Poco después de haber leído a Luis Alberto Crespo en El país ausente (“¿Qué se hizo Paraguaná?”, El Nacional, 6 de Febrero) y sentir un escalofrío por la debacle que se cierne sobre el patrimonio arquitectónico y ambiental de la península tras la entrada en vigencia del decreto para la Zona Franca de Paraguaná (1999), ya no pude quitarme más de la mente ni el sabor de su lectura -que me dejó mentalmente clavada en ese lugar-, ni la figura de Graziano Gasparini.1
Por esos días estaba leyendo un libro sobre la historia del coleccionismo. En medio de sus páginas me había encontrado la imagen de un grabado del padre jesuíta Atanasius Kircher: Campus antropomorphus, extraída del folio 810 de su libro Ars magna lucis et umbre, de 1646.2 Se trataba de un Arcimboldo paisajístico. Un hombre yace boca arriba. Su cabeza es un promontorio que descansa sobre la costa; de sus rocosos hombros musculosos nace un gran árbol; la línea del cuello la dibuja un muro de contención que se dobla sobre sí mismo en la gran escalinata en dos tramos del pabellón de la oreja. El pecho es el campo. Este sube en una hilera de abetos hasta formar la espesa fronda de la barba. Un camino serpentea por la mejilla hasta la comisura de un ojo de mirar profundo como la boca de una cueva. El ceño está fruncido en las piedras del entrecejo y la cabellera es agrestemente rocosa, pero la nariz es un pueblo montañés que baja de casa en casa hasta la boca abierta, por donde asoma la lengua enhiesta de un campanario parlante. Aquel campo se estaba tragando una ciudad…
El grabado es una reflexión acerca del dominio de la naturaleza por el hombre, de la lucha, ya en el siglo dieciocho perdida en manos de la omnipresencia mental humana sobre toda la extensión de la tierra, por retener aunque fuera visualmente la virginal condición de la naturaleza. Pero, paradójicamente, también es una celebración de la imaginación humana y del control del paisaje como una de las máximas expresiones culturales del hombre.
El recuerdo de la península de Paraguaná, de su campo quemado, agreste y solitario, venía a mí enevitablemente como el Arcimboldo de Kircher, pero con las imágenes del libro Paraguaná de Gasparini, González y Margolies.3 Sus fotos de las casas, las iglesias, la vegetación, la geografía, son el único viaje que he podido emprender hasta esa región de Venezuela desde hace mucho. Porque ese Paraguaná de Graziano, congelado en el tiempo, ya es el único que nos queda, como un acta notarial, de lo que había en la península por allá en 1995. Y es el único que nos podrá decir lo que podremos hacer con lo que sobrevive, si sobrevive, antes de que todo se lo lleve el viento.
De esos haberes, tras el inexplicable ímpetu saqueador de los venezolanos, hoy resta un 60 por ciento. Ello convierte a su libro en una reliquia semejante al libro de César Manrique Lanzarote, arquitectura inédita, publicado por el artista en 1972, cuando a su paraíso insular de las Islas Canarias lo amenazaba la misma adulteración que había sufrido “todo el litoral español, borrando las acusadas características que diferenciaban cada lugar, introduciendo gratuitamente una fría estandardización internacional”. Manrique logró salvar Lanzarote con sólo tres cosas:
Uno, mudándose al lugar (“su más notoria actividad comenzó a partir de su propia casa. A partir de ahí va surgiendo poco a poco su arrolladora capacidad de tratar y transformar el paisaje”).4
Dos, al publicar su libro (“dando a conocer y comprender todas las facetas de la arquitectura lanzaroteña, para que su estudio nos pueda dar todas las enormes posibilidades en la continuidad de nuevas construcciones en -como dijera Fernando Higueras, su partner arquitectónico- perfecta integración entre paisaje, agricultura y arquitectura popular”). Ambos libros hacen una labor de conservación y puesta al día para evitar la destrucción de cada muro viejo, de cada vivienda en donde el tiempo haya dejado rastro histórico... “No se trata de iniciar el pastiche pseudopopularista. El propósito es otro, y más ambicioso: se trata de que cada arquitecto, de que cada constructor, de que cada especulador de la madre tierra, tengan muy presentes las rotundas realidades del pasado antes de decidirse a levantar nada nuevo”.
Tres, convenció a las autoridades (“su celo supo transmitir su entusiasmo a las autoridades sensibles para contener la avalancha de mal gusto. El Cabildo Insular y su honesto presidente, José Ramírez Cerdá, entendieron que la desaparición del patrimonio histórico y ambiental borraría para siempre un pasado lleno de sentido y de sabiduría que no se puede improvisar en un corto espacio de tiempo”).
