"Frente a los desaparecidos Budas, Bamiyán, Afganistán" (f. http://lacomunidad.elpais.com/viajealasantipodas/posts).
Durante los ochenta, la macro intervención urbana que significó la construcción del Metro de Caracas fue universalmente aplaudida. Después de coronar con éxito sus propios fines utilitarios de construir la línea principal de la ciudad, todavía quiso rebasar sus objetivos aprovechando para dotarla de una cadena de espacios públicos y peatonales con los que no contaba hasta entonces.
Esta plusvalía del proyecto fue un colosal regalo a Caracas, inesperado y revolucionario, si consideramos los tiempos que corrían y el escenario en el cual se produjo. Recordamos que por ese entonces se calificó a Cametro de empresa ejemplar, de oficina magistral de la ciudad, de institución ejecutiva pero filantrópica, consenso colectivo que fue coronado con el Premio Nacional de la Octava Bienal de Arquitectura de Venezuela. Todo el mundo había quedado muy contento, y ésto, sumado al efecto de confianza de años posteriores de buen manejo del sistema, nos llevó a abandonarnos en los brazos de Morfeo de Cametro, creyéndola incapaz de retroceder en sus propios niveles de exigencia, que considerábamos de irrenunciable calidad urbana.
Por años nadie discutía ésto. Cuando mucho, la única objeción crítica a la obra fue contra el desmadre arquitectónico de los diseños de las propias estaciones, a las que calificábamos de egocentristas, autoregodeándose por encima del nivel de la calle como primadonne irruptoras en la trama urbana en detrimento de la continuidad de la ciudad. Las de la Línea Principal fueron estaciones con un marcado complejo de superioridad Héctor Guimardiano, aquejadas de un frenético protagonismo arquitectónico. Tampoco nos gustaron las bocas de salida que se sembraron en todas partes, tropezones urbanos, obstáculos forrados de baldosas de baño y techados con horribles tridilosas y techos plásticos que afearon –y afean y obstruyen- nuestras aceras y nuestras calles. Pero qué le íbamos a hacer. No se le podían pedir peras al olmo de los años ochenta. Las estaciones invisibles y bocas de salida discretamente camufladas en la arquitectura existente son una lección de elegancia que Cametro aún tendrá que aprender.
El problema consiste en que allí se estaba gestando un mal que ahora se ha manifestado con toda su fuerza. Al recomenzar las obras del gran proyecto del Metro (2001), particularmente de la polémica Línea 4 en su sector bajo la Avenida Lecuna, las nuevas estaciones Teatros, Nuevo Circo y Parque Central están siendo plantadas esta vez sobre la fábrica urbana con una gradilocuencia y una soberbia demoledoras. Ya no sólo egocéntrica, como en los ochenta, sino literalmente arrolladora: todo se lo llevan a su paso. Alegando su sola funcional razón de ser, tratan de justificar cualquier acción contra el borde tradicional construido de la Lecuna con meras “necesidades del alineamiento y de implantación de las estructuras de estación, cambiavías o áreas de trabajo de los contratistas” o con ramplones “requerimientos de carácter técnico”, afectando de un plumazo cada vez casi una hectárea del centro histórico de Caracas. Y afectar es una palabra demasiado suave: léase mejor destruir, borrar, suplantar, y nadie sabe con qué (¿patios de maniobras?¿depósitos?¿garajes de maquinaria?) Para Cametro, pareciera que los caraqueños son sólo usuarios del metro, y a éso se reducen. Su flujo cómodo está primero que otras prioridades que son flagrantemente ignoradas, como por ejemplo su memoria, su sentido del lugar, su historia y sus tradiciones urbanas y arquitectónicas.
