domingo, 5 de octubre de 2008

Juegos florales

La Flor natural: Aquilegia vulgaris englantina.





Cuando en los años 1910s arquitectos como Gabriel Gevrekian y André Lurçat tallaban abetos y masas de boj como esferas o pirámides y confeccionaban parterres como cuadros de Sonia Delaunay, lo que en realidad hacían era repetir de manera diferente la tradición del jardín latino, tradición que se había mantenido invariable desde el renacimiento. Al proponer a sus clientes jardines geométricos a la manera de pinturas abstractas para acompañar sus edificios, sentaron las bases para que años más tarde el pintor Roberto Burle Marx hiciera sus jardines/lienzos. La línea fue de las broderies barrocas a los tableaux cubistas y de allí a las ondulantes composiciones pernambucanas. Esta creciente puesta en valor del jardín de autor impulsaría el avance del paisajismo moderno hasta la fantástica situación contemporánea, donde finalmente se han borrado las fronteras entre arquitectura, arte y paisaje.

En 1958, año en que se comenzó el Parque del Este, se dio inicio también en Venezuela a la silenciosa transformación del arte del paisaje. Transformación que luego por su inmensa difusión, por su continuidad en el tiempo y por su cotidianidad, parece algo de lo más usual, y nadie se detiene demasiado a pensar en ella. No obstante, cada vez que volvemos sobre los textos que relatan la historia de este parque, nos encontramos con los hechos fundacionales del paisajismo nacional. Una era nueva radicalmente distinta se iniciaba -como también lo estaba haciendo en el resto del mundo-, gracias a la obra innovadora del maestro Burle Marx. 

Las figuras de Fernando Tábora y de John Geoffrey Stoddart aparecen en escena al momento de esta epopeya del Parque del Este. En los nuevos viveros construidos en el territorio de la antigua Hacienda San José, además de las especies autóctonas de la flora nacional, las palmeras, las orquídeas, las aráceas, los Philondendron, los Anthurium (recogidas a mano por insignes botánicos como Leandro Aristeguieta en los más recónditos rincones de la geografía nacional), se incubarían los artistas futuros del nuevo paisaje local y de la nueva jardinería tropical. Solo faltaba entonces que una práctica profesional se estableciera seriamente.

Luego que Burle Marx partió, los jardines de Stoddart y Tábora, así como los de Eduardo Robles Piquer, tuvieron la gran virtud de haber seguido sembrando el paisaje con nuestra flora local -continuando la saga inaugural del Parque del Este- y plantándolo con formas nuevas. Pero sobre todo, tuvieron la virtud de habernos acostumbrado a ello. Hoy es cotidiano en todo el país que nos manejemos entre las Monstera como entre los rosales, y que plantemos almácigos de montañosos Yagrumos con el mismo talante con el que cultivamos delicados jazmines. Todo el país reproduce como lo más natural los estanques geométricos reflectantes, las caminerías cimbreantes, los muros como planos abstractos, los macizos de heliconias, los árboles monumentales de raíces heroicas y las sensuales curvas emanadas de la geografía, de este lujuriante y moderno nuevo lenguaje.

La pionera labor de cotidianizar el paisaje moderno tropical sería llevada aún más allá por Fernando Tábora en particular, con la creación en la Maestría en Arquitectura Paisajista de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCV. La modernidad tropical empezó a hacer escuela, y a sentar las bases para multiplicarse en la obra de arquitectos paisajistas entrenados académicamente.

Ellos tienen ahora la responsabilidad de hacer las nuevas combinaciones creadoras con los conceptos del repertorio que han heredado: de los patios coloniales con sus íntimas leyes y sus gustos; de los sombríos parques decimonónicos poblados de estatuas; de la huella bucólica de Frederick Law Olmsted en el Caracas Country Club; de las plantaciones caraqueñas de árboles florales de los urbanistas de los años cuarenta; de los incógnitos jardines personales tras los muros de las mejores casas; de las tropicalias burlemarxianas, de la herencia de obras como la de Tábora, y sobre todo, de las calidades aún no explotadas de un paisaje natural vasto, variado y pletórico de especies, todo ello ahora académicamente instrumentado. Más aún: ellos tienen el reto de aplicar el arte del paisaje al urbanismo, y hacer que la ciudad y el territorio puedan ser planificados a partir de sí mismos y de sus poéticas propias, salvándonos a todos de tánto plan contemporáneo de reordenamiento urbanístico paisajística y ambientalmente desarraigado. 

Solo aquel poeta del paisaje que descolle en ingenio y en arte por encima de sus contendores deslumbrando al público, podrá optar, ejemplarmente, a la simbólica Flor natural que se otorga cada nueva primavera como premio a los trovadores verdaderos de juegos florales.1 


Eglantina, o Rosa de bosque.





NOTAS
1. Los Juegos florales, juegos de la gaya ciencia, Floralia o Ludi florensei, se iniciaron como un homenaje a la diosa Flora, quien tenía el poder de hacer florecer los árboles, un prerrequisito para todos los frutos, pero luego se convirtió en la protectora de la primavera y de todo lo que florece. Su festividad, la Floralia, se celebraba en abril o a principios de mayo y simbolizaba la renovación del ciclo de la vida, marcada con bailes, bebidas y flores. Durante la restauración de los Juegos florales de Barcelona en 1859, gracias a las iniciativas de Antoni de Bofarull y de Víctor Balaguer, el lema Patria, Fides, Amor hacía alusión a los tres premios ordinarios: la Flor natural o premio de honor, que consistía en una Englantina (Rosa de bosque) de oro, y la Viola de oro o de plata. El ganador de tres premios ordinarios era investido con el título de Maestro en Gayo Saber.




Publicado en: Papel literario, EL NACIONAL, Caracas, sábado 4 de Octubre de 2008.



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