Cattleya Mossiae Hook (f. Gand. Lindenia Iconographie des Orchidées, Serie II, Vol. I., Bélgica, 1895).
En Venezuela, la flor nacional es una orquídea de color violeta intenso y corazón púrpura llamada Cattleya Mossiae Hook, la “Flor de Mayo”. Es esta una flor opulenta que podría pasar perfectamente por la orquídea arquetipal, gracias a su majestuosa escala y a su gloriosa arquitectura de moldeados pétalos, sutilmente orlados en las puntas y voluptuosamente tersos, con la espléndida corola abriendo como la amplia falda de un traje largo en un baile de gala tropical. La reina de las orquídeas venezolanas descolla por encima de un exótico ejército de más de 1.300 especies autóctonas de intrigante belleza, razón por la cual el país ha sido desde siempre referencia y destino obligado para coleccionistas, botánicos y orquidiólogos de todo el mundo.
Son también las flores de Caracas. Ellas aún crecen naturalmente en las quebradas y las montañas para sorprender al paseante con sus apariciones deslumbrantes, instaladas de manera inaudita entre las copas de los árboles.
Armando y Anala Planchart las amaban. Empezaron a ser coleccionistas desde fines de los años cuarenta, cuando la señora Planchart fue presa de la nostalgia del exquisito patio colonial cultivado de orquídeas de la desaparecida casa de sus padres. Entonces decidieron adquirir una colección completa y dedicarse a aumentarla y mejorarla. En El Cerrito se conservan todavía ejemplares de esta colección original, que hoy alcanza unas dos mil especies distintas provenientes de todas partes del mundo.
Cuando a mediados de junio del 53 los Planchart arriban al número 14 de Via Dezza en Milán, el estudio de Ponti, Fornaroli y Rosselli, donde habían logrado hacer una cita a través del Consulado de Venezuela en Italia, traían en mente muy claras las demandas que iban a hacer para la confección de su nueva casa. Una de ellas concernía a las orquídeas. Nadie sino Gio Ponti podría tener éxito con semejante comisión.
Extasiados ante el rico espectáculo visual que era en ese momento el estudio, con maquetas colgando del techo y prototipos de diseño industrial, obras de arte diseminadas por el suelo y por las paredes, las mesas de dibujos abarrotadas de planos y dibujos y la editorial de Domus despachando desde una esquina, los Planchart enmudecieron de placer. Fue Ponti, por lo tanto, quien hubo de romper el hielo con sus nuevos clientes sudamericanos, yendo directamente al grano. Y sentado a la mesa de dibujo, les formuló la pregunta inicial: “Bien. Díganme, ¿qué quieren ustedes de una casa?” Anala Planchart le respondió inmediatamente: “Tengo enfrente una montaña preciosa que se llama El Avila y quiero verla desde todas partes”. Ponti dijo: “Muy bien. ¿Y qué más?” Y ella contestó: “Quiero una casa que no tenga paredes”. La claridad de las dos peticiones lo entusiasmó. Acto seguido, el arquitecto milanés se dirigió al señor Planchart: “Y usted, ¿qué es lo que desea de una casa?” La respuesta afloró en el acto: “Tengo una colección de orquídeas que deseo tener toda dentro de mi nueva casa”. El arquitecto milanés pegó un salto: “¿Orquídeas? Una colección completa de orquídeas?” —“Sí, como dos mil plantas”—, aclaró Planchart. “¿Conoce usted lo que son las orquídeas?”. El maestro confesó: “Solo conozco las flores. Son muy bellas, pero no he visto nunca el resto. ¿Cómo es la planta de las orquídeas? ¿Es una trepadora, un árbol, o más bien, un arbusto? ¿Es grande o pequeña? ¿Cómo se cultiva, cómo se siembra?”