Al proyecto de la Línea 4 nadie se preocupó en irlo ni a ver cuando Cametro sacó su Cartel de Notificación pública en el año ‘98, simplemente por la confianza que ésta había recaudado en el pasado. Habíamos puesto nuestra ciudad en sus manos. Nada temíamos. Y ahora que los ciudadanos -queremos decir- los usuarios, se levantan tardíamente contra éste porque están viendo cómo les están demoliendo fragmentos ireemplazables de su ciudad, perplejos de que veinte años después lo está haciendo el propio Metro, el Gran Benefactor, resulta que Cametro ha resuelto asumir una actitud inesperadamente prepotente: “Nosotros avisamos, ustedes no respondieron. Ahora friéguense”. Los valores patrimoniales fueron “tardíamente invocados”. El desprecio al clamor ciudadano ha sido tal, que uno de los directores del Metro en una reunión en la Asamblea Nacional llegó, supuestamente, a decir que “si en Afganistán se están tirando a los budas milenarios y ni siquiera la UNESCO puede hacer nada, ¿a quién le importan unos pocos edificios viejos del centro de Caracas?”
La Lecuna es una avenida cambiante que pasa por diferentes barrios, muy depauperados, sí, pero de valor urbano coral innegable, como las inmediaciones de El Silencio, la significativa cuadra de Miracielos a Hospital –de milagro del limonero del Señor y todo-, la Parroquia de San Agustín -declarada patrimonio cultural municipal- y El Conde (1928). Aquí nadie está hablando de obras maestras de la arquitectura universal, sino de nuestra fábrica urbana tradicional. Los inmuebles antiguos que se piensan destruir en San Juan y Santa Teresa, son justamente parte del entorno ambiental de varios monumentos históricos, y, como el edificio Alcázar o el Hotel Diamante, lo que saben hacer (y por éso deben ser respetados, sin importar cuántas modificaciones haya que hacer a los proyectos, allá Cametro si a estas alturas no tiene un departamento propio de Historia de la Ciudad) es construir un borde urbano continuo y hablar un lenguaje urbano armónico, cosas que Caracas está olvidando.
¿Se convertirá Cametro en un reducto totalitario de francotiradores sordos e iconoclastas contra los sagrados objetos de nuestra cultura urbana? ¿O, por el contrario, honrará su propia herencia en defensa de la ciudad, recapitulando hacia el patrimonial espíritu de los tiempos?
Esta plusvalía del proyecto fue un colosal regalo a Caracas, inesperado y revolucionario, si consideramos los tiempos que corrían y el escenario en el cual se produjo. Recordamos que por ese entonces se calificó a Cametro de empresa ejemplar, de oficina magistral de la ciudad, de institución ejecutiva pero filantrópica, consenso colectivo que fue coronado con el Premio Nacional de la Octava Bienal de Arquitectura de Venezuela. Todo el mundo había quedado muy contento, y ésto, sumado al efecto de confianza de años posteriores de buen manejo del sistema, nos llevó a abandonarnos en los brazos de Morfeo de Cametro, creyéndola incapaz de retroceder en sus propios niveles de exigencia, que considerábamos de irrenunciable calidad urbana.
Por años nadie discutía ésto. Cuando mucho, la única objeción crítica a la obra fue contra el desmadre arquitectónico de los diseños de las propias estaciones, a las que calificábamos de egocentristas, autoregodeándose por encima del nivel de la calle como primadonne irruptoras en la trama urbana en detrimento de la continuidad de la ciudad. Las de la Línea Principal fueron estaciones con un marcado complejo de superioridad Héctor Guimardiano, aquejadas de un frenético protagonismo arquitectónico. Tampoco nos gustaron las bocas de salida que se sembraron en todas partes, tropezones urbanos, obstáculos forrados de baldosas de baño y techados con horribles tridilosas y techos plásticos que afearon –y afean y obstruyen- nuestras aceras y nuestras calles. Pero qué le íbamos a hacer. No se le podían pedir peras al olmo de los años ochenta. Las estaciones invisibles y bocas de salida discretamente camufladas en la arquitectura existente son una lección de elegancia que Cametro aún tendrá que aprender.
