“Vuestra casa será gentil
como una gran mariposa en la cima de la colina”.
Gio Ponti, 1953.
Conocí la Villa Planchart —cuyo nombre original es “El Cerrito”— en 1985. Durante los años siguientes la visité en muchas ocasiones, pudiendo verla funcionar a plenitud, conociendo los secretos de cómo era mantenida en perfecto estado de conservación y sintiéndola tan viva como en el día de su estreno, el 8 de diciembre de 1957. En marzo de 2001 le propuse a Anala Braun de Planchart hacer un libro sobre su casa. Desde entonces hasta su muerte, acaecida en mayo de 2005, trabajamos juntas en ello ininterrumpidamente. Cuando comenzamos, ella tenía 89 años y yo 43.
Hacía ya veinte que su esposo Armando Planchart Franklin había desaparecido tras una fulminante enfermedad. Nunca tuve la suerte de conocerlo, pero puedo dar fe de que a la señora Planchart la viudez no la abatió nunca. Se había propuesto honrar la memoria de su esposo y la del arquitecto de ambos, el maestro milanés Gio Ponti, no dejando morir la casa que habían construido juntos.
De sus cuatro décadas de matrimonio, décadas de una felicidad incomparable, y de la profunda amistad que los unió a Ponti, había nacido esta soberbia arquitectura, sensible e influyente como pocas, su obra maestra, según él mismo afirmaba. Más tarde también construyeron la Residencia Caraballeda, un ancianato ubicado en la costa cercana a la ciudad, esta vez junto con el arquitecto Carlos Gómez de Llarena, mi esposo. A partir de 1974, ambas obras entraron a formar parte de la Fundación Anala y Armando Planchart a fin de asegurar su salvaguarda y conservación.
Aquella primera mañana de marzo de 2001 encontré a Anala Planchart como siempre: risueña y amable, alerta e inteligente, sencilla y elegante: la incomparable anfitriona de una de las joyas de la arquitectura moderna del siglo XX, la señora de la casa moderna más bella de Caracas. Se rió mucho aquel primer día, complacida por mi petición. “Vas a convertirte en mi biógrafa”, bromeó. Yo, que tenía en mente hacer una tradicional investigación de arquitectura, confieso que al oirla me asusté un poco. Pero no le faltaba razón: para conocerse, hay que comenzar por el principio…
Cada martes durante casi cinco años me esperó puntualmente a las diez y media de la mañana en un ángulo del soleado salón de su casa. Un lugar que luego supe que Ponti había bautizado como “el Rincón de la Señora”: su sitio predilecto. Desde allí se domina casi todo el ala signorile de la villa: la Escalera principal, el Patio, el Comedor tropical, el Comedor grande. Cómodamente sentada en su poltrona favorita (una poltrona—Ponti tipo Lounge Chair, con el respaldar y los brazos tapizados en brillante vinil color arena y pies triangulares de bronce a los que se les había sacado lustre cuidadosamente durante casi medio siglo), empezaba a dar rienda suelta, locuaz y divertida, a nuestra conversación.
Sus trajes de corte perfecto en el mejor espíritu Jacques Fath semejaban un plano de color que parecía formar parte de la arquitectura circundante. Sobre ellos se recortaba impecablemente siempre alguna joya de diseño moderno: un broche como una estrella, un sencillo collar de plata, unos zarcillos de oro en forma de delfín. Toda la deliberada abstracción de su atuendo —hoy vuelto legendario— iba invariablemente calzada con un par de italianísimos Ferragamos. Justo a sus espaldas, Gio Ponti, preocupado por la torridez del desconocido trópico, había insertado una de las ventanas de aluminio con persiana adentro fabricadas para la villa por la compañía Officine Malugani Milano. En ella se contemplaba un paisaje como en uno de los muchos cuadros que adornan la casa: el de la ciudad al pie de la colina con la montaña del Avila al fondo. Enfrente, sobre un largo sofá—Ponti de tres puestos también color arena, me sentaba yo.
