“Aparejé un mundo como a un bello navío
para un viaje que durará siglos”
Marguerite Yourcenar. Memorias de Adriano.1
La estatua de piedra mide como tres metros de alto. La han colocado sobre el pedestal en un nicho gris, del mismo tranquilo color que pintaron el resto de las paredes. El mármol blanco, en toda su estatuaria belleza, recibe al público en la entrada, quien prácticamente se postra en silenciosa reverencia y casi besa el suelo del edificio de la Mairie du Cinquième Arrondisement, tan imponente aún es la verosimilitud del retrato del emperador. Publius Aelious Adriano, ocho siglos más tarde, sigue reinando majestuoso. Su pueblo hoy se ha engrandecido, más universal y numeroso que en tiempos del Imperio, más ecléctico e híbrido que cuando consistía en el saco de culturas disímiles provenientes de Oriente y Occidente que fueran pacificadas bajo su mandato en Roma; ya no persas, cátaros y nubios, sino europeos, asiáticos, africanos y americanos los fervientes admiradores de su memoria. Este global pueblo “romano” hace la cola todos los días a lo largo de la rue Soufflot en París, para ir a inclinarse ante su imagen majestuosa, casi vívida, palpitante, de cuerpo presente sobre el pedestal, y rendirle homenaje al más amado de todos los emperadores, al más legendario hito de las postrimerías de la antigüedad y al más significativo personaje del milenio. El besamanos es tan solemne, que la cola avanza lentísima…
Adriano. Basta mirarle el semblante. La cabeza barbada, noble, erguida sobre un cuerpo que nadie esperaba tan robusto, mira tranquila hacia otra parte, lejos, quizás hacia su adorada Grecia, en un gesto descuidado que se torna, por lo desprevenido, en amistoso. Sus ojos pensativos no tienen la dureza hierática que acostumbran los retratos de otros emperadores; son adustos, sí, pero no desconfían de quien tienen delante (decía Marguerite Yourcenar en el cuaderno de notas de Memorias de Adriano: “sentimos pena ante la presencia de los rostros esculpidos en piedra, a darles el color y la morbidez de la carne y su fragilidad. Somos tímidos en lo que concierne al pasado”).2
Los curadores de la exposición “Adriano, tesoros de la villa en Tibur”, que clausura el domingo próximo (19 de diciembre de 1999), supieron lo que hacían al colocarlo en la entrada: su mirada nos obliga a ir de allí hasta la primera sala, al recinto donde nos espera la gran maqueta de la reconstrucción de la Villa Adriana, la cual fue sacada del lugar donde se guarda siempre, el Museo de la Civilización Romana (http://www.museociviltaromana.it/), al igual que las otras doscientas piezas auténticas que conforman la muestra, vasos, bustos, cuadros, estatuas, fragmentos, dibujos, planos, manuscritos, provenientes de todos los museos y colecciones del globo, unidas en la forma más completa que se conoce desde los tiempos de la villa. Este es el broche de oro con el que París y Roma, capitales culturales del mundo, quisieron cerrar el milenio.
Y allí está: la Villa Adriana. Doscientas hectáreas de diseños. Una Villa hecha villa, que arranca como proyecto perenne de arquitectura hasta hacerse una ciudad; la ciudad de un solo hombre, un hombre que por ella luego, a su vez, se descubrió a sí mismo arquitecto y urbanista. Como escribiera en la introducción al catálogo el ilustre e inteligente Alcalde de Roma, Francesco Rutelli, es Adriano “un hombre extraordinariamente moderno, el símbolo de esa curiosidad intelectual que le permite a Roma acoger en el Imperio las tendencias, los estilos y los modelos de las ciudades sumisas, recreándolas, modelándolas y adaptándolas”.3 Y continúa: “la Villa en Tivoli es también un lugar de modernidad: ¿No asistimos nosotros hoy en día a tentativas a menudo infructuosas de contaminación artística, arquitectónica, cultural? ¿No es ésto precisamente lo que hacía el emperador Adriano, cuando hacía llamar a los mejores maestros, a los técnicos más avanzados?” A continuación, Rutelli cita a Yourcenar, quien habla de una similar decadencia por boca de Adriano (o viceversa): “estamos atestados de estatuas, repletos de delicias pintadas o esculpidas, pero esta abundancia es una ilusión; reproducimos sin parar docenas de obras maestras que ya no seríamos capaces de inventar”. La crítica del alcalde a la proliferación de la basura y de la clonación arquitectónica y urbana en la metrópolis contemporánea no puede ser más actual.
