Gran Teatro del Liceo. Barcelona.
NOTAS
1. Ignasí de Solá-Morales. Arquitectura Modernista.
2. Architectural Record, Enero, 1994.
El peatón tenía una noche para recorrer Barcelona. “Caminaré el Ensanche de Cerdá, y mediré con mis pasos las ochavas, el ancho de las calles, las diagonales y el largo de las cuadras. Así adquiriré el conocimiento directo de sus proporciones humanas”. Por azar, estos pensamientos lo asaltaron frente al mar en el Mol de la Fusta, por lo que arrancó hacia el norte subiendo por la Rambla de Capuchinos.
En la noche barcelonesa, la rambla estaba llena de gente. Le provocaba extender los brazos para tocar sus fachadas, tan íntima era la escala. Caminó así por un buen rato bajo los árboles, en medio de la algarabía, hasta que arribó frente a una larga cola de gente que daba vuelta a una esquina. Era público que se dispona a asistir a una representación de Lohengrin en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona.
Le llamaba la atención la sobriedad de ese público, contrastando con el ruidoso mar de gente que iba y venía por la rambla, abarrotándola. De no ser por la cola hubiesen llenado también la boca del Liceo, gris y sombría. Descubrió la minúscula taquilla y la puerta del teatro. Jamás hubiese esperado que a un templo mundial de la música y del bel canto le quedase bien un preámbulo tan reducido. Evidentemente, su foyer era la rambla.
Pensó de pronto, “Pero, ¿qué estoy haciendo? No debo detenerme, aún no he llegado al Ensanche”. Y se disponía a continuar, cuando oyó gritar su nombre detrás de la cola, y vió venir corriendo un hombre cuya cara le era vagamente familiar. Era un lejano pariente catalán.
-“Debes venir conmigo. Aún tenemos tiempo. Te mostraré el Círculo del Liceo. Soy uno de sus trescientos miembros”.
“El Círculo privado de la Sociedad Filarmónica del Liceo! ¡Sede de la cultura catalana! ¡Joya modernista!" El peatón estaba tentado. Vacilaba. “¿Y la ciudad? ¿Me alcanzará la noche?” A lo que contestó su primo:
-“Sólo falta media hora para el primer acto…”
Y se encontró siguiéndolo, caminando ahora detrás de él, a tomar juntos la serpenteante escalerita de piedra ocre de Montjuic que conducía a la entrada.
La primera cosa que le anunció lo que vendría fue la serpentina de bronce de la manilla de la puerta, especie de viola diminuta o de clave de sol invertida, de una forma tan destiladamente modernista que casi no la pudo pulsar para abrirse paso, tal fue el espasmo que sintió de temer estropear una de las cuatro manillas seleccionadas por Solá-Morales para su libro Arquitectura Modernista.1 Allí, de golpe, también le estaba dando la mano por primera vez a Riquer, a Pascó y a todo el Modernismo Catalán. Un mayordomo de oscuro reconoció a su anfitrión y sonrió descretamente, dejándolos pasar.
“La fama del interior es merecida”, se dijo el peatón mientras subían por la escalera principal, flanqueada de óleos provenientes de la pinacoteca del Círculo. “¡Qué bien les va a las viejas ciudades de piedra su adusto aspecto exterior, cuando finalmente traspasamos el umbral y descubrimos y nos adentramos en la calidez de sus edificios!” Arriba, pasaron por una gran puerta a la célebre sala de boisseries y cristaleras de Antoni Rigalt, desde la cual los socios podían subir discretamente a la sala de conciertos por otra escalera, luego de haber comido, de haberse tomado una copa de cava o simplemente de conversar un rato, sin interferir con la representación.
Caja de sorpresas, gabinete fantástico, el Liceo era como una minuciosa maravilla para amantes del ilusionismo, para iniciados noucentistas, un recamado estuche para melómanos. Tan solo el comedor era una logia austera, que el peatón sospechó así para resaltar la apoteosis gastrónomica. El ascensor, por ejemplo, al que le hicieron la “visita” como a un gran señor, era una pequeña boîte de espejos y miriñaques, desplegable como una libélula, que estaba allí más como pieza de conversación que para salvar el piso entre el que todavía subía y bajaba aparatosamente, justo al lado de “La Pecera”.
