miércoles, 31 de octubre de 2007

Los diez libros de la arquitectura

Della Architettura Libri Dieci, Leon Battista Alberti.


      

                           
De architectura libri decem es el nombre del tratado de arquitectura de Vitruvio que fue rescatado a comienzos del Renacimiento de las arcas de la Abadía de Sankt Gall.1 Este compendio arquitectónico, a diferencia de lo que podamos creer y pese a la inmensa influencia que tuvo en esa época, fue ampliamente ininteligible para los hombres del Quatrocentto, y aún más, casi indescifrable. León Battista Alberti, su mayor y más importante intérprete decía de él que “para los griegos estaba en latín, y para los romanos estaba en griego”. Mas eso no logró auyentarlo de su tarea magnánima de reconstrucción y construcción del más importante corpus teórico de su época, De Reaedificatoria, originalmente también llamado, como su libro análogo, los diez libros de la arquitectura.2

Esta obra se convirtió hacia 1450 en la verdadera Biblia de la arquitectura del Renacimiento por “la confiabilidad de su conocimiento técnico y científico, por sus reglas arqueológicamente correctas sobre la construcción clásica y por su coherente teoría estética”. Hoy todos sabemos que el libro de Alberti fue suficiente teoría de la arquitectura para la construcción renacentista no sólo porque rescató el clásico libro de la antigüedad, sino porque forzó a Alberti a imaginar todo lo que no entendía, a llenar los vacíos de todo lo que no estaba explícito y a diseñar las "lagunas del romano". Entre los diez libros originales de Vitruvio y sus diez ideales reinterpretaciones albertianas, reacondicionadas y reafirmadas en el espíritu nuevo de una nueva época, media un paso fantástico que coloca a los diez temas arquetipales de los diez folios en la base de toda lista ideal de publicaciones de arquitectura.


En un momento en Venezuela (1998) cuando a pesar de los colosales esfu
erzos hechos en los últimos años todavía el campo editorial arquitectónico carece de un verdadero corpus primigenio que cubra lo fundamental de toda la cultura urbana y arquitectónica del país, la noción del libro clásico, del libro arquetipal, del libro ideal, está más presente que nunca.

Decía Italo Calvino en Por qué leer los Clásicos, que “un clásico es un libro que cuanto más cree uno conocerlo de oídas, tanto más nuevo, inesperado, inédito resulta al leerlo de verdad”.3 Al manejar todos los días el sueño de posibles, inagotables e infinitos proyectos editoriales de arquitectura, lo hago siempre a costa de apartar de mi mente la necesidad de abordar alguno de los diez temas originales vitruvianos, o de sus equivalentes albertianos, que por un extraño atavismo cultural, no se terminan nunca por fin de realizar...
Puede ser que si, como dijera Calvino, un “clásico es un libro que nunca termina de decir lo que quiere decir”, lo básico, lo fundamental, lo obvio puede convertirse entonces sinónimo de lo infinito.

Y si Alberti, al interpretar los diez temas de Vitruvio, convirtió toda su poética, toda su praxis, toda su filosofía en un ejercicio de la imaginación y en una construcción virtual a partir de los restos que quedaban de un enigma, bien podemos nosotros, intentando inspirar el inicio de una producción editorial menos dilettante, tratar de emularlo. Así, los diez libros podrían inspirarnos:


I. El Libro Primero es el diseño - Para los lineamientos clásicos.
II. El Libro Segundo - Para los materiales.

III. El Libro Tercero es la ejecución de la obra (la c
onstrucción) - Para hacer el libro de la pequeña antología.
IV. El Libro Cuarto es el de las obras de carácter universal (las obras públicas) - Para hablar de las siete princesas de la Escuela de Caracas.

V. El Libro Quinto trata del valor del proyecto y de la técnica constructiva así como de la estructura completa de la ciudad y sus tipologías. Son las obras de carácter particular (trabajos de individuos) - Para el Libro de la Vida Ilustre (la biografía).

VI. El Libro Sexto son los ornamentos (el sexto libro es un corto resumen, una breve historia de la arquitectura) - Para el libro de Historia o el libro de la naturaleza.

