domingo, 19 de abril de 2009

¿De qué color es la piel de Dios?

Templo de San Francisco, Caracas (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana, 1918). 







¿De qué color es la sagrada piel del Templo de San Francisco en Caracas? ¿Tendría la respuesta Antonio Ruiz de Ullán, alarife de la ciudad en 1573 y para entonces Maestro de Albañilería de las obras de la referida iglesia, quien dispusiera que el diseño de su fachada barroca mantenida hasta 1887, luciera la resplandeciente belleza de sus materiales como Dios los mandó al mundo: es decir, naturales? ¿O San Francisco de Asís y la Virgen de la Inmaculada, a quienes está dedicada la Iglesia desde 1654?

No San Francisco, claro está: de todos los santos de la Cristiandad, él fue el único que se deshizo de sus terrenales vestiduras para salir a campo traviesa a celebrar a Dios con sólo la desnuda arquitectura de su cuerpo. El recuerdo de su santa piel contínua, expuesta al sol, es casi una tácita respuesta... Tampoco podríamos preguntárselo a la Inmaculada Concepción, que acompaña a San Francisco en la portada del templo caraqueño, y a cuya advocación la iglesia colonial le hiciera gracioso y adecuado homenaje con el níveo, puro y blanco revoque de sus fachadas, con la inmaculada piel de su arquitectura.

¿O quizás la tendría Juan Hurtado Manrique, el guzmancista diestro d
e todos los estilos, quien había provisto en 1873 un nuevo proyecto de fachada para San Francisco argumentando que así armonizaría con la de la nueva universidad? ¿Es a Hurtado, pues, a quien, espantados como estamos ante el flagelo de la piel, ante la ciega, epidérmica pasión, ante la amenaza polícroma contra los monumentos de Caracas, ante el viacrucis de su manipulación cultural, y su “re-inauguración” en medio de bombos y platillos como reinas pintarrajeadas de un populista carnaval arquitectónico, a quien hemos de preguntarle, en definitiva, de qué color es el Templo de San Francisco?

Juan Hurtado Manrique decía simplemente, como buen arquitecto del ochocientos: “Yo sé imitar la piedra”. Para él, en Caracas, como en Viena y en París, a fines del siglo diecinueve los frisos ya no eran más los simples frisos, los vulgares frisos, sino sublimes superficies plenas de talante metafórico. Las paredes estaban deseando ser autónomas de toda lógica constructiva y, como bordadas extensiones, aspiraban a ser aplicadas a la arquitectura tal cual paneles decorados por la mano del arquitecto. Los blancos muros sobre la Esquina de San Francisco simulaban auténticos sillares, pilastras y cornisas de piedra de Francia, dramatizados por el claroscuro. Una arquitectura parlante. Por ello, la estridente deshonra actual (2004) en gris y amarillo, vulgar muestrario de pintura para exteriores, contra el que nada han valido las voces de protesta y las argumentaciones técnicas de los expertos (y por los que llora La Dolorosa aún antes de salir en procesión), es nada menos que la negación conceptual de la fachada de 1873 y la antítesis del soberbio y austero interior del templo.

Pero no importa. Igual que en 1942, cuando se redescubriera el alfarje tapiado de la nave central, o en 1972, cuando se reabriera la Puerta de San Agustín, corregiremos de nuevo los abusos cometidos contra la santa fábrica de San Francisco, devoviéndole su monocromía original a las formas neoclásicas. Entonces, el color de su piel no será revelado por ninguna esotérica “cala”, sino por su autor original, la luz caraqueña. 



Templo de San Francisco, Caracas (Archivo Fundación de la Memoria Urbana).





Publicado en: EL NACIONAL, Caracas, 2004.



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