Puede que Gio Ponti, entonces de 63 años de edad, en toda su carrera jamás hubiera recibido una petición tan extravagante. Una domus orchidiensis, un excéntrico show-room, un winter garden a la inversa, una serre para la jungla tropical, un belvedere vegetal… su curiosidad natural y su imaginación empezaban a dispararse. Hacer arquitectura para orquídeas en un espacio sin paredes contemplando la última cumbre andina, en el lejano Caribe… Como un relámpago, una primera idea atravesó su mente.
El arquitecto milanés sacó un rollo de papel de croquis e hizo un dibujo a grandes trazos. La señora Planchart lo recordaba muy bien: “Era una casa con arcos”. —“¿Le gusta?”—, preguntó Ponti. “No, no me gusta”, respondió ella. “¿Y por qué?”, dijo él. “Porque yo quiero una casa moderna”. Un grave silencio se impuso de nuevo entre los tres.
Ponti extendió parsimonioso una nueva hoja de papel. Cuenta Anala Planchart que esta vez dibujó más detenidamente, y que en el nuevo dibujo fue apareciendo, poco a poco, como por arte premonitoria, lo que tres años y medio más tarde a grosso modo sería la Villa Planchart. Allí estaba ya, con su volumen cerrado y finito como una forma abstracta sobre la cima de la colina; allí su ligero techo flotando sobre las cuatro fachadas rotundas y rectangulares; allí las marquesinas aladas y las ventanas horadando de manera abstracta los blancos muros. Gio Ponti, de un vistazo, supo que ya no necesitaría preguntarles a sus clientes más si les complacía el diseño.
Los Planchart salieron de Milán continuando viaje, esta vez hacia el Cabo Norte, en la tierra del sol de medianoche. En el barco que los llevaba, el “Stella Polaris”, recibieron al poco tiempo un envío del director responsable de la Triennale de Milán, su recién contratado arquitecto. Este será la primera de una vasta correspondencia que no va a detenerse por el resto de sus vidas, hasta llegar a alcanzar quinientas cartas, muchas de ellas magníficamente ilustradas.
En dos de las cartas de ese primer correo de julio de 1953, Ponti combinó delicadamente el dibujo en plumilla con la misma escritura, elaborando una suerte de “juegos florales”. En la primera, cuando escribe “los recuerdo con placer trabajando más su villa”, sus palabras adquieren la forma de pistilos que brotan de las corolas abiertas de siete flores que aparecen plantadas en tierra. En la segunda, al decir “dentro de poco les mando algunos diseños a París”, esta vez las flores son los arabescos de las palabras, emergiendo con sus altos tallos de las bocas abiertas de quince botellas de vidrio... Algo estaba ocurriendo en la arquitectura de Gio Ponti.
Y es que del encuentro con las orquídeas, pareciera que el arquitecto milanés también hubiera sucumbido irremediablemente —como sus clientes venezolanos— a la famosa fiebre que desde la época victoriana afecta a todos los admiradores empedernidos de esta voluptuosa especie: el llamado “orquidelirio”. Y, fascinado por el misterio de las exquisitas flores de la selva, fatalmente atraído por su enigmático encanto, hubiera concebido la variante arquitectónica de su pasión incipiente.
Ya en el primer esquema trazado en Via Dezza, al emplazar la villa, solitaria y perfecta, en la cima de la colina, Ponti había tomado la tajante decisión de alejar los orquidearios de la casa. Los orquidearios, mas no las orquídeas. Los cinco grandes viveros, colocados como tras bastidores, se hallan construidos en el perímetro de la propiedad, calzados en la topografía y unidos por una larga caminería.
Así, se crea una singular promenade plantée, oculta de la vista del visitante. Las orquídeas funcionan allí. Cuando florecen se suben a la casa; antes de que una flor se marchite, es reemplazada por otra que acaba de florecer. Esta fue la estrategia pontiana para la invención del más surrealista invernadero de la historia de la arquitectura moderna. Una fábrica de orquídeas. Un Deus Ex Machina floral.