El problema consiste en que allí se estaba gestando un mal que ahora se ha manifestado con toda su fuerza. Al recomenzar las obras del gran proyecto del Metro (2001), particularmente de la polémica Línea 4 en su sector bajo la Avenida Lecuna, las nuevas estaciones Teatros, Nuevo Circo y Parque Central están siendo plantadas esta vez sobre la fábrica urbana con una gradilocuencia y una soberbia demoledoras. Ya no sólo egocéntrica, como en los ochenta, sino literalmente arrolladora: todo se lo llevan a su paso. Alegando su sola funcional razón de ser, tratan de justificar cualquier acción contra el borde tradicional construido de la Lecuna con meras “necesidades del alineamiento y de implantación de las estructuras de estación, cambiavías o áreas de trabajo de los contratistas” o con ramplones “requerimientos de carácter técnico”, afectando de un plumazo cada vez casi una hectárea del centro histórico de Caracas. Y afectar es una palabra demasiado suave: léase mejor destruir, borrar, suplantar, y nadie sabe con qué (¿patios de maniobras?¿depósitos?¿garajes de maquinaria?) Para Cametro, pareciera que los caraqueños son sólo usuarios del metro, y a éso se reducen. Su flujo cómodo está primero que otras prioridades que son flagrantemente ignoradas, como por ejemplo su memoria, su sentido del lugar, su historia y sus tradiciones urbanas y arquitectónicas.
Al proyecto de la Línea 4 nadie se preocupó en irlo ni a ver cuando Cametro sacó su Cartel de Notificación pública en el año ‘98, simplemente por la confianza que ésta había recaudado en el pasado. Habíamos puesto nuestra ciudad en sus manos. Nada temíamos. Y ahora que los ciudadanos -queremos decir- los usuarios, se levantan tardíamente contra éste porque están viendo cómo les están demoliendo fragmentos ireemplazables de su ciudad, perplejos de que veinte años después lo está haciendo el propio Metro, el Gran Benefactor, resulta que Cametro ha resuelto asumir una actitud inesperadamente prepotente: “Nosotros avisamos, ustedes no respondieron. Ahora friéguense”. Los valores patrimoniales fueron “tardíamente invocados”. El desprecio al clamor ciudadano ha sido tal, que uno de los directores del Metro en una reunión en la Asamblea Nacional llegó, supuestamente, a decir que “si en Afganistán se están tirando a los budas milenarios y ni siquiera la UNESCO puede hacer nada, ¿a quién le importan unos pocos edificios viejos del centro de Caracas?”
La Lecuna es una avenida cambiante que pasa por diferentes barrios, muy depauperados, sí, pero de valor urbano coral innegable, como las inmediaciones de El Silencio, la significativa cuadra de Miracielos a Hospital –de milagro del limonero del Señor y todo-, la Parroquia de San Agustín -declarada patrimonio cultural municipal- y El Conde (1928). Aquí nadie está hablando de obras maestras de la arquitectura universal, sino de nuestra fábrica urbana tradicional. Los inmuebles antiguos que se piensan destruir en San Juan y Santa Teresa, son justamente parte del entorno ambiental de varios monumentos históricos, y, como el edificio Alcázar o el Hotel Diamante, lo que saben hacer (y por éso deben ser respetados, sin importar cuántas modificaciones haya que hacer a los proyectos, allá Cametro si a estas alturas no tiene un departamento propio de Historia de la Ciudad) es construir un borde urbano continuo y hablar un lenguaje urbano armónico, cosas que Caracas está olvidando.
¿Se convertirá Cametro en un reducto totalitario de francotiradores sordos e iconoclastas contra los sagrados objetos de nuestra cultura urbana? ¿O, por el contrario, honrará su propia herencia en defensa de la ciudad, recapitulando hacia el patrimonial espíritu de los tiempos?
Boca de salida de la estación de Metro “Boissières”, del arquitecto Hector Guimard. París, 1900
(f. http://1900.art.nouveau.free.fr/?Entrees-de-stations-du-metro).
(f. http://1900.art.nouveau.free.fr/?Entrees-de-stations-du-metro).
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 2 de Abril de 2001.
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