Por esos días estaba leyendo un libro sobre la historia del coleccionismo. En medio de sus páginas me había encontrado la imagen de un grabado del padre jesuíta Atanasius Kircher: Campus antropomorphus, extraída del folio 810 de su libro Ars magna lucis et umbre, de 1646.2 Se trataba de un Arcimboldo paisajístico. Un hombre yace boca arriba. Su cabeza es un promontorio que descansa sobre la costa; de sus rocosos hombros musculosos nace un gran árbol; la línea del cuello la dibuja un muro de contención que se dobla sobre sí mismo en la gran escalinata en dos tramos del pabellón de la oreja. El pecho es el campo. Este sube en una hilera de abetos hasta formar la espesa fronda de la barba. Un camino serpentea por la mejilla hasta la comisura de un ojo de mirar profundo como la boca de una cueva. El ceño está fruncido en las piedras del entrecejo y la cabellera es agrestemente rocosa, pero la nariz es un pueblo montañés que baja de casa en casa hasta la boca abierta, por donde asoma la lengua enhiesta de un campanario parlante. Aquel campo se estaba tragando una ciudad…
El grabado es una reflexión acerca del dominio de la naturaleza por el hombre, de la lucha, ya en el siglo dieciocho perdida en manos de la omnipresencia mental humana sobre toda la extensión de la tierra, por retener aunque fuera visualmente la virginal condición de la naturaleza. Pero, paradójicamente, también es una celebración de la imaginación humana y del control del paisaje como una de las máximas expresiones culturales del hombre.
El recuerdo de la península de Paraguaná, de su campo quemado, agreste y solitario, venía a mí enevitablemente como el Arcimboldo de Kircher, pero con las imágenes del libro Paraguaná de Gasparini, González y Margolies.3 Sus fotos de las casas, las iglesias, la vegetación, la geografía, son el único viaje que he podido emprender hasta esa región de Venezuela desde hace mucho. Porque ese Paraguaná de Graziano, congelado en el tiempo, ya es el único que nos queda, como un acta notarial, de lo que había en la península por allá en 1995. Y es el único que nos podrá decir lo que podremos hacer con lo que sobrevive, si sobrevive, antes de que todo se lo lleve el viento.
De esos haberes, tras el inexplicable ímpetu saqueador de los venezolanos, hoy resta un 60 por ciento. Ello convierte a su libro en una reliquia semejante al libro de César Manrique Lanzarote, arquitectura inédita, publicado por el artista en 1972, cuando a su paraíso insular de las Islas Canarias lo amenazaba la misma adulteración que había sufrido “todo el litoral español, borrando las acusadas características que diferenciaban cada lugar, introduciendo gratuitamente una fría estandardización internacional”. Manrique logró salvar Lanzarote con sólo tres cosas:
Uno, mudándose al lugar (“su más notoria actividad comenzó a partir de su propia casa. A partir de ahí va surgiendo poco a poco su arrolladora capacidad de tratar y transformar el paisaje”).4
Dos, al publicar su libro (“dando a conocer y comprender todas las facetas de la arquitectura lanzaroteña, para que su estudio nos pueda dar todas las enormes posibilidades en la continuidad de nuevas construcciones en -como dijera Fernando Higueras, su partner arquitectónico- perfecta integración entre paisaje, agricultura y arquitectura popular”). Ambos libros hacen una labor de conservación y puesta al día para evitar la destrucción de cada muro viejo, de cada vivienda en donde el tiempo haya dejado rastro histórico... “No se trata de iniciar el pastiche pseudopopularista. El propósito es otro, y más ambicioso: se trata de que cada arquitecto, de que cada constructor, de que cada especulador de la madre tierra, tengan muy presentes las rotundas realidades del pasado antes de decidirse a levantar nada nuevo”.
Tres, convenció a las autoridades (“su celo supo transmitir su entusiasmo a las autoridades sensibles para contener la avalancha de mal gusto. El Cabildo Insular y su honesto presidente, José Ramírez Cerdá, entendieron que la desaparición del patrimonio histórico y ambiental borraría para siempre un pasado lleno de sentido y de sabiduría que no se puede improvisar en un corto espacio de tiempo”).
La nueva capital de la Zona Franca, Pueblo Nuevo, deberá fundar un Cabildo Peninsular, Convenio del Paisaje desde donde se controle el desarrollo inminente con un semejante, por ejemplo, al escrito en las célebres Páginas de la Isla que preservan a Capri desde los inicios del siglo. Señor Gobernador del Estado Falcón: no desprecie usted las virtudes que Dios le puso entre las manos. Este año son las bodas de oro de Graziano Gasparini en Venezuela. ¿Por qué no podemos estar a la altura del resto del mundo en materia de preservación de nuestro patrimonio? Como dijera César Manrique: “Cualquier lugar de la tierra sin fuerte tradición, sin personalidad y sin suficiente atmósfera poética, está condenado a morir”.
NOTAS
1. Luis Alberto Crespo. "¿Qué se hizo Paraguaná?", El país ausente, El Nacional, Caracas, 6 de Febrero.
2. Atanasius Kircher. Ars magna lucis et umbre, 1646.
3. Graziano Gasparini, González y Louise Margolies. Paraguaná.
4. César. Manrique. Lanzarote, arquitectura inédita, 1972.
NOTAS
1. Luis Alberto Crespo. "¿Qué se hizo Paraguaná?", El país ausente, El Nacional, Caracas, 6 de Febrero.
2. Atanasius Kircher. Ars magna lucis et umbre, 1646.
3. Graziano Gasparini, González y Louise Margolies. Paraguaná.
4. César. Manrique. Lanzarote, arquitectura inédita, 1972.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 15 de Febrero de 1999.
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