No exagero al decir que a partir de entonces la vida nos cambió. Anala Planchart anhelaba contar cuanto antes la extraordinaria experiencia de una de las historias más hermosas de la arquitectura del siglo veinte. Sus últimos años encontraron en esto un sentido y una misión, feliz cada vez que los detalles emergían de las nebulosas de su memoria para convertirse en datos ordenados, por no decir en materia de un verdadero testamento para la posteridad. Yo, porque nadie que hubiera podido disfrutar tan largamente del placer de su compañía y de la estadía en los sublimes espacios de la villa —acrópolis de los sentidos, cumbre de civilidad― como yo tuve la suerte de hacer, hubiera podido permanecer indemne.
Mucho antes de empezar siquiera a entrar en el tema de la arquitectura, la señora Planchart pasó semanas contándome la historia de su familia, los Braun—Kerdel, y la de la familia de los Planchart—Franklin con todos sus pormenores. Unos y otros a principios del siglo veinte eran caraqueños residenciados en el centro histórico de la ciudad de Caracas. Ella, la mayor de tres hermanos, era la hija de un farmaceuta y de una ilustrada dama que, entre otras cosas, le inculcó el amor por el arte, por la arquitectura e —importantísimo—, por las orquídeas. El, junto a su única hermana, Ana Teresa, descendía de un empresario que había perdido temprano su fortuna, por lo que hubo de abrirse camino desde abajo, convirtiéndose así en un hombre emprendedor, optimista… y cada vez más acaudalado.
Sus caminos se cruzaron en la fiesta de graduación del hermano de Anala Braun, Carlos. A la joven le gustaba rodearse —junto con su hermana menor, Isabel— de artistas, músicos e intelectuales, como el escritor Arturo Uslar Pietri (futuro marido de Isabel), los pintores Armando Reverón y Alejandro Otero, el escultor Francisco Narváez, el arquitecto Carlos Raúl Villanueva; entretanto, el prometedor joven empresario ya hacia mediados de los años treinta iba camino de convertirse en el primer General Motors dealer de Venezuela. Ni qué decir que sus mundos se complementaron.
El matrimonio se celebró en Caracas el 8 de diciembre de 1936, día de la Inmaculada Concepción. Veintiún años más tarde, ésta sería también la fecha en que entrarían a vivir en la “casa de fantasía” que les diseñaría Gio Ponti. Venezuela vivía los años finales de una larga dictadura vitalicia a la par que entraba también en la era petrolera y, poco después, en un segundo régimen autoritario. Los Planchart—Braun reflejarían en su matrimonio como en un espejo mágico la apertura sin precedentes de Venezuela hacia el resto del mundo y hacia la modernidad.
Las sucesivas agencias comerciales de Planchart & Cía. serían arquitectónicamente cada vez más grandes y más modernas. Los fulgurantes automóviles Cadillac, La Salle y Chevrolet que se exhibían en sus vitrinas cambiaban de modelo con la misma velocidad que mutaba el gusto de la época: los elegantes packards de los treinta dieron paso a los abultados sedans de los cuarenta, y éstos a las aerodinámicas naves de los cincuenta que tan bien harían juego con la Caracas moderna que empezaba a expandirse y a construirse en el longitudinal valle caraqueño y su media corona de colinas.
Por su parte, en la intimidad del hogar, Anala Planchart traducía este hollywoodense desfile de estilos automovilísticos en el desapego gradual de todo vestigio de la ciudad provinciana y neocolonial del pasado, dramáticamente representado en la lista de sus regalos de boda: desechaba los pesados y oscuros muebles de caoba insertados de cuero repujado, regalaba los floreros rococó, vendía los óleos de paisajes inidentificables con marcos eclécticos, desterraba al último cajón la platería de filigrana y se deshacía a toda prisa de todo espejo biselado y de todo dorado pseudo—renacentista.
