domingo, 18 de marzo de 2007

La cuadratura del polígono

Patio José María Vargas del Palacio de las Academias, Caracas.


“Sin duda, que el doctor es un orador de gran fuste,
diríase que un orador castelar”.
Victorino Márquez Reverón.

“El cerebro, hasta hace poco, había sido repartido en áreas que controlan zonas funcionales y afectivas específicas del cuerpo humano”, había comenzado diciendo el orador del día en la Academia Nacional de Medicina. “Hemos, sin embargo arribado a un momento en el cual ya no podemos seguir pensando de manera tan simple. Cuando ocurre una lesión cerebral que daña un área del cerebro, así como va a afectar al área tradicionalmente allí localizada -vista, motricidad, memoria- hoy sabemos que la repercusión del daño es bastante más compleja. Por ejemplo, observen mi mano...” y levantó la mano izquierda, que iluminó la luz del proyector de diapositivas.

Desde los flancos de una mesa de caoba de quince metros de largo, un grupo de respetables médicos guardaba un atento silencio. La nave rectangular, con las generosas proporciones de la arquitectura de la Colonia, estaba decorada con pesados muebles y cortinajes de terciopelo vinotinto y con las máscaras mortuorias y los óleos de las glorias desaparecidas de la Medicina nacional. Tal era la solemnidad de la escena, que éste hubiera podido ser perfectamente el lugar de la firma del Acta de la Independencia, cuando realmente fue celda colectiva del Convento de San Francisco y salón de exámenes finales en tiempos de la Universidad. En el vasto silencio, sonaron las campanadas de la cercana Catedral de Caracas. La voz del orador se oía claramente.

“Cuando hago este movimiento” -y abría y cerraba el puño- “cada una de las áreas del cerebro están funcionando. Es a lo que se ha dado en llamar 'El polígono', porque efectivamente ya no es sólo el lado motriz del cerebro y el de la voluntad los que hacen que mi mano se abra y se cierre, sino todos los lados del polígono cerebral en conjunto. La idea del polígono cerebral abre inmensas posibilidades terapéuticas para la Medicina. Pero lo más importante es que, científicamente, ya no podemos decir que las funciones del cuerpo carecen de un lado afectivo, ni que hay una sola memoria, sino que la memoria son muchas...”
“La memoria no es una sola, sino que la memoria son muchas”, repetí la hermosa frase. Esta verdad de extracción científica (la conferencia se titulaba “Protocolo de un Examen Neurofisiológico”), me hizo perder el hilo del honorable acto de incorporación a la Academia del orador. Era una verdad también para la arquitectura y la ciudad. Nada más aquel Palacio de las Academias en que nos encontrábamos era uno de los edificios con mayor curriculum de memorias evocables de la nación entera.

Con una estructura "rossiana" de arquerías y doble patio, flexible, el palacio vivió sucesivos avatares: le abrieron y le cerraron patios, le tumbaron y le reerigieron torres, le hicieron y le quitaron impostas a los arcos, le rediseñaron las fachadas... Se dice que tan sólo sus planos son los más antiguos que se conservan de la arquitectura colonial ve
nezolana. Su memoria es la del dibujo renacentista del maestro Ruiz de Ullán en 1593, pero es también la memoria austera de los franciscanos que lo construyeron, aquélla que dibujó Lessman y grabó Bolet el siglo pasado. 

Pero su memoria no es solo esa torre franciscana y su portal de tres alturas, es además la neogótica de Juan Hurtado Manrique en 1887, la de la fachada de seis agujas y un reloj, son las peripecias de éste para calzar los vanos irregulares del convento con las veintidós luces que ordenarían la fachada del espacio urbano frente al Capitolio, y su historia como receptáculo de la Ceiba, Plaza del Ilustre Americano, bulevar francés, Plaza de la Ley, del Mariscal Sucre... Su memoria, en fin, son las duras transformaciones cuartelarias de los tiempos de la presidencia de Páez, pero es igualmente el trazado virtuoso del tercer patio de Olegario Meneses adorado por el profesor Leszek Zawisza, donde se retrataban al lado de Bolívar las generaciones de graduandos, y la memoria triste de su posterior eliminación.1 En la penumbra de mi sillón de caoba, en la suave luz que venía del claustro, el polígono del cerebro empezó a fundirse en los cuadrados patios del convento, del cuartel, de la universidad, del palacio...

Miré hacia el corredor. Había estado guardándome durante mucho tiempo de entrar en este edificio, esperando que llegase esta oportunidad. Conocía de él por los libros de arquitectura. Aquí y allí aparecía, con su duplicidad y sus arcadas (“las primeras de Caracas”) llenando el lote entre dos calles paralelas del centro. Yo lo veía, desnudo y conventual, de planta clara y sin ambages, dibujados con cuidado sus jardines que prometían ser centenarios y frondosos. Por muchos años había desfilado delante del portal, asomándome apenas. Me guardaba el Palacio de las Academias como suelo hacer en esta ciudad con ciertos edificios, privándome de ellos ex-profeso, para dosificarlos, y de esta manera, alargar el placer. Y tenía razón. Mi continencia prolongada me premiaba ahora nada menos que con la cuadratura de un polígono.


Me asomé al Patio Cajigal desde la logia. Todo respiraba un aire monacal. Pensé, “las academias no podían encontrar lugar mejor para perpetuar sus rituales. La misma dura serenidad propia de los monasterios, captando para la meditación. Incluso hasta las mismos jardines con rosaledas”. En las memorias poligonales y superpuestas del edificio, en sus cuartos largos y altos y en sus anchos corredores, donde anteayer se rezaba, ayer se dictaban clases, y hoy se dictan conferencias, me parecía ver a los sabios, los doctos, los religiosos, los académicos constelando, orbitando por siglos en silencio alrededor de la doble certosa.

Girando, el polígono de la memoria terminó por unirse a la cuadratura física del edificio. Los rotundos cuadrados blancos abiertos al cielo, custodiados por filas de columnas y bustos de mármol, hoy prácticamente olvidados por la ciudad alrededor, eran ahora solo propiedad mía y de la colonia local de ardillas negras que puebla los árboles y las palmeras. Ya empezaba a encontrarle al desfigurado convento visos palaciegos... cuando en el salón estallaron los aplausos.

El acto había concluido.

Sin más, corrí a felicitar a mi padre.


Patio José María Vargas del Palacio de las Academias, Caracas (f. flickr.com).




NOTAS
1. Leszek Zawisza. Arquitectura y Obras Públicas en en Venezuela, Siglo XIX, Caracas.



Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 28 de Marzo de 1994.

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