VII. El Libro Séptimo son los ornamentos de los edificios de culto (edificios sagrados, trata de la arquitectura religiosa) - El Libro de Villanueva en la luna (el retrato).

VIII. El Libro Octavo es el ornamento en los edificios públicos profanos (seculares) - Para el Libro de horas de un edificio (diario de las virtudes) o
la Guía de la Ciudad destinada a los nuevos lectores.
IX. El Libro Noveno es el ornamento en los edificios privados.

X. El Libro Décimo es la restauración - Para el libro de la ciudad tipo novela de Balzac.



 
                                        De Architectura Libri Decem, Vitruvio.






NOTAS
1. Vitruvio. De architectura libri decem.
2. Leon Battista Alberti. De Reaedificatoria.
3. Italo Calvino. Por qué leer los Clásicos.




Guión de una charla dictada en el Museo de Bellas Artes, Caracas, 1998.


Proclama

Caracas aérea.



Si en un día despejado sobrevolásemos la ciudad de Nueva York, empezaríamos a divisar uno a uno sus espacios públicos. Primero, en la punta, fugándose sobre los viejos puertos, Battery Park; segundo, el breve City Hall Park, habitado por el ayuntamiento; Washington Square y el inicio de la Quinta Avenida; el paréntesis bajo llave de Grammercy Park; el recién renovado (1998) Bryant Park. Todos ellos hundidos en un denso océano de edificios, como vistazos furtivos al fondo del profundo mar urbano... 

Subiendo hacia Midtown, el océano recrudece. Por ello, el gran vacío del Central Park nos sorprende por igual a aviadores y peatones cuando se nos aparece en medio del inesperado retirarse de las olas. Las orillas del parque semejan aguas contenidas por mandato divino. La masa congelada aguarda en mansa tensión, a punto de volver a inundar de construcciones el apetitoso rectángulo. 


Pero una inundación semejante es imposible. En esa ciudad, las batallas arduamente ganadas a la avaricia no se revocan así como así: una victoria en la lucha urbana es una victoria para siempre. Central Park se volvió intocable desde el día en que fue decretado, desde que Frederick Law Olmsted lo convirtiera en esa ficción magnífica de naturaleza que todos admiramos, desde que los ciudadanos se apoderaron de su irresistible invitación a mejorarles la vida. Nadie se atrevería hoy a poner en duda el valor de este gran trozo de Prime Real State trocado espacio público, ¡ni por todo el dinero del mundo!

Cada ciudad se mira en el espejo de su corazón urbano. E
stos son, por lo general, espejos muy costosos, caros en dólares y al alma colectiva. Manhattan pule las torres de sus edificios para que surjan brillando entre los árboles del parque; Madrid retoca las fachadas en el cruce genial de avenidas sobre la Cibeles como una vieja actriz que no quiere nunca exponer descuidado el mejor ángulo de su cara; París repite hasta la saciedad el acicalamiento de los Campos Elíseos, colmándolos de alhajas de moda. Tener un corazón lo es todo para el éxito de las ciudades. Cuidar de él es luego, tan sólo, elemental.

Lo mismo Caracas. El corazón que fue la Plaza Bolívar, ahora es la espina dorsal que nace en las laderas de El Calvario. Este es el gran teatro de la ciudad para el tercer milenio: un viejo sueño de espacios públicos trenzados, de vértebras urbanas avanzando hacia el este; una obra de arte urbano que se viene escribiendo por entregas desde hace más de sesenta años. A estas alturas no basta con reconocerlo en su rol de nuevo corazón mon
umental de la ciudad, sino que hay que garantizar su preservación. Los caraqueños, poseídos o desposeídos, necesitan de un centro monumental, no sucio y andrajoso, sino limpio y restaurado; no oprimido y siempre a punto de retroceder, sino peatonal, digno, generoso, señorial, educativo, y sobre todo, eterno. No importa cuánto recrudezca la ranchería infinita: el espacio público es un arma eficaz contra todo tipo de miserias. 