Es mítica la anécdota que retrata a los Planchart el día de su mudanza a El Cerrito: los dos de pie frente a las abstractas puertas de vidrio de la entrada, bajo la sombra tenue de la blanca marquesina, cargados tan solo con un discreto juego de maletas. Lo siguiente era subir los peldaños en voladizo de la “escalera volante” dispuesta por Gio Ponti y traspasar el umbral de su nueva y flamante villa. Bajo el brazo, un único objeto: el óleo multicolor de un jarrón con flores, obsequio de la pintora Julia Brandt para augurarles suerte en el matrimonio. Este aún hoy cuelga, solitario, invicto, sobre el lecho del “Cuarto de la Señora”. Al respecto, ella apuntaba: “Todo lo dejamos atrás, todo”.
El sueño de modernidad de los Planchart fue de hecho, tan heroico y tan seductor como queramos imaginarlo. Caracas, aunque cada día se transformaba a grandes pasos en una capital cada vez más adinerada y cosmopolita, compartía ese cosmopolitismo recién adquirido con una solapada tradición que se regodeaba tanto en sus aires afrancesados y españolizantes, como en las elegantes formas criollas de su pasado más antiguo. La gente vivía como antes, hablaba como antes, pero ya sus nuevas casas y nuevos edificios iban dejando de ser los de antes, y en la ciudad se veían cotidianamente en los clubes y en los restaurantes, y participando en los numerosos congresos y obras de arquitectura, ingeniería y urbanismo, a las más fulgurantes personalidades de la escena internacional: Wallace K. Harrison, Eugène Freyssinet, Eduardo Torroja, Roberto Burle—Marx, Alexander Calder... Era el zeitgeist de la Caracas de fines de los cuarenta y principios de los cincuenta: apostar a convertirse en la capital latinoamericana del diseño moderno, compitiendo con Ciudad de México y con la mismísima Río de Janeiro. Y entre los caraqueños que más contribuyeron a esta ambiciosa apuesta, estaban Armando y Anala Planchart.
Nadie tan generoso como ellos en propulsar al arte moderno a través del “Salón Planchart”; nadie tan incansablemente viajero y trotamundos, trayendo cada vez de vuelta a casa la fe impostergable en la necesidad de modernizarse y progresar para el país; nadie tan enamorado de la arquitectura, construyéndose dos residencias modernas previas a la Villa Planchart en otras partes de Caracas, ensayos necesarios para su futura villa: en el valle, “Guari”, la casa Art Déco de la urbanización Alta Florida, y en el litoral, “Churuata”, la casa funcionalista de la urbanización Tanaguarena, residencias que habitaron volviéndose cada vez más vanguardistas en sus gustos. Nadie, al fin, tan enterado de lo que ocurría en el mundo del diseño más allá de las fronteras venezolanas, suscritos como estaban regularmente a las principales revistas de la época. Particularmente, ya desde fines de la década de los cuarenta, a las italianas Stile y Domus. Y cuando un buen día se preguntaron quién era el editor de tales maravillas, en medio de sus páginas encontraron impreso el nombre de “Gio Ponti”. Así fue que tuvieron noticia de quien se convertiría en su arquitecto y amigo de por vida.
Su condición de viajeros empedernidos y de cazadores de trofeos —que quedó registrada en una colección de cintas de viajes—, junto a su afán por mantenerse al día aún mientras residían, sedentarios, momentáneamente en Caracas, marcó la pauta frente al resto de los caraqueños ilustrados de su generación. Por mucho que éstos les acompañaron en el intento fabricando notables casas que hoy conforman lo más granado de la memoria urbana de Caracas, como por ejemplo la monumental villa “Caurimare” de los Palacios—Julliac —grandes coleccionistas de arte y promotores de la música— en los altos de Colinas de Bello Monte, o la neoprovenzal villa “Barberenia” de los Revenga—González-Gorrondona —quienes hicieran de sus bellas personas el mayor monumento a la gentileza caraqueña— en el Caracas Country Club, nadie igualó a los Planchart en términos de expresarse a través del arte de la arquitectura para dejar una huella en la fábrica de la ciudad. En la época dorada de las grandes obras caraqueñas, ellos, gracias al genio de Ponti, no tuvieron parangón.