El visitante, al entrar en la villa, una vez traspasado su acristalado umbral y antes de empezar siquiera a percibir la arquitectura, experimenta lo mismo que ocurre al destapar un frasco de perfume: el cuerpo se ve invadido por un efluvio inquietante y desconocido. Condensadas emisiones plenan sugestivamente toda la atmósfera. Inhala. Los registros transparentes que se desencadenan evocan la impresión de un velo de flores lejanamente vintage.
Para el connoisseur, se trata de un ramillete de tonos superpuestos: una fuerte nota verde aflora primero; luego un par de sobre tonos combinados: un sugestivo acorde floral de lejano gusto selvático unido al almizclado olor acre que usualmente atrae a los insectos durante el momento de la polinización. El gusto es el del incienso en una catedral, pero el de una catedral sensual, por no decir sutilmente sexual. Al final, unas gotas de vainilla se despiertan cuando se “seca” el aroma, y son ellas la pista que descifra el enigma: se trata de la insólita condensación de cientos de orquídeas en el espacio. La embriagante creación de un diseñador moderno. Un hibrido único. Un festín adicional para los sentidos. Un dramático efecto fragante. Ninguna otra arquitectura en la historia despidió tal perfume.
La presencia de las plantas es entonces descubierta. Las orquídeas en floración llenan la villa. Los sitios para ellas se multiplican: hay flores en las ventanas y sobre las puertas, colgadas de los muros, encima de las mesas, en decenas de vasos de vidrio, flotando en las jardineras o descansando en el suelo, y en las barandas, cayendo en cascada desde el Puente.
Es el “matorral civilizado” que poetizara Ponti. Para él ideó dos tipos de diseños especiales: los que bautizó “floreras” o receptáculos diseñados para estar en el aire, dispositivos epífitos que se convierten en un nuevo tema para las finestre arredate, y los “jardines portátiles”, bandejas metálicas para plantas siempreverdes que forman parte de la composición del pavimento, probablemente inspirados en el “Alfabeto americano” de Charles Eames, publicado en Domus en 1951. Adentro, cada uno esconde los uniformes potes industriales de arcilla donde están plantadas las orquídeas y que solo salen a relucir en la penumbra húmeda de los umbráculos.
A diferencia de los invernaderos tradicionales, donde las especies tropicales se exhiben como en un gabinete de curiosidades vivientes, cobijadas bajo una arquitectura de cristal que permite que entre la mayor cantidad de luz del sol sin dejar escapar el cálido clima artificial que permite su supervivencia, en el fantástico invernadero caraqueño la arquitectura es un cristal, recortándose escultórica sobre la cima de la colina. Aquí las especies tropicales dejan de ser curiosidades vivientes para pasar a formar parte de la obra de arte total que es la casa. La pontiana fábrica se encarga de crear la ilusión de que están siempre en perenne floración.
No es una cuestión de vida o muerte vegetal. Ellas no necesitan de la villa para sobrevivir, sino que están allí puestas para brillar con derecho propio, en su mejor momento, para obsequiarnos su efímero éxtasis y subyugarnos, subrayando con su presencia las facetas y los ángulos de la piedra preciosa que fugazmente las recibe y las expone junto al resto de las obras de arte. Ellas, forman parte de la arquitectura. De la arquitectura fragante.
No hay, por lo tanto, un invernadero como tal. La Villa Planchart es más bien como un monumental flaçon arquitectónico —que seguramente hubiera hecho las delicias de Lalique—, capturando en su transparente interior las hipnóticas emanaciones de la magnífica plantación temporal de orquideáceas multicolores.
Esta moderna encarnación arquitectónica incrementa aún más su teatralidad cuando la rotación de las plantas se calibra con habilidad de relojero —en el pasado, era ésta la especialidad de un viejo jardinero—. Aunque difíciles de lograr, las floraciones múltiples permiten, aparte de unificar formas o colores, que del perfume de las Cattleya se pase al perfume de las Phalaenopsis, y de allí al de los Cymbidium, y al de las Calanthe, al de las Laelia o al de las Maldevallia. La casa puede cambiar de esencia a placer cada dos semanas. El soberbio White Orchid creado por Gio Ponti permite muchas declinaciones posibles. Quien haya pasado cerca de una sola “Flor de Mayo”, puede imaginar lo que significan un centenar de ellas floreciendo al unísono... La villa se convierte en una gran orquídea.