Si en un día despejado sobrevolásemos Caracas, flotaríamos sobre kilómetros de mar abigarrado antes de avistar un solo espacio público. Entonces, descubriríamos que las aguas se lo están tragando ávidamente. Esta visión anegadiza del valle urbano es tan desesperada que entenderemos el drama de su corazón instantáneamente: un largo dique conteniendo un enloquecido océano que empuja; del otro lado, el paraíso en calma del espacio público. Desde el aire recorremos este ojo de huracán en el fragor de la tormenta, y a medida que avanzamos, entendemos que la historia no puede devolverse. Primero, en la punta, brillante sobre las viejas avenidas, El Silencio; segundo, el majestuoso Centro Simón Bolívar, admirable en su utopía moderna; el Parque Vargas sin amenazas de ser convertido otra vez en terrenos rentables (como quiere el Plan de Desarrollo Urbano Local-PDUL), y el inicio de la reconquistada Avenida Bolívar; el paréntesis verde del Parque Los Caobos; la recién reurbanizada Plaza Venezuela.

Las victorias de los ciudadanos sobre los fariseos de la ciudad son para siempre. Hay que proclamarlo a los cuatro vientos: tenemos derecho al espacio público.




Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 1998.




Meditación sobre los escombros


Quinta 21. Arquitecto Gustavo Wallis. Campo Alegre, 1935-1998 (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).



"…l’argile rouge a bu la blanche espéce" (XV).1

En 1954, cuando Gio Ponti hizo la Villa Planchart, dibujó una famosa pareja de planos: la planta baja y la planta alta de la villa. Estos planos están sembrados de ojos cuyas pupilas apuntan agudamente en una sola dirección; siempre me asaltan en medio de cada nueva visita al palacio sensorial que es esta casa. De ellos salen, con flechas vectoras, los previsibles caminos de la mirada; los mismos que inevitablemente toman siempre la mía y la de todo visitante. Ponti nos lleva fuerte de la mano. Hay que dejarse.
 
Como en una red encantada que un mago experto minara en la tierra, su ojo omnipresente dispuso con tiralíneas las vistas: de la puerta principal por el muro de la escalera al patio y de allí hasta el comedor; del vestíbulo al pasillo hasta el sa
lón principal, repleto de luz; y aún más lejos, ya en el salón, torciendo a la derecha a través de la puerta de vidrio hacia la lejanía del paisaje. La magia es experta... la arquitectura se explica sola.
 
Toda la casa está cruzada de estos hechizos lineales. Con sólo recorrerla, uno podría evocar su entera arquitectura, llena de pequeños y grandes eventos espaciales y estéticos, mucho tiempo después. Es una escritura auxiliar de la memoria. Si alguna vez la Villa Planchart desapareciera y me tocara reconstruir su recuerdo, cerraría esos perennemente abiertos ojos pontianos que miran solos dentro de mí, para que su arquitectura volviera a vivir... Tal es la fuerza del encantamiento. 

Tanta fe tengo en ello, que creí que me ayudaría a revivir toda arquitectura. Así, el lunes pasado, de pie sobre los escombros frescos de la Quinta 21 en la Calle 4 de Campo Alegre, intenté reproducir el hechizo al revés; es decir, reconstruir la e
legante villa moderna que Gustavo Wallis diseñara a comienzos de los años treinta a partir tan sólo del recuerdo, porque ya nada queda de ella. 

El desastre es completo. Sus planos se han perdido. Nadie se tomó nunca el trabajo de levantarla: ningún profesor de Historia de la Arquitectura, y por ende, ningún estudiante; no hay testigos que puedan hablar: hace demasiado tiempo, o todos han muerto. No hay texto que la describa, salvo, quizás tres tristes líneas en El Diario de Caracas que se llevó el viento. Tampoco hay deudos que la lloren: sus herederos vendieron y el arquitecto que recibió el terreno sólo se preocupa de su propia arquitectura. ¡Qué le vamos a hacer! ¿A quién le importa hoy constatar los efectos nefastos de una ordenanza de zonificación? La memoria en este país es débil y fugitiva. Por ello los errores se repiten, y la historia, sencillamente, no existe. 

