jueves, 3 de julio de 2008

Jardín litoral (I)

Uveros en el playón, Armando Reverón, 1937.



En días pasados una galería de la ciudad inauguraba una colectiva de maestros de la pintura venezolana, por lo que se publicó en este diario una foto de la primadonna del grupo, una espléndida marina de Armando Reverón de 1937. Se titulaba Uveros en el playón.

Yo me la quedé mirando tratando de ubicar a cuál fragmento del litoral se refería, desde dónde había sido pintada. Poco a poco me dí cuenta que debía ser la punta aledaña a El Castillete. Pero entendí cuán poco importaba la exactitud del punto de vista que Reverón había escogido para retratar al litoral. Lo crucial era que había capturado y resumido en aquel cuadro la esencia de todo el paisaje.

Una vez frente a la obra ratifiqué que el apunte sobre el lugar era clarividente e inequívoco: allí estaban la peculiar brevedad ondulante de la costa, su fortaleza de montaña entrando al mar, su doble circunstancia de ruda playa oceánica batiente y malecón natural por el que se transita y se contemplan las inmensidades de la cordillera y el mar dándose la mano sobre un montón de piedras, la ambigua vegetación mitad xerófila retorcida y mitad sombría montañosa. Y pensé: “he aquí un paisaje sin igual, un ejemplo único, una realidad endémica, un ecosistema local cuyo modelo es jamás exportable, un lugar único sobre la Tierra. He aquí todos los elementos de un jardín litoral, tal como los querría en su libro El jardín planetario, el paisajista contemporáneo francés Gilles Clément”.1

A Reverón sólo le faltó un elemento para que el retrato del jardín estuviera completo: la arquitectura. Mas, como del otro lado de la imagen sabemos que estaba el pintor con su caballete de madera a manera de signo de una forma inconfundible de habitar, decidí que ya aquéllo resumía el espíritu de todas las ciudades invisibles en la marina: contemplativas, sensiblemente tropicales, que dominan sobre las rocas, cerca de las olas, frente al mar.

El mar. Tener a mano el mar. Parece tan simple. Cuán fácil lo fue para la pintura, y cuán elemental lo fue para todas esas construcciones, ya casi desdibujadas en la memoria, que conformaron la flora y fauna antiguas de nuestro jardín litoral. Formas que ese territorio produjo y que se adaptaron a las exigencias del lugar y a las leyes del sitio. Formas que, tras la tragedia, cuando algunas ya se han extinguido para siempre, se han vuelto mucho más raras y preciadas.

Clément usa dos términos biológicos para explicar este fenómeno del buen jardín: especiación y endemismo. El endemismo es la manifestación crónica de un territorio determinado (siempre se es “endémico” de algún lado, de La Guaira, por ejemplo). Ello da origen a la especiación, a floraciones específicas que forjan la unicidad de cada geografía. Plantas de edificios con aires de cactácea en Caraballeda, magnolias polilobuladas de Macuto, arborescencias singulares de los bosques de Camurí, ejemplares únicos del borde de la costa, vertientes arboladas, corredores trepadores, miramares veladores, malecones y acantilados habitados, todos últimos sobrevivientes de su especie. La originalidad de estos seres y su unicidad dentro de su universo se distingue de todo el resto del planeta. Y ésta es, según Clément, nuestra única arma frente a la banalización del mundo.

¿Podremos replantar la bella floresta que cubría al litoral? Dice también El jardín planetario que “antes que nada hay que definir la extensión del territorio, fijar los límites del jardín, para luego tratar de comprender. Antes de intervenir, se debe observar necesariamente una pauta que permita enumerar los parámetros del lugar y su complejidad, para ver finalmente cómo hacer para allí insertarse”.2 La visión del mundo como un gran recinto hecho de innumerables jardines únicos y especiales como éste hace aún más crucial la necesidad de abarcar al litoral devastado como un territorio completo y no fraccionado en el tiempo y en el espacio, como lo toman las propuestas que se han presentado hasta ahora.

Hastiada de ver pasar los días y los planes vacilantes para la reconstrucción del litoral, pensaba frente a esa marina que todavía hoy, 13 de Marzo de 2000, yo me quedo con el inocente Plan Maestro de Reverón: allí están toda la sabiduría necesaria para reconstruir el borde, la sensatez para rehacer el territorio y la sensibilidad para repensar el habitar que nos hacen falta. En ese sitio no puede hacerse sino un matrimonio entre naturaleza y cultura. ¿Y cómo atreverse a planificar la trayectoria de la evolución de Vargas sin antes haber conocido bien en qué consiste, cómo se transforma y, por último, cómo puede ser cultivado el jardín litoral?

No es de extrañar que veamos plantearse ciegas secciones abominables de la nueva avenida costanera como las que se han publicado en sendas infografías tridimensionales, donde un ojo crítico puede descubrir el crimen de haber colocado una gruesa faja lineal de estacionamientos entre la acera de la avenida y el mar o el atentado en la zona del puerto, cuyo mezquino corte de calado en el embarcadero haría saltar chispas a Oriol Bohigas y a todo su combo de diseñadores que por años perfilaron milimétricamente el Mol de la Fusta (léase, el frente marítimo de Barcelona) para que nsootros en el 2000 lo olvidemos olímpicamente y sigamos divorciados del mar. Hasta en los planes recientes. Menos mal que estos catalanes parece que están a punto de visitarnos. Prepárense, profesores.

Hay que construir con lo que se tiene (o se tenía, pero vive en la memoria). Hoy debemos convertirnos en serios y refinados botánicos de lo paisajísticamente inteligente y no en estériles y alinados globalizantes. Como diría finalmente Clément, lo único que queda es “conseguir los jardineros”.


Reverón en Macuto.




NOTAS
1.2. Gilles Clément. Le jardín planétaire, Reconcilier l’homme et la nature, Editions Albin Michel S.A., Paris, 1999, p. 87.


Publicado en : Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 13 de Marzo de 2000; y en Kalathos revista cultural.



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