La palabra cerrito (que expresan en el español local la condición de una pequeña montaña, o de, más acertadamente, una colina), es aquí cuando viene al caso. Porque de la aparición en escena de este “famoso cerrito” —como dijera Gio Ponti— es que vienen a fraguar las condiciones que ya estaban dadas en sus vidas para convocar a Venezuela al genio del gran maestro milanés.
Se habla de que Ponti vio en este sitio una gran oportunidad para la arquitectura. Y así fue. La colina donde hoy se asienta la Villa Planchart es la más alta del valle de Caracas, con una panorámica ininterrumpida de 360 grados a la redonda, abarcando las vistas de la ciudad y de los distantes valles del sur hasta casi vislumbrar los llanos meridionales. Desde allí, el Avila —último ramal de la Cordillera de los Andes— se aprecia de punta a punta y de este a oeste como desde ninguna otra parte en Caracas. Una verdadera trouvaille, un hallazgo que solo puede explicarse porque el sitio nunca había sido urbanizado antes y porque Anala Planchart fue la primera en descubrirlo… intuyendo ella también la gran oportunidad que allí ofrecía la generosa naturaleza.
Al momento de llegar al encuentro con la extraordinaria propiedad en 1953, los Planchart habían alcanzado la medianía de la vida. Armando Planchart había cumplido 50 años, decidiendo retirarse “para hacer finalmente todo aquello que siempre deseó”. La gran diatriba con su mujer, que a la sazón tenía 45, era que ahora gran parte de su fortuna deseaba empeñarla en adquirir una hacienda en algún recóndito lugar de Venezuela. Y una rural hacienda, con su bucólico ritmo de vida ganadero, era lo último a lo que aspiraba en ese momento la inquieta y urbana señora Planchart.
Deseando salirle al paso a la decisión de su marido, adoptó el plan de irse todos los días manejando su Chevrolet a recorrer sola los nuevos terrenos urbanizados del este de Caracas, especialmente las verdes colinas-mirador, en busca de algo que pudiera parecerse a una hacienda, pero dentro de los ámbitos de la ciudad. Y un buen día dio con un salvaje y solitario cerrito en las recién urbanizadas Colinas de San Román.
Esta era una de sus anécdotas favoritas, que contaba a todo aquel que visitaba la villa por primera vez. La bella historia fue repetida decenas de veces por la creativa narradora, quien a veces le introducía inesperadas variantes. A mí también me la contó: “Estando de vuelta de haber encontrado este terreno, fui corriendo a decírselo a Armando: “Mi amor, ¡te conseguí una belleza de hacienda!”. A lo que él replicó enseguida: “¿Hacienda?, ¿dónde?” Y yo le respondí: “Aquí mismo, en Caracas”. Dudando de lo que le decía, preguntó: “En Caracas, ¿hacienda?”, y yo insistí: “Sí, ¡en Caracas, hacienda!”... y me las arreglé para arrastrarlo hasta aquí. El llegó a este sitio, vio el terreno, y no me dijo nada, ni una palabra.
Pocos meses tuvieron que pasar hasta que la preciosa propiedad alcanzara el destino que le parecía prometido. En junio de ese mismo año, los esposos Planchart salieron de viaje, esta vez rumbo a Milán. Partían esta vez en busca del arquitecto que les haría la villa maravillosa que ya soñaban ver coronando el cerrito.
Armando y Anala Planchart. Maiquetía, diciembre de 1936 (f. Fundación Anala y Armando Planchart).
Publicado en: Antonella Grecco, editor. Gio Ponti: Villa Planchart a Caracas, Edizioni Kappa. Roma, Mayo de 2008.
Maravilloso relato, como me gustaría conocer La Villa Planchart e imaginarme la vida de la naciente modernidad de la amada Caracas. Por cierto ese libro donde lo consigo.
ResponderBorrarReciba mi saludo
Que belleza de narración. Estaé pendiente para ir a visitarla. Mi hermana es arquitecto fue alumna de Llerena, asi que hay gusto familiar en la familia por la arquitectura. Un saludo,
ResponderBorrarRosa Elena Albornoz