Esta bella casa moderna -la más adorable de todas, después de Las Guaycas y Caoma-, por la que yo hubiera dado un reino, espejo de una época
donde la arquitectura existía y la ciudad también, ahora es sólo un amasijo retorcido de arcilla salpicado de vigas “I” de hierro que proveyó la Truscon Steel o quizás la Johns Mansville, empresas que representaba Wallis para erigir las primeras estructuras metálicas en Venezuela. Ahora, de pie sobre ella, sola entre los escombros, cinco años después de haber denunciado la debacle urbana y arquitectónica que acabaría con Campo Alegre, buscaba a tientas en el polvo algo que se pareciera a los “ojos” de Wallis... 

Trato de recordar: aquí estaba la entrada, con su dintel de curvas tan a lo Robert Mallet-Stevens, pero, ¿Estaba alineada por el pasillo con el patio de la cocina, o no exactamente? Bueno, por aquí quedaba el gran salón rectangular y m
ajestuoso, pero, Dios mío, el eje que venía perpendicular desde la sensual escalera (anclada a su cilindro blanco) y pasaba por aquí y por el pórtico de dos columnas, ¿Era el principal de la composición?, ¿estaba hecho para enmarcar el paisaje...? ¿y qué decir de ese conjunto de la segunda entrada lateral? A ver, ¿cómo era? Retórica, de ampulosa fachada y sin embargo con tan pequeña y suspicaz puerta. ¿Haz de ejes?, ¿premonitorios de Piedra Azul? La composición parecía hecha para exaltar un terreno de esquina, ¿O era otra cosa lo que expresaba el cuidado que el arquitecto puso en las formas que confluían en el ángulo de la casa? Ese constructivismo planar, pero cuboso, ese gusto por el claroscuro, pero blanquísimo, ese ascetismo, tan burgués... ¿Me recordaba a Wright, me recordaba a Schindler, me recordaba a Wittgenstein o me recordaba a la Escuela de París? ¿Era neoplástica, era cubista, era holandesa, era vienesa, era alemana, era francesa? ¿O era, sencillamente, de Campo Alegre

Habría que haberla recorrido más de una vez. No hay magia que valga sin espectadores. Casa de antepechos, casa de bordes, casa de ángulos, llena de acertijos, perdida en mi propia amnesia, maldita amnesia: ya nunca sabré por qué me gustaba tánto.

Quinta 21 (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).






NOTAS
1. Paul Valéry. El cementerio marino, XV, El Libro de Bolsillo, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p.54.
2. Hannia Gómez. "Wrightiana". "En Campo Alegre, subiendo por la calle donde estaba La Atalaya de Mujica, está otra casa de Gustavo Wallis que se construyó en la década de los treinta. Observémosla con detenimiento. Desnuda, de paredes blancas, columnas cilíndricas, techos planos, marquesinas en voladizo, ventanas sin ornamento: impecable, como demandaba el más depurado Estilo Internacional. Aquí, la ausencia de la piedra azul nos permite tener más clara la vista: la abstracción de la composición reina tranquila en el proyecto. Wright no está por ninguna parte; mas está Schindler con sus casas americanas, la abstracción planar del Neoplasticismo holandés o Robert Mallet-Stevens con sus armoniosas composiciones cubistas. La casa está muy bien lograda: Wallis dominaba el lenguaje". Arquitectura, El Diario de Caracas, 28 de Agosto, 1994.
3. H. Gómez. "Campo Marzio", Arquitectura, El Nacional, Caracas, Enero de 1993.
4. H. Gómez, H. "Wrightiana", Op. Cit., 1994.




Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 19 de Enero de 1998; Revista Memoriales, Instituto del Patrimonio Culttural; Venezuela Analítica, Habitat, http://www.analitica.com/archivo/vam1998.01/artes/habitat/habitat.htm; arqa.com, http://1999.arqa.com/columnas/hanniag2.htm

miércoles, 24 de octubre de 2007

O ellos o yo

Vista desde el Ponte della Accademia (f. Hannia Gómez, 2006).