-“Con ese nombre bautizaron los barceloneses desde afuera al fumoir del Círculo”.
La Pecera era una cámara cuadrada, ambarina por el reflejo de las lámparas y de las tapicerías. Una monumental vidriera permitía la visión de los socios flotando en el primer piso, como si pausadamente nadasen sumergidos en el agua... a otra velocidad que la de la calle. El peatón recuperó la visión de Barcelona a través del vidrio de La Pecera. Afuera la rambla parecía a su vez un mar agitado. Su primo lo interrumpió.
-“Pero la curiosidad más apreciada de todas es la Sala de Música”.
Y lo llevó hacia allá. Esperando un auditorio de cámara, al cerrarse la puerta, una oscuridad y un silencio absolutos le hicieron pegarse instintivamente a las paredes. Bancos altos y contínuos, tapizados de terciopelo, seguían las involuciones del espacio, el cual formaba, según pudo darse cuenta después, tres suaves nichos.
-“Ahora, esperemos”, le susurró.
Y así hizo, atento a que empezara la música. Poco a poco, a medida que sus pupilas se dilataban, fue descubriendo unas minúsculas luces en el techo dirigidas a las paredes… mientras que de la oscuridad iba brotando la colección de óleos musicales de Ramón Casas. Cada cuadro giraba en torno a la luz que lo iluminaba; unos faroles de papel brillando, un vitral trasluciendo, los faros de un auto cortando la noche... un incendio de luz modernista celebrando la música en silencio. Su primo se despidió.
-“Me voy. Mi ópera ahora comienza”.
Y desapareció en la oscuridad, rumbo a la sala. El peatón no recuerda cuánto tiempo pasó en esa cámara azul antes de que saliese de nuevo a la calle. Unos minutos, quizás unas horas. Cuando finalmente se encontró otra vez sobre la Rambla de Capuchinos, vió que la noche había avanzado y que se le había escapado en parte. Y, sin lamentarlo, reemprendió su paseo… Menos lo lamentaría un 30 de Enero más tarde al darse cuenta de que durante aquella noche en Barcelona sus pasos perdidos lo habían llevado a contemplar funcionando al Liceo por última vez.
(El pasado 30 de Enero (1994) dos incendios en ambos hemisferios del planeta significaron pérdidas dolorosas para la arquitectura. Mientras que en las ramblas de la ciudad de Barcelona ardía estrepitosamente el Gran Teatro del Liceo, símbolo de la identidad de Barcelona y Cataluña, en el Sea Ranch, en el Estado de California, se incineraba en ceremonia póstuma el cuerpo de Charles Moore. Su deceso, acaecido el 16 de Diciembre del 93, culminaba con la dispersión de sus cenizas, lanzadas desde el acantilado que lo hizo famoso al mar. Quiso el azar que la única vez que he estado en Barcelona, y sólo por 24 horas, me invitaran a visitar el Círculo del Liceo. Sin saberlo, mi única noche fue el mismo día, quizás a la misma hora, tarde y mañana, Eastern Time and Pacific Time, en que estos dos hitos de la historia de la arquitectura moderna, de su historia modernista y postmodernista, empezarían a ser abrazados por las llamas…
La Rotonda del Círculo del Liceo a fines del siglo XIX. Ramón Casas i Carbó (f. usuarios.multimani.es).
En la noche barcelonesa, la rambla estaba llena de gente. Le provocaba extender los brazos para tocar sus fachadas, tan íntima era la escala. Caminó así por un buen rato bajo los árboles, en medio de la algarabía, hasta que arribó frente a una larga cola de gente que daba vuelta a una esquina. Era público que se dispona a asistir a una representación de Lohengrin en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona.
Le llamaba la atención la sobriedad de ese público, contrastando con el ruidoso mar de gente que iba y venía por la rambla, abarrotándola. De no ser por la cola hubiesen llenado también la boca del Liceo, gris y sombría. Descubrió la minúscula taquilla y la puerta del teatro. Jamás hubiese esperado que a un templo mundial de la música y del bel canto le quedase bien un preámbulo tan reducido. Evidentemente, su foyer era la rambla.