La humanidad recuerda a Adriano, gran fundador de ciudades, porque en su gobierno el arte, la filosofía, la literatura y la poesía fueron los motores de la acción cotidiana. Pero también, la arquitectura. Dicen que fue en el período adrianiano cuando la arquitectura romana se hizo la tectónica arquitectura romana que hoy especialmente admiramos (“...aparejé un mundo como a un bello navío para un viaje que durará siglos”). Sus construcciones carecían de un proyecto arquitectónico desde el principio; y es que se iban haciendo entre sus viajes, calmándose en sus ausencias y reanimándose al él volver (“había que disponerlo y construirlo todo (…) en un laberinto de máquinas, de complicadas poleas, fustes semi levantados y bloques blancos negligentemente apilados bajo el cielo azul”).
Adriano, el arquitecto, es célebre también en la historia por la diatriba arquitectónica que sostiene con Apolodoro el arquitecto al empezar la construcción del Panteón, obra cuyos planes “consideraba tímidos”, y que Yourcenar le atribuye (“esa obra, era mi pensamiento”). Al tratar de convertir “una ciudad admirable en una ciudad perfecta”, Adriano impulsa la arquitectura: rompe ejes visuales (Pequeñas Termas); crea sorpresas espaciales; explota el valor de la cuarta dimensión, emplea como rótulas edificios enteros (Teatro Marítimo); recurre a ejes disonantes, acentúa el factor sorpresa (Piazza d’Oro); enmascara en el exterior la forma interna (Serapeum); forma pantallas de columnatas (Termas del Heliocaminus); gusta de simetrías y asimetrías, esquemas radiales, piezas imbricadas, muros perforados, ricas iluminaciones cenitales.
Es, sin embargo, al culminar que la exposición se devela magistral. Al final del pasillo esperan en unas sencillas vitrinas las páginas del manuscrito original de las Memorias de Adriano. Y concluye el Alcalde de Roma: “para nosotros, los italianos, y para el mundo entero, la época de Adriano es un punto de referencia en la historia de la cultura y de la civilización, pero es en lengua francesa que fueron escritas sobre él, y para él, las frases más intensas y verdaderas”. Italia deposita así, justo enfrente del Panteón francés, el más grande regalo a una escritora: traerle a casa ese “lugar donde hemos escogido vivir, esa residencia invisible que hemos construido al margen del tiempo”, los fragmentos de la Villa de Adriano.4
Los curadores de la exposición “Adriano, tesoros de la villa en Tibur”, que clausura el domingo próximo (19 de diciembre de 1999), supieron lo que hacían al colocarlo en la entrada: su mirada nos obliga a ir de allí hasta la primera sala, al recinto donde nos espera la gran maqueta de la reconstrucción de la Villa Adriana, la cual fue sacada del lugar donde se guarda siempre, el Museo de la Civilización Romana (http://www.museociviltaromana.it/), al igual que las otras doscientas piezas auténticas que conforman la muestra, vasos, bustos, cuadros, estatuas, fragmentos, dibujos, planos, manuscritos, provenientes de todos los museos y colecciones del globo, unidas en la forma más completa que se conoce desde los tiempos de la villa. Este es el broche de oro con el que París y Roma, capitales culturales del mundo, quisieron cerrar el milenio.
