Hoja de esquicios del Hôtel de la Baziniére (París, 1653. Arquitecto François Mansart).
Para pasearse por una ciudad en invierno hace falta hacer gala de una imprudentísima pasión. Como un motor diesel reventándose en solitarias explosiones, así va impulsándose por las heladas aceras el apasionado paseante invernal. Mientras más camina, más necesita del calor de su cuerpo; mientras más entra en calor, más difícil le es detenerse. El largo día gris y húmedo de la caminata podría ser interminable, mas la febril máquina encuentra también en la ciudad, fatal objeto de su amor, una razón para claudicar. Cualquier banco frente al río puede servirle. En la niebla, la ancha costra de piedra luce mansa como nunca, y cobija densamente tibias maravillas. Inmóvil, admira la ciudad invernal... pero resulta que se congela. Demasiado bien sabe que su pasión resiste mal la intemperie: desatina al correr y desmaya al detenerse.
Se verá obligado a andar de nuevo. Abre una guía de la sombría ciudad y la recorre, los dedos tumefactos, buscando algún rincón para guarecerse. Una cálida oferta le habla a su corazón: en el número 87 de la rue Vieille du Temple, el Hôtel de Rohan -sede del Centro Histórico de Archivos Nacionales-, extendía su planta en forma de "H" entre un jardín gigantesco y un patio empedrado. Era el aniversario del nacimiento de François Mansart (1598-1666), arquitecto del rey. Exhibían una recopilación exhaustiva de sus dibujos y maquetas originales.1 Hacia allí iría a conducir ahora el paseante invernal su furtivo frenesí.
Pasó bajo el portal de piedra altísimo. Cruzó el patio y entró por la puerta-vidriera. Una vez adentro, fue hacia las tranquilas salas apartadas. En el eje principal del edificio dio con un plano de París tan grande como una mesa para treinta comensales, y sobre él dispuestas todas las obras del genio de la arquitectura; la ciudad se le ofrecía como una cortesana, pero ahora en el Grand Siècle.
En la cima de la escalera, un dibujo: la hoja de esquicios para la modernización del Hôtel de la Baziniére, de 1653. En una misma lámina, borrones y tachaduras, diseño sobre diseño de quien alcanzara la gloria por no poder decidir jamás por una última solución arquitectónica. Esta flaqueza le fue criticada duramente por sus coetáneos, quienes le blandían la máxima "paraphé ne varietur” (“se firma para que nada cambie”), mientras él alegaba que “no podía amarrarse las manos, y quería conservar siempre para sí el poder de hacer las cosas mejor”.
Mansart se acogía al derecho de todo arquitecto a perseguir la forma perfecta, a no parar de diseñar jamás, aún en la obra. Su proceso creador iba más allá de la construcción, y eran de fama sus muros, bóvedas y tramos enteros de escaleras demolidos y vueltos a construir varias veces, para terror de clientes a la moda y maestros masones. La hoja de esquicios de la Baziniére podría también llamarse “Defensa e Ilustración del Arrepentimiento”.
Subió la escalera. Los dibujos habían sido montados en atriles forrados de seda color cereza. Los passe-partouts color marfil tenían como un dedo de espesor, y alguien, copiando la cuidadosa caligrafía del arquitecto, había rotulado sobre ellos el nombre de cada dibujo... La tibieza era enervante. Las ropas le pesaban. Se sintió impelido a despojarse de todas, que fueron cayendo imperceptiblemente en cada sala del piso superior.
El sombrero fue el primero que saltó, frente al dibujo en tinta china del famoso frontispicio del Temple de Sainte Marie. La bufanda vino a colgarse descuidadamente de una esquina del marco de la planta del Château de Coulommiers. Al ver los muros deconstruidos en el grabado del Hôtel de Chevreuse, dejó caer de un golpe al suelo el abrigo... Nadie vigilaba.
La chaqueta quedó a los pies del alzado del jardín del Château de Maisons, y en alguna parte entre el esquicio para la Eglise de Val-de-Grâce y el plano múltiple de la elevación de la Eglise de la Visitation, enganchó el suéter con un murmullo de placer; ya en mangas de camisa, pasó deslizándose largamente por los veinte pares de pilastras del célebre gran plano de la fachada oriental del Louvre. Su soledad era absoluta. Sólo restaba la sala del Château de Blois, llena de mansardas asimétricas y de jardines en acuarela.
Dicen que fue completamente feliz allí, admirando Blois. ¡Qué dicha! ¡Al fin tener entre los brazos a “l´esprit d´escalier”! Los deleites estereotómicos de las bóvedas, el goce mansartiano del gran domo...
Pero no fue sino al estar muy, muy cerca del papel, su aliento empañando los cristales, sus labios rozando la seda, cuando apreciaba la intensa profundidad del trellis en tinta simulando la sombra en los alzados del castillo, que sintió la presencia física de la arquitectura. El placer era completo. Cerró los ojos.
