miércoles, 26 de septiembre de 2007

Ben

El arquitecto Moisés Benacerraf (1924-1998), en la obra de la Torre América, hacia 1977 (f. Luis Vásquez Monch).


 




In memoriam. Moisés Benacerraf.

Un hombre joven maneja un deportivo descapotado por las ondulantes colinas de un paraje del sur de Francia, cercano a Marsella. No lleva prisa, porque precavido ha salido con suficiente antelación. Mientras maneja, y la brisa lo despeina varias veces, sus pensamientos danzan por los temas de la nueva arquitectura, y va dando tras cada recodo subyugante del camino con algunos puntos clave. Le Corbusier lo estaba esperando puntual en una flamante Unidad de Habitación recién construida. Iban a recorrerla juntos. Al joven le interesaban, sobre todo, las fachadas inteligentes del edificio; llevaba en la mente premonitoriamente lugares tórridos y soleados como Maracaibo y Puerto Ordaz y la Plaza Altamira. A discreción empezó a acribillar al maestro: “¿Cómo se comportan realmente los quiebrasoles? Muéstreme usted hasta dónde entra la luz cuando el sol del verano se introduce agudo por los bloques calados y por estas inmensas aperturas de la fachada...”

Alguna sutileza sobre las permutaciones de la composición o sobre las alternancias de pasillos y escaleras en la sección vertical del edificio habría urdido, porque Corbu, a pesar de su conocida arrogancia, le contestó sin falta a todo cuanto quis
o: la conversación había sido formulada con la suficiente inteligencia y perspicacia. No era ya posible resistirse al elocuente encanto del joven arquitecto sudamericano, tan elegante pero austero, tan seductor pero severo, tan joven pero ya tan cultivado, llegado en un Bentley desde París, desde Yale o desde Caracas, no se sabía muy bien...

El hombre joven también solía alquilar una barcaza amarrada en un puerto del Sena, en París, por largas temporadas. Era una nave realmente hermosa, toda de madera, amoblada como una casa. Y como una casa, nunca se movió del puerto. La exposición constante y prolongada a los influjos urbanos de esa ciudad lo marcaron profundamente, porque luego, a lo largo de toda su vida, habría siempre en él algo como de navegante a punto de zarpar, como de marinero en tierra, como de callada fiesta duramente contenida a la que pocas veces dejó soltar las amarras. Bogaba, sí, pero anclado firmemente. La ciudad se c
olaba por las claraboyas del barco. Los cientos de proyectos que vió este hombre joven nacer por sus sucesivas oficinas de arquitectura y planificación urbana y empresas de todo tipo estaban todos animados del mismo “espíritu de la péniche”: un delirio joven por el avance, por la modernidad a ultranza, un deleite en usar lo nuevo... pero todo dentro de un férreo realismo que lo hacía parecer a veces como un hombre duro. 

Nada más lejano de la verdad: este hombre dulce sólo lo hacía para construir sus sueños. Los viajes imaginados luego se volvieron proyectos imaginados. Una imaginación incontenible, incansable y proyectual que abarcaría los mares de la arquitectura y del urbanismo, pero también los de la banca, la ganadería, los seguros, la agricultura, la pesca, los caballos... y de muchos otros océanos. Así, cuando se trató de su arquitectura, ella fue “experimental, pero dentro de una disciplina”. Lo fueron sus nuevas ciudades y campamentos petroleros en Guayana y el Zulia, esquemas radiantes, que hizo en “Planificación y vivienda” con Francisco Carrillo Batalla, Carlos Guinand Baldó y dos jóvenes amigos de Yale, José Luis Sert y Paul Lester Wiener; lo fueron sus primeros edificios, pequeñas joyas modernas de austeros quiebrasoles marselleses y rígidas composiciones yaleanas a las que Emile Vestuti doró de sutilezas; lo fueron sus premiados edificios y sus proposiciones urbanas de la madurez, que desde la Torre Europa y para siempre proyectó con Carlos Gómez de Llarena, interlocutor entrañable y eterno. Y en todo, haciendo siempre la observación precisa para no decaer hacia lo banal, lo inocuo, lo meramente pragmático. Sus observaciones eran diseños, y volaban en sus palabras como palmas de oro de la elocuencia arquitectónica.

París se balanceaba por las claraboyas del barco
. A cada cabeceo de la barcaza, el joven acompañaba a fundar para nuestras ciudades el Instituto de Arquitectura Urbana, o decidía que “una serie de sitios en el centro de la ciudad tienen que re-escalarse como hizo Villanueva en El Silencio, empezando por la Plaza Bolívar”, y proponía el Recinto Histórico de las Nueve Cuadras, o criticaba las plantas bajas de todas las torres de Benacerraf y Gómez para se hicieran cada vez más urbanas, o repasaba cada elemento del Plan Maestro del Parque Vargas hasta la obstinación para mejorarlo. Vanguardista moderado, radical contenido, hombre de negocios ilustrado, gentilhombre obstinado, arquitecto tutelar, amigo querido.

Hace poco, habiendo quedado atrapado entre dos luces de un semáforo en los Campos Elíseos, en medio del vértigo de la ciudad, se volvió hacia mí y me aseguró, intenso y feliz: “¡Ninguna como ésta!”... ¿Puede ser que el oasis de esa ciudad te distrajera tánto como para no darte cuenta de que nos estabas dejando?



La Torre Europa, Premio Nacional de Arquitectura 1976. Benacerraf,  Fuentes y Gómez, Caracas, 1975.





Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, sábado 7 de Noviembre de 1998.



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