Y allí está: la Villa Adriana. Doscientas hectáreas de diseños. Una Villa hecha villa, que arranca como proyecto perenne de arquitectura hasta hacerse una ciudad; la ciudad de un solo hombre, un hombre que por ella luego, a su vez, se descubrió a sí mismo arquitecto y urbanista. Como escribiera en la introducción al catálogo el ilustre e inteligente Alcalde de Roma, Francesco Rutelli, es Adriano “un hombre extraordinariamente moderno, el símbolo de esa curiosidad intelectual que le permite a Roma acoger en el Imperio las tendencias, los estilos y los modelos de las ciudades sumisas, recreándolas, modelándolas y adaptándolas”.3 Y continúa: “la Villa en Tivoli es también un lugar de modernidad: ¿No asistimos nosotros hoy en día a tentativas a menudo infructuosas de contaminación artística, arquitectónica, cultural? ¿No es ésto precisamente lo que hacía el emperador Adriano, cuando hacía llamar a los mejores maestros, a los técnicos más avanzados?” A continuación, Rutelli cita a Yourcenar, quien habla de una similar decadencia por boca de Adriano (o viceversa): “estamos atestados de estatuas, repletos de delicias pintadas o esculpidas, pero esta abundancia es una ilusión; reproducimos sin parar docenas de obras maestras que ya no seríamos capaces de inventar”. La crítica del alcalde a la proliferación de la basura y de la clonación arquitectónica y urbana en la metrópolis contemporánea no puede ser más actual.
La humanidad recuerda a Adriano, gran fundador de ciudades, porque en su gobierno el arte, la filosofía, la literatura y la poesía fueron los motores de la acción cotidiana. Pero también, la arquitectura. Dicen que fue en el período adrianiano cuando la arquitectura romana se hizo la tectónica arquitectura romana que hoy especialmente admiramos (“...aparejé un mundo como a un bello navío para un viaje que durará siglos”). Sus construcciones carecían de un proyecto arquitectónico desde el principio; y es que se iban haciendo entre sus viajes, calmándose en sus ausencias y reanimándose al él volver (“había que disponerlo y construirlo todo (…) en un laberinto de máquinas, de complicadas poleas, fustes semi levantados y bloques blancos negligentemente apilados bajo el cielo azul”).
Adriano, el arquitecto, es célebre también en la historia por la diatriba arquitectónica que sostiene con Apolodoro el arquitecto al empezar la construcción del Panteón, obra cuyos planes “consideraba tímidos”, y que Yourcenar le atribuye (“esa obra, era mi pensamiento”). Al tratar de convertir “una ciudad admirable en una ciudad perfecta”, Adriano impulsa la arquitectura: rompe ejes visuales (Pequeñas Termas); crea sorpresas espaciales; explota el valor de la cuarta dimensión, emplea como rótulas edificios enteros (Teatro Marítimo); recurre a ejes disonantes, acentúa el factor sorpresa (Piazza d’Oro); enmascara en el exterior la forma interna (Serapeum); forma pantallas de columnatas (Termas del Heliocaminus); gusta de simetrías y asimetrías, esquemas radiales, piezas imbricadas, muros perforados, ricas iluminaciones cenitales.
Es, sin embargo, al culminar que la exposición se devela magistral. Al final del pasillo esperan en unas sencillas vitrinas las páginas del manuscrito original de las Memorias de Adriano. Y concluye el Alcalde de Roma: “para nosotros, los italianos, y para el mundo entero, la época de Adriano es un punto de referencia en la historia de la cultura y de la civilización, pero es en lengua francesa que fueron escritas sobre él, y para él, las frases más intensas y verdaderas”. Italia deposita así, justo enfrente del Panteón francés, el más grande regalo a una escritora: traerle a casa ese “lugar donde hemos escogido vivir, esa residencia invisible que hemos construido al margen del tiempo”, los fragmentos de la Villa de Adriano.4
NOTAS
1.2. Marguerite Yourcenar. Memorias de Adriano.
3. Catálogo de la exposición "Adriano, tesoros de la villa en Tibur", Mairie du Cinquième Arrondisement, París, 1999.
4. Marguerite Yourcenar está sepultada en la Iglesia de Sainte-Geneviève, el panteón francés. El edificio de la Mairie du Cinquième queda justo enfrente.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 13 de Diciembre de 1999.
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