Las flores aparte, el resto del jardín interior de El Cerrito, por contraste, tiende a permanecer inmutable. Es casi una composición tan mineral como la arquitectura misma. Y aún así se conserva. La disposición de las plantas del Patio, con dos grupos vegetales de distinto color situados a ambos lados del Lago, y el inconmovible jardín de Crassulaceae dispuesto sobre la marquesina principal, son mantenidos tal y como fueron plantados en su entorno controlado.
Adicionalmente, como en las antiguas serres, la señora Planchart colocó sobre altos pedestales blancos diseminadas por la casa varias especies de Araceae, sobre todo Anthurium y Philodendrum (plantas de sombra cuyas formas eran muy apreciadas en los años cincuenta), a manera de esculturas vivientes que compiten con las obras en bronce y madera de Francisco Narváez, de Carmello Capello o de Harry Bertoia. Se suman a ellas ciertos ejemplares protagónicos de los interiores, como la gran “Malanga” (Monstera deliciosa) que trepa toda la doble altura del Salón y los helechos “Cacho de venado” (Platycerium alcicorne) que fueron sembrados al centro de aros de bronce en el pavimento de mármol de los Jardines interiores Sur y Norte. Gio Ponti, en los años setenta, fascinado con estas formas de las Araceae venezolanas y de las “Malangas” de El Cerrito, hizo con hojas del jardín que pedían le mandaran a Milán diseños de manteles y sábanas para compañías como Zucchi. “El se iba aquí lleno de hojas”, recordaba Anala Planchart.
La colección dio muchas satisfacciones a sus dueños. Les garantizó repetidos premios en los Salones Nacionales de la Orquídea organizados por la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, como el otorgado a la Armando planchartiis, de pequeña flor color violeta intenso, la cual arrancó muchos aplausos.
Pero es la orquídea blanca, la Villa planchartiis, la más internacionalmente aclamada, la más admirada por todos los expertos, la más única, la más rara. La que, gracias al genio de su creador (aficionado de las biológicas metáforas) y en el mejor espíritu de su especie, logra hacer suyas las formas ligeras de sus amigos los insectos para transformarse a voluntad en un gigantesco lepidóptero arquitectónico con las alas desplegadas al viento.
Esta es la “gran mariposa”. La que un día de 1954 llegó en vuelo migratorio desde el otro lado del océano para ir a posarse gentilmente sobre una colina de Caracas.
Es el “matorral civilizado” que poetizara Ponti. Para él ideó dos tipos de diseños especiales: los que bautizó “floreras” o receptáculos diseñados para estar en el aire, dispositivos epífitos que se convierten en un nuevo tema para las finestre arredate, y los “jardines portátiles”, bandejas metálicas para plantas siempreverdes que forman parte de la composición del pavimento, probablemente inspirados en el “Alfabeto americano” de Charles Eames, publicado en Domus en 1951. Adentro, cada uno esconde los uniformes potes industriales de arcilla donde están plantadas las orquídeas y que solo salen a relucir en la penumbra húmeda de los umbráculos.
A diferencia de los invernaderos tradicionales, donde las especies tropicales se exhiben como en un gabinete de curiosidades vivientes, cobijadas bajo una arquitectura de cristal que permite que entre la mayor cantidad de luz del sol sin dejar escapar el cálido clima artificial que permite su supervivencia, en el fantástico invernadero caraqueño la arquitectura es un cristal, recortándose escultórica sobre la cima de la colina. Aquí las especies tropicales dejan de ser curiosidades vivientes para pasar a formar parte de la obra de arte total que es la casa. La pontiana fábrica se encarga de crear la ilusión de que están siempre en perenne floración.