Supóngase que nos fuera dado escoger nuestro sitio ideal de trabajo en la ciudad. Que bastara con seleccionarlo, para mudarnos allí y ejercer libremente. Si eso fuera posible, yo, por ejemplo, pasaría revista a todas las más hermosas ciudades, afinando mucho el tino, hasta dar con el lugar preciso donde mi producción laboral pudiera potencialmente alcanzar su más alto índice. Este oficio, escribir de arquitectura, necesita siempre de un sitio que sea inspirador en grado sumo para producirse. Es además, perentorio: hay que trabajar urgentemente por nuestras ciudades en crisis y por nuestra arquitectura. Mucho, bien, y en las mejores condiciones.

En virtud de tan ilusoria concesión, pronto encontré el prolífico recodo. Posé mi mirada codiciosa sobre el más magnífico de los enclaves que es posible soñar para hacer este tipo de trabajo. Una vía de gran circulación, no por ello menos atrayente, con grandiosas vistas panorámicas en todas direcciones, aireada y, sobre todo, rodeada de soberbia arquitectura histórica: la cima del Ponte della Accademia, tendido en apaisado arco sobre el Canal Grande de Venecia. El mejor tarantín sobre la Tierra.

Sin pensarlo un segundo, sin preguntarme nada, cargué con mi chaise-longue. Dispuse una fuente de energía para la portátil, rodé un anaquel o dos con algunos libros de consulta, me hice de unos prismáticos. ¿Qué cosas sino maravillosos ensayos y afiladas críticas podían salir desde tan magnífico local? Respiré profundo, y me dispuse a trabajar, ya inspiradísima, las cuartillas en la punta de la lengua, pináculos, palacios, frisos, capiteles, extasiada ante el maravilloso paisaje urbano que se extendía frente a mi vista. Si algunos distraídos turistas se tropezaban con mis laborales enseres, pensaba: no importa. Aún hay que instalar un fax, clavar una pequeña tolda, extender una alfombra sobre los tablones de madera, atornillar una lámpara de pie. Estoy trabajando, señores, respeten mi condición, por informal que ésta sea, no es menos respetable.

Mas los peatones empezaron a quejarse de que yo era un
obstáculo. Yo escribía sobre la magna arquitectura de la Salute y ellos decían que no podían tomar las clásicas fotos axiales del canal. Yo disertaba sobre las tipologías de las logias y ellos me querían empujar por la borda para ocupar mi puesto. De lado y lado, desde la Embajada de Alemania, más allá del pequeño Campo San Vitale, hasta el Campo della Caritá, ocupado por completo y alineándose contra el Palacio Brandolini, las multitudes empezaron a hacer lentamente cola para cruzar el agua. La Academia de Bellas Artes y su museo se quejaban de la congestión. El puente de madera crujía con la inmensa masa humana que desfilaba tras mis espaldas entre Dorsoduro y la ciudad. Amenazaba con desplomarse (menos mal que había sido reconstruido com'era en 1985). Los carabineiri me contemplaban armados desde la riva. Estaban indecisos a actuar... Yo los conmovía.

La prensa local intervino. ¡Cuán romántica les parecía la arquitecto, instalada ilegalmente sobre el canal! ¡Cuán justa su causa, cuán honrado su alegato! Me dieron nombres: Trabajadora de la literatura informal, Defensora de los pequeños escritores arquitectónicos. ¿Cómo podía la Serenissima barrerla de allí... en medio de su trance creativo... Aquellas autoridades estaban al borde de un atropello. El alcalde, cada vez que abría la boca para hablar de los derechos urbanos de todos los ciudadanos, lucía como un energúmeno. 

Pero estoy a salvo. De aquí no me arrancan ni con el Bucintoro. Aunque amenacen con llamar al Dogo mismo, aunque se quejen y pataleen, no pueden echarme. ¿Quién puede negarme el derecho divino a permanecer en este mi puesto ideal de trabajo, donde soy honrada y decente y laboro mejor que en ningún otro lado para bien de la patria? ¿Quién es capaz de arrebatarme este pedazo de eje veneciano, donde la arquitectura es más gloriosa, mi sitio ideal en la ciudad para poder escribirla?