Pensó de pronto, “Pero, ¿qué estoy haciendo? No debo detenerme, aún no he llegado al Ensanche”. Y se disponía a continuar, cuando oyó gritar su nombre detrás de la cola, y vió venir corriendo un hombre cuya cara le era vagamente familiar. Era un lejano pariente catalán.
-“Debes venir conmigo. Aún tenemos tiempo. Te mostraré el Círculo del Liceo. Soy uno de sus trescientos miembros”.
“El Círculo privado de la Sociedad Filarmónica del Liceo! ¡Sede de la cultura catalana! ¡Joya modernista!" El peatón estaba tentado. Vacilaba. “¿Y la ciudad? ¿Me alcanzará la noche?” A lo que contestó su primo:
-“Sólo falta media hora para el primer acto…”
Y se encontró siguiéndolo, caminando ahora detrás de él, a tomar juntos la serpenteante escalerita de piedra ocre de Montjuic que conducía a la entrada.
La primera cosa que le anunció lo que vendría fue la serpentina de bronce de la manilla de la puerta, especie de viola diminuta o de clave de sol invertida, de una forma tan destiladamente modernista que casi no la pudo pulsar para abrirse paso, tal fue el espasmo que sintió de temer estropear una de las cuatro manillas seleccionadas por Solá-Morales para su libro Arquitectura Modernista.1 Allí, de golpe, también le estaba dando la mano por primera vez a Riquer, a Pascó y a todo el Modernismo Catalán. Un mayordomo de oscuro reconoció a su anfitrión y sonrió descretamente, dejándolos pasar.
“La fama del interior es merecida”, se dijo el peatón mientras subían por la escalera principal, flanqueada de óleos provenientes de la pinacoteca del Círculo. “¡Qué bien les va a las viejas ciudades de piedra su adusto aspecto exterior, cuando finalmente traspasamos el umbral y descubrimos y nos adentramos en la calidez de sus edificios!” Arriba, pasaron por una gran puerta a la célebre sala de boisseries y cristaleras de Antoni Rigalt, desde la cual los socios podían subir discretamente a la sala de conciertos por otra escalera, luego de haber comido, de haberse tomado una copa de cava o simplemente de conversar un rato, sin interferir con la representación.
Caja de sorpresas, gabinete fantástico, el Liceo era como una minuciosa maravilla para amantes del ilusionismo, para iniciados noucentistas, un recamado estuche para melómanos. Tan solo el comedor era una logia austera, que el peatón sospechó así para resaltar la apoteosis gastrónomica. El ascensor, por ejemplo, al que le hicieron la “visita” como a un gran señor, era una pequeña boîte de espejos y miriñaques, desplegable como una libélula, que estaba allí más como pieza de conversación que para salvar el piso entre el que todavía subía y bajaba aparatosamente, justo al lado de “La Pecera”.
-“Con ese nombre bautizaron los barceloneses desde afuera al fumoir del Círculo”.
La Pecera era una cámara cuadrada, ambarina por el reflejo de las lámparas y de las tapicerías. Una monumental vidriera permitía la visión de los socios flotando en el primer piso, como si pausadamente nadasen sumergidos en el agua... a otra velocidad que la de la calle. El peatón recuperó la visión de Barcelona a través del vidrio de La Pecera. Afuera la rambla parecía a su vez un mar agitado. Su primo lo interrumpió.
-“Pero la curiosidad más apreciada de todas es la Sala de Música”.
Y lo llevó hacia allá. Esperando un auditorio de cámara, al cerrarse la puerta, una oscuridad y un silencio absolutos le hicieron pegarse instintivamente a las paredes. Bancos altos y contínuos, tapizados de terciopelo, seguían las involuciones del espacio, el cual formaba, según pudo darse cuenta después, tres suaves nichos.
-“Ahora, esperemos”, le susurró.