Tiempo más tarde el paseante invernal estuvo de nuevo a la fría intemperie. Sus pasos insaciables lo llevaron a algún ancho paseo de alta verja y leones verdes. Otra vez en el estilizado paisaje nevado.
Se verá obligado a andar de nuevo. Abre una guía de la sombría ciudad y la recorre, los dedos tumefactos, buscando algún rincón para guarecerse. Una cálida oferta le habla a su corazón: en el número 87 de la rue Vieille du Temple, el Hôtel de Rohan -sede del Centro Histórico de Archivos Nacionales-, extendía su planta en forma de "H" entre un jardín gigantesco y un patio empedrado. Era el aniversario del nacimiento de François Mansart (1598-1666), arquitecto del rey. Exhibían una recopilación exhaustiva de sus dibujos y maquetas originales.1 Hacia allí iría a conducir ahora el paseante invernal su furtivo frenesí.
Pasó bajo el portal de piedra altísimo. Cruzó el patio y entró por la puerta-vidriera. Una vez adentro, fue hacia las tranquilas salas apartadas. En el eje principal del edificio dio con un plano de París tan grande como una mesa para treinta comensales, y sobre él dispuestas todas las obras del genio de la arquitectura; la ciudad se le ofrecía como una cortesana, pero ahora en el Grand Siècle.
En la cima de la escalera, un dibujo: la hoja de esquicios para la modernización del Hôtel de la Baziniére, de 1653. En una misma lámina, borrones y tachaduras, diseño sobre diseño de quien alcanzara la gloria por no poder decidir jamás por una última solución arquitectónica. Esta flaqueza le fue criticada duramente por sus coetáneos, quienes le blandían la máxima "paraphé ne varietur” (“se firma para que nada cambie”), mientras él alegaba que “no podía amarrarse las manos, y quería conservar siempre para sí el poder de hacer las cosas mejor”.
Mansart se acogía al derecho de todo arquitecto a perseguir la forma perfecta, a no parar de diseñar jamás, aún en la obra. Su proceso creador iba más allá de la construcción, y eran de fama sus muros, bóvedas y tramos enteros de escaleras demolidos y vueltos a construir varias veces, para terror de clientes a la moda y maestros masones. La hoja de esquicios de la Baziniére podría también llamarse “Defensa e Ilustración del Arrepentimiento”.
Subió la escalera. Los dibujos habían sido montados en atriles forrados de seda color cereza. Los passe-partouts color marfil tenían como un dedo de espesor, y alguien, copiando la cuidadosa caligrafía del arquitecto, había rotulado sobre ellos el nombre de cada dibujo... La tibieza era enervante. Las ropas le pesaban. Se sintió impelido a despojarse de todas, que fueron cayendo imperceptiblemente en cada sala del piso superior.
El sombrero fue el primero que saltó, frente al dibujo en tinta china del famoso frontispicio del Temple de Sainte Marie. La bufanda vino a colgarse descuidadamente de una esquina del marco de la planta del Château de Coulommiers. Al ver los muros deconstruidos en el grabado del Hôtel de Chevreuse, dejó caer de un golpe al suelo el abrigo... Nadie vigilaba.
La chaqueta quedó a los pies del alzado del jardín del Château de Maisons, y en alguna parte entre el esquicio para la Eglise de Val-de-Grâce y el plano múltiple de la elevación de la Eglise de la Visitation, enganchó el suéter con un murmullo de placer; ya en mangas de camisa, pasó deslizándose largamente por los veinte pares de pilastras del célebre gran plano de la fachada oriental del Louvre. Su soledad era absoluta. Sólo restaba la sala del Château de Blois, llena de mansardas asimétricas y de jardines en acuarela.
Dicen que fue completamente feliz allí, admirando Blois. ¡Qué dicha! ¡Al fin tener entre los brazos a “l´esprit d´escalier”! Los deleites estereotómicos de las bóvedas, el goce mansartiano del gran domo...
Pero no fue sino al estar muy, muy cerca del papel, su aliento empañando los cristales, sus labios rozando la seda, cuando apreciaba la intensa profundidad del trellis en tinta simulando la sombra en los alzados del castillo, que sintió la presencia física de la arquitectura. El placer era completo. Cerró los ojos.
Tiempo más tarde el paseante invernal estuvo de nuevo a la fría intemperie. Sus pasos insaciables lo llevaron a algún ancho paseo de alta verja y leones verdes. Otra vez en el estilizado paisaje nevado.
François Mansart. El genio de la arquitectura.
NOTAS
1. François Mansart: Le genie de l´architecture, Centro de Archivos Nacionales, París. 17 de octubre de 1998 - 17 de enero de 1999.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 15 de Marzo de 1999.
Este blog está estupendo!!! ya lo pongo en mis links y en mi google reader. Felicitaciones!! Le voy ap edir prestada algunas fotos, citaré la fuente por supuesto.
ResponderBorrarsaludos
http://venezuelaysuhistoria.blogspot.com