La urgencia de mi dulce labor literaria, labor trashumante por excelencia, justifica que yo sea usurpadora pero inocente, abusadora pero simpática, ilegal pero amparada por los derechos humanos. Si no, he allí mis artículos: mi producción. En su nombre puedo invadir sin remordimientos cualquier espacio público que se me antoje, sin miramientos de toda la restante e indigente humanidad que quiera disfrutarlo: una arcada de la Place des Vosges, veinte metros cuadrados de acera en Park Avenue, cuarenta peldaños de las escalinatas de Piazza Spagna, tres hectáreas del centro urbano de Caracas. O ellos o yo. Olvídense de estas soberbias vistas monumentales, ya son mías. Olvídense de los atardeceres sobre la Laguna, me pertenecen. Olvídense de los palacios, olvídense de los paseos, olvídense, olvídense. Desposeídos urbanos del mundo, este puesto es mío: yo lo vi primero.




Ponte della Accademia, Venecia.
 





Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 1998; arqa.com:
http://1999.arqa.com/columnas/hanniag.htm



martes, 23 de octubre de 2007

Herbolario

Rosa gallica.




“Rosas del palacio real, viejos rosales prodigiosos…”

Colette.

Hace cosa de un mes (1998), el escritor y gentilhombre europeo, José Luis de Villalonga quiso compartir con sus lectores asiduos algunas de sus memorias de una admirada amiga, la escritora francesa Colette.1 Ella, entre muchas otras singularidades, habitaba uno de esos pisos que encierran el Palais-Royal en París como tajadas idénticas de una gran torta, repetidos uno al lado del otro, mansarda sobre balcón sobre ventana sobre arcada estilizada del patio solemne.

Colette, según cuenta Villalonga, incapacitada de una pierna, se hacía colocar en una especie de pupitre, cercana a la luz y a la vista rectangular del patio que le llegaba desde una pequeña terraza, y allí, con la hoja de papel decididamente clavada con tachuelas a la tabla, emprendía una rutina diaria de golosa empecinación con la palabra.

Imaginémonos, pues, a esta escritora palaciega. Dulcemente infiltrada de una arquitectura que es a la vez fijo escenario urbano, pluma en mano, mirando por la ventana, con el palacio real por todo paisaje, casa, vecindario, jardín y universo. Colette inmóvil, Colette tachando y retachando su única y obsesiva hoja de papel blanco de ese día; al fondo, la rígida repetición de un ideal geométrico. A partir de cada elemento de este mundo cerrado y limitado, conocido, manoseado y milimetrado, doméstico y amado, ideal y apacible, nada más le hacía falta. Todo le era recuperable, reconstruible y reinventable. Así, mientras suspiraba: “yo, que no veré jamás el Amazonas ni sus bordes”, invocaba a sus lectores a que hicieran como los pintores y los diseñadores: “inventar”.

De todos es bien conocido que en el centro de esta obra racionalísima del barroco francés hay un patio, y en medio del patio, hay un jardín plantado de flores. Junto al pupitre, en un bonito vaso de esmalte, alguna mano amorosa le llevaba cada día flores de este jardín. Las estaciones y las especies se sucedían en su puesto contra la ventana y Colette atesoraba las impresiones de su vida, “veintiocho líneas a lo sumo cada día”, como una cosecha exigua de breves maravillas.

Era natural, literalmente, que alguna vez emprendiera la confección de un herbolario, y más natural aún que lo iniciase con las flores más próximas, las más suyas, las del jardín de palacio. Casi podemos ver los frescos ejemplares recién dispuestos cada mañana en el vaso de Colette cuando leemos en Para un herbolario lo que dijo de la rosa, del lis, de la gardenia, de la orquídea, de la glicina, del tulipán, del muguet, de la camelia roja, del jacinto cultivado...2 Podemos también imaginar el paso del tiempo, sentir el inicio y el fin del día en que disfrutó de cada una de sus flores. La poética que este ínfimo libro hace de los botones recién cortados, de la maduración de las corolas, de la fecunda marchitez como gloria final y del estallido de pétalos barridos por el viento, nos hace casi disfrutar de la muerte como de una celebración sin la cual ninguna flor debiera ser posible...

