativa del paisaje.

Recordamos un caso paradigmático. En 1923 se le dió el poético título de “El Convenio del Paisaje”, a una de las primeras leyes diseñadas para proteger un ambiente y su arquitectura: para preservar la escénica Isla de Capri. En las cientos de las llamadas “Páginas de la Isla” que lo componían, se describía dónde, cuánto y cómo se podía construir, se definía cómo eran las características arquitectónicas de la edilicia del lugar, se señalaban los conjuntos de valor ambiental y/o histórico intocables y se demarcaban las áreas vírgenes donde toda construcción estaba prohibida. Y se era muy estricto... salvo con la honrosa excepción de la regla. La de Capri fue una excepción verdaderamente paradójica.

III. La excepción de la regla
Era tan magistral el Master Plan de la isla, que también lo llamaban Manifiesto de la Belleza de Capri. Con un documento tal, fue necesario juntar dos ingredientes igualmente excepcionales para lograr quebrantar su justeza y legalidad: la personalidad avasallante e influyente políticamente de un hombre (el escritor Curzio Malaparte), y el deseo de éste de apoderarse como fuera del enclave más salvajemente romántico de toda la isla (Cabo Massullo, sobre el cual el Convenio prohibía construir). Malaparte quería ser el autor de algo único en sitio igualmente único, “el más bello paisaje en el mundo”.

Como resultado del acto de corrupción de un poeta, nació una singular obra de arquitectura: la Villa Malaparte, la cual se adjudicó en la década de los ochenta el título, tras una encuesta nacional, de “la más admirada obra de arquitectura” entre los arquitectos italianos. La villa destaca primero así, entre otras famosas por malcontentas o por rotondas, por “mala parte”, por ser la excepción deshonrosa de una regla brillante, uno de los primeros manifiestos ambientales /estéticos del siglo.

Paradójicamente a esta violación del bien común, el mismo proceso de creación de la villa va a reinvindicarla en el campo de la reflexión sobre arquitectura y paisaje. La villa también es legendaria por ocasionar la ruptura entre el escritor y su famoso arquitecto, Adalberto Libera. Sus diferencias intelectuales (Romanticismo-Surrealismo-Clasicismo vs. Racionalismo-Funcionalismo-Abstraccionismo) no pudieron reconciliarse nunca para decidir cómo debería ser la casa a construir sobre el promontorio más hermoso sobre el Mar de Ulises. La arquitectura queda como testimonio de la polémica entre ambos.

IV. El amoral y el riguroso
Malaparte se había caracterizado en su obra literaria por ir siempre hasta el fin de las cosas, apasionado de la idea de que “el mundo que la fantasía evoca es el mismo, alto y puro”. Egocéntrico, obsesivo, romántico, no pudo soportar por mucho tiempo el riguroso racionalismo moderno del arquitecto que había seleccionado para el proyecto de la villa. Ni el de él, ni el del proyecto. Una vez lograda la aprobación por la ciudad de Capri, el escritor se deshizo de Libera y empezó a elaborar sobre sus propias ideas de una villa en el acantilado, cometiendo errores y aciertos, y apropiándosela (“...el día que comencé a construir una casa, no sabía que dibujaría una pintura de mí mismo; la mejor de todas las que he dibujado hasta ahora en literatura”).

Ayudado por la mano sabia de un maestro local, Malaparte fue transformando el paralelepípedo original en la estructura híbrida que conocemos, de marcado corte surrealista. Al percibir que sólo una completa indiferencia a las demandas del uso diario permite a la arquitectura tomar el aspecto mítico que él estaba buscando y que el paisaje demandaba, decidió que todo signo de función debía desaparecer. el paisaje demandaba, decidió que todo signo de función debía desaparecer. Ni siquiera dejó las barandas de la terraza sobre el acantilado, porque los finos tubos se hubieran visto demasiado funcionalistas...

Lo que fue un eslabón en la saga recitilínea de la arquitectura de Libera, un gesto simplista y si se quiere una solución torpe para un paraje tan especial, fue convirtiéndose en un inquietante museo de imágenes de la poética personal del escritor: las escaleras de la iglesia de la iglesia de la Annunziata en Lipari, donde estuvo exilado; el rojo pompeyano de las tumbas romanas en el mediterráneo; un atrio cubierto; la fenestración de su toscana natal; un mausoleo; un teatro a la montaña; una pista para montar bicicleta o para dar un final salto suicida…

De la villa insignificante e insensible con el lugar que había imaginado Libera, Malaparte hizo un monumento a sí mismo, un retrato de piedra, (una “Casa come me”). Puede que no juegue con la naturaleza como un proyecto de Frank Lloyd Wright, pero logra trocar ese pedazo de costa caprense, ese salvaje promontorio entre los farallones que le había robado a la isla, en uno de sus lugares más memorables y visitados. Que es, por lo demás, lo último que hubiéramos esperado que hiciera un amoral con la naturaleza y lo primero que esperamos que haga un arquitecto cuando interviene en el paisaje.


Montada en su promontorio rocoso, la villa de Cabo Massullo continúa desafiante y solitaria mostrándonos a los vacacionistas que la evocamos desde el mar, sus dos caras frente al paisaje: a veces mala parte, y a veces, malapartiana.



Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, Agosto de 1993.


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