No es una cuestión de vida o muerte vegetal. Ellas no necesitan de la villa para sobrevivir, sino que están allí puestas para brillar con derecho propio, en su mejor momento, para obsequiarnos su efímero éxtasis y subyugarnos, subrayando con su presencia las facetas y los ángulos de la piedra preciosa que fugazmente las recibe y las expone junto al resto de las obras de arte. Ellas, forman parte de la arquitectura. De la arquitectura fragante.
No hay, por lo tanto, un invernadero como tal. La Villa Planchart es más bien como un monumental flaçon arquitectónico —que seguramente hubiera hecho las delicias de Lalique—, capturando en su transparente interior las hipnóticas emanaciones de la magnífica plantación temporal de orquideáceas multicolores.
Esta moderna encarnación arquitectónica incrementa aún más su teatralidad cuando la rotación de las plantas se calibra con habilidad de relojero —en el pasado, era ésta la especialidad de un viejo jardinero—. Aunque difíciles de lograr, las floraciones múltiples permiten, aparte de unificar formas o colores, que del perfume de las Cattleya se pase al perfume de las Phalaenopsis, y de allí al de los Cymbidium, y al de las Calanthe, al de las Laelia o al de las Maldevallia. La casa puede cambiar de esencia a placer cada dos semanas. El soberbio White Orchid creado por Gio Ponti permite muchas declinaciones posibles. Quien haya pasado cerca de una sola “Flor de Mayo”, puede imaginar lo que significan un centenar de ellas floreciendo al unísono... La villa se convierte en una gran orquídea.
Las flores aparte, el resto del jardín interior de El Cerrito, por contraste, tiende a permanecer inmutable. Es casi una composición tan mineral como la arquitectura misma. Y aún así se conserva. La disposición de las plantas del Patio, con dos grupos vegetales de distinto color situados a ambos lados del Lago, y el inconmovible jardín de Crassulaceae dispuesto sobre la marquesina principal, son mantenidos tal y como fueron plantados en su entorno controlado.
Adicionalmente, como en las antiguas serres, la señora Planchart colocó sobre altos pedestales blancos diseminadas por la casa varias especies de Araceae, sobre todo Anthurium y Philodendrum (plantas de sombra cuyas formas eran muy apreciadas en los años cincuenta), a manera de esculturas vivientes que compiten con las obras en bronce y madera de Francisco Narváez, de Carmello Capello o de Harry Bertoia. Se suman a ellas ciertos ejemplares protagónicos de los interiores, como la gran “Malanga” (Monstera deliciosa) que trepa toda la doble altura del Salón y los helechos “Cacho de venado” (Platycerium alcicorne) que fueron sembrados al centro de aros de bronce en el pavimento de mármol de los Jardines interiores Sur y Norte. Gio Ponti, en los años setenta, fascinado con estas formas de las Araceae venezolanas y de las “Malangas” de El Cerrito, hizo con hojas del jardín que pedían le mandaran a Milán diseños de manteles y sábanas para compañías como Zucchi. “El se iba aquí lleno de hojas”, recordaba Anala Planchart.
La colección dio muchas satisfacciones a sus dueños. Les garantizó repetidos premios en los Salones Nacionales de la Orquídea organizados por la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, como el otorgado a la Armando planchartiis, de pequeña flor color violeta intenso, la cual arrancó muchos aplausos.
Esta es la “gran mariposa”. La que un día de 1954 llegó en vuelo migratorio desde el otro lado del océano para ir a posarse gentilmente sobre una colina de Caracas.
Cattleya Skkinneri Lindi (f. Gand. Lindenia Iconographie des Orchidées, Serie II, Vol. I.. Bélgica, 1895).
Publicado en: Antonella Grecco, editor. Gio Ponti: Villa Planchart a Caracas, Edizioni Kappa, Roma, Mayo de 2008.