La imagen de esta dama fija en su ventana cantándole a lo efímero recuerda inevitablemente a la del observador arquitectónico contemporáneo luchando por hacer su trabajo cotidiano mientras ve con horror la merma de su campo cultivado, cada vez más reducido a una incomprendida, inocua resistencia cultural librada desde una torre de marfil. Una reciente frase del historiador de arquitectura Kenneth Frampton, lanzada en el prefacio de Seis arquitectos, lo explica: “...la arquitectura parece (hoy) un anacronismo superfluo, una post-imagen que yace anidada dentro del espíritu como el tema de un sueño o el recuerdo de un lugar. A pesar de su esporádico e inepto cultivo, persiste como un trazo subterráneo, emergiendo de tanto en tanto para realizar un deseo o para atestiguar un mito...”3 Si hemos de darle crédito (y viendo con cuidado a nuestro alrededor, como que no nos queda otro remedio), resulta que la arquitectura es ahora sólo una extraña floración... “entre el placer y el pathos (...) que llora el paso de su cultura cívica”.

¿Cómo hubiera reconstruido Colette, arquitecto de palacios, este jardín desapareciendo incontenible a su alrededor? ¿Qué hubiera hecho ante la destrucción sistemática de su barrio? ¿En qué nos puede asistir su recuerdo…? Acostumbrada a escribir de lo que no existe sino en su imaginación, a lo que ha desaparecido o está por hacerlo, a sublimar cada pequeña cosa protagonista del paisaje de su vida, puede que hubiera tomado cada frágil rosa, cada prodigiosa anémona, cada aromo, amapola, violeta, arquitectura bajo su ventana, y colocando entre hoja y hoja de papel las plantas delicadas, compondría en arduas, lentísimas, exquisitas jornadas, un inextinguible herbolario.

Quinta Roseva, urbanización Las Mercedes, Caracas, en 1998 (f. Hannia Gomez, 1998. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).





NOTAS
1. José Luis de Villalonga. Carta de París.
2. Colette. Pour un herbier.
3. Kenneth Frampton. Six Architects.




Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 23 de Noviembre de 1998.




sábado, 20 de octubre de 2007

Las nuevas flores del mal

Charles Baudelaire. Les Fleurs du Mal.



En 1983, la Revista Nacional de Arquitectura Punto convocó a un número monográfico sobre Arquitectura y Política. La escogencia del tema en lo que eran los dulces inicios de los años ochenta no tenía, como pudiera creerse, matiz político alguno en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela de entonces: internacionalmente se estaba celebrando un revival de la arquitectura totalitaria a raíz del desenterramiento que hiciera Leon Krier del arquitecto del Führer, Albert Speer, y de la fascinación que tenían los italianos de la Tendenza con los clasicismos, sobre todo mussolinianos... Punto lo que quería era estar al día.

A una distancia prudencial de la última dictadura, significando ésta ya nada más que un mal recuerdo, los arquitectos en los años ochenta sentíamos que sus edificios podían, exentos ya del contenido político que les dió el ser y persistiendo en la ciudad como poderosos acontecimientos formales y espaciales -las Torres del Centro Simon Bolivar, el Círculo y la Academia Militar, el Hotel Humboldt, Los Próceres- ser proclives a una reivindicación en los anales de la arquitectura moderna venezolana. Estábamos hambrientos de edificios proscritos, de arquitectos-tabú y de arquitecturas del régimen. Y no nos faltaba razón.


Ese número de Punto, por circunstancias que no vienen al caso, tardó catorce años en publicarse. Eso nos coloca ante la macabra situación de tener
que leer de nuevo nuestros textos (el mío se titulaba “Las flores del mal”, p. 49), cómicamente inéditos desde que los escribimos en nuestra más tierna edad, esos nuestros artículos maravillados con el EUR, esas nuestras palabras atónitas frente al Reichstag, esos nuestros deleites inocentes con la Delhi Imperial, esas nuestras expresiones boquiabiertas ante la Casa del Fascio; pero fatalmente sin la alegría y el desenfado de entonces... Porque entonces la confianza nos permitía observar libremente la historia de la arquitectura como un repertorio de soluciones formales inocuas.