La Verbena. Ramón Casas i Barbó. Oleo sobre tela, 1901-1902. Coleción Circulo del Liceo (f. usuarios.multimani.es ).
El automóvil. Ramón Casas i Barbó. Oleo sobre tela, 1901-1902. Coleción Circulo del Liceo (f. usuarios.multimani.es).
El automóvil. Ramón Casas i Barbó. Oleo sobre tela, 1901-1902. Coleción Circulo del Liceo (f. usuarios.multimani.es).
Y así hizo, atento a que empezara la música. Poco a poco, a medida que sus pupilas se dilataban, fue descubriendo unas minúsculas luces en el techo dirigidas a las paredes… mientras que de la oscuridad iba brotando la colección de óleos musicales de Ramón Casas. Cada cuadro giraba en torno a la luz que lo iluminaba; unos faroles de papel brillando, un vitral trasluciendo, los faros de un auto cortando la noche... un incendio de luz modernista celebrando la música en silencio. Su primo se despidió.
-“Me voy. Mi ópera ahora comienza”.
Y desapareció en la oscuridad, rumbo a la sala. El peatón no recuerda cuánto tiempo pasó en esa cámara azul antes de que saliese de nuevo a la calle. Unos minutos, quizás unas horas. Cuando finalmente se encontró otra vez sobre la Rambla de Capuchinos, vió que la noche había avanzado y que se le había escapado en parte. Y, sin lamentarlo, reemprendió su paseo… Menos lo lamentaría un 30 de Enero más tarde al darse cuenta de que durante aquella noche en Barcelona sus pasos perdidos lo habían llevado a contemplar funcionando al Liceo por última vez.
(El pasado 30 de Enero (1994) dos incendios en ambos hemisferios del planeta significaron pérdidas dolorosas para la arquitectura. Mientras que en las ramblas de la ciudad de Barcelona ardía estrepitosamente el Gran Teatro del Liceo, símbolo de la identidad de Barcelona y Cataluña, en el Sea Ranch, en el Estado de California, se incineraba en ceremonia póstuma el cuerpo de Charles Moore. Su deceso, acaecido el 16 de Diciembre del 93, culminaba con la dispersión de sus cenizas, lanzadas desde el acantilado que lo hizo famoso al mar. Quiso el azar que la única vez que he estado en Barcelona, y sólo por 24 horas, me invitaran a visitar el Círculo del Liceo. Sin saberlo, mi única noche fue el mismo día, quizás a la misma hora, tarde y mañana, Eastern Time and Pacific Time, en que estos dos hitos de la historia de la arquitectura moderna, de su historia modernista y postmodernista, empezarían a ser abrazados por las llamas…
Dos accidentes inesperados. Uno ocurrido en medio de los trabajos de reparación del interior de la sala de conciertos, cuando el telón prendió en llamas y el teatro sucumbió por tercera vez a manos del fuego en sus 108 años de fundado. El segundo, producto del agudo hedonismo gastronómico del East Coast, prueba de que el encendido amor de Moore por Italia iba más allá de su pasión por las plazas: un ataque al corazón le quitó la vida a los 68 años. Para Charles Moore -sin reconstrucción alguna que le valga-, lo llorará profusamente Architectural Record en su edición de este mes, y le sobrevivirá su arquitectura, especialmente su estilo de blancas y angulosas pieles de madera recortadas y el hermoso Sea Ranch, en donde había escogido volver a vivir desde hacía poco tiempo 2. Para el Liceo, queda la esperanza de la reconstrucción, según prometen juntos Jordi Pujol y el Ayuntamiento de Barcelona, o si no, queda al menos el centenario Círculo del Liceo, que logró salvarse del fuego, y los sollozos wagnerianos de Montserrat Caballé y de todos los divos de la ópera mundial que unidos ya han empezado a recaudar fondos para la obra).
La Rotonda del Círculo del Liceo a fines del siglo XIX. Ramón Casas i Carbó (f. usuarios.multimani.es).
NOTAS
1. Ignasí de Solá-Morales. Arquitectura Modernista.
2. Architectural Record, Enero, 1994.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 28 de Febrero de 1994.
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