¡Cómo nos hicimos arquitectónicamente pseudo-totalitarios por mero gusto estético en aquellos tiempos! Las flores del mal emanaban un perfume tan inquietante, irresistible y arrobador... Yo aún me confieso una demócrata aficionada “incorrectamente” a los mármoles, al ónix, al bronce, al alabastro, a las columnatas, al monumentalismo y a todo el c
hic fascistoide; una especialista en el estilo Pérezjimenista, una fanática de todas sus vertientes kistch que se regocija en las incoherencias estilísticas del guzmancismo y goza frente a cada naïf miniatura del gomecismo.

Ahora (1998) lo que tengo es la piel de gallina: todas esas arquitecturas ya no me resultan tan inocuas. Habiendo pasado de refilón por el vértigo de considerarlas vigentes y resucitables, viví por varios días un delirio entre la pesadilla y el sueño dorado. En medio de una febril alucinación de bunkers oxidados, torres de Tatlin desvencijadas, bloques obreros destartalados y Narkomfims nevados girando sobre mi cabeza, despertaba jadeando, pero sin encontrar alivio porque, ¿cómo hacía para exclamar “¡Oh, soñaba!”, cuando la realidad resulta que supera a mi delirio? Con las elecciones se ha elegido una opción tras la cual s
e ve venir un neototalitarismo arquitectónico y urbano muy peligroso: el populista. Yo, quien fuera la primera embebida del aroma de la flores del mal, olfateo con precaución la amenaza matizada en la futura flora del nuevo gobierno. El populismo a la democracia nunca le ha sentado bien: es el mismo causante de la pobreza de espíritu en los proyectos públicos en nuestras ciudades y de la falta de grandeza en las concepciones arquitectónicas de las que tanto nos hemos quejado todos estos años...

Veo con temor la incubación de unas nuevas flores del mal: las flores del desprecio, las flores de la ignorancia. Flores desnudas, desprovistas hasta de las corolas que (Dios quiera que me equivoque) podrían ser execradas de los tallos por ser lenguaje de papas, de reyes, de príncipes, de emperadores, de arquitectos, de urbanistas; es decir, d
e oligarcas, mientras temo que la ciudad de la tabula rasa soltará, como escribiera Colette, “...su tóxico aroma de ácido prúsico” desde un desierto de la incultura. El perfume chavista es una especie de seductor poison, cuyo efecto peligra por querer ser tan barato. Tánto, que puede que ya no necesite siquiera, ni siquiera, de las flores, en el buen sentido baudelaireano de la palabra...

Por lo tanto, en momentos como éste, es sano que esta columna se pronuncie por lo que debe ser una buena arquitectura y una correcta ciudad de masas. Lo primero que deberá tener es justamente eso: masa, volumen, corporeidad y, en definitiva, presencia; virtudes que no podrá honrar si no maneja impecablemente su propia cultura. Nada más lejano de una verdadera arquitectura de masas que una torpe solución habitacional, que un mediocre edificio hecho para despachar una emergencia, que la infraestructura
construida con chatarra, que los espacios públicos definidos con basura. Es inútil tratar de construir un país con bahareque.

Nada más lejano, por otra parte, de una ciudad de masas, que el batiburrillo al descampado que se produce al aplicar las anárquicas decisiones de ciertos alcaldes incultos y de las rebeldes oficinas de gestión urbana que operan a su antojo en la ciudad, tratando de materializar sus inconexos y sordos PDULes respectivos. La ciudad de masas no puede sino ser tratada masivamente, organizando a grandes trazos su forma urbana según ideas que se anclen con fuerza en la memoria histórica y broten legítimamente del diseño urbano de acuerdo a un previo plan maestro.

Para construir los nuevos espacios patrios, habrá que hace
r de tripas corazón y salvar, para las propias masas, lo que históricamente ha sido el privilegio de unos pocos: la noble cultura urbana y arquitectónica de siempre. Flores aristócratas que, si se siembran sin prejuicios, florecen igualitariamente por doquier.



                                                                Charles Baudelaire. Les Fleurs du Mal.  





Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, 14 de Diciembre de 1998.



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