Interior del Caspary Auditorium, Harrison & Abramovitz. New York City, 1957-58.
Nueva York. Primavera de 1994. El límpido bloque del Abby Aldrich Rockefeller Hall dejaba reflejar en su fachada la tersa superficie esmaltada de una semiesfera gigante que parecía haber rodado sola hasta aquel flanco tranquilo de Rockefeller University para anidar entre los árboles. Se entraba a ella semienterrándose poco a poco en el suelo, bajando bajo un cielo cubierto de burbujas blancas… Por su apariencia, el Caspary Auditorium, en vez de haber sido diseñado por Wallace K. Harrison, más parecía sacado del atelier de costura de André Courrèges… o de la Oficina Metropolitana de Arquitectura.
La agitada multitud, principalmente joven, confirmaba la presencia esa tarde allí de varias luminarias de la arquitectura. No era para menos: Rem Koolhaas, considerado el arquitecto más influyente, ambicioso y subversivo que ha existido desde Le Corbusier, había decidido volver a hacer hablar a su oráculo y leerle de nuevo la mano a la historia de la Arquitectura Moderna. Esta vez el homenaje era para la obra de un solo hombre, y estaban para asistirlo Max Abramovitz y Phillip Johnson en persona, ambos ágiles nonagenarios ya desde luego debidamente encaramados sobre el estrado en media luna. Koolhaas, el profeta, como un alocado flying dutchman, esperaba, micrófono en mano, el momento de empezar.
Las imágenes empezaron a sucederse con la serie de todos los retratos posibles que un hombre público puede hacerse desde su juventud. Allí estaba Wallace K. Harrison, delirantemente exaltado por Koolhaas, como un núbil adolescente vestido de Marine; como joven aprendiz tras la sombra de Raymond Hood, el más grande de todos los arquitectos de Nueva York; como arquitecto él mismo, saltando al ruedo del estrellato entre las maquetas de uno de los muchos Rockefeller Centers que fueron concebidos; o fumando, de pie, cinematográfico, apuesto, mientras lo escuchaban en vilo los Arquitectos Asociados, los “dos pisos” de arquitectos que lograron producir esa “arqueología de filosofías arquitectónicas” que es el Rockefeller Center… Y allí estaba Harrison, sonriente en la escalerilla del avión que lo trajo a Venezuela en 1940 para construir, de la mano de Nelson A. Rockefeller, el único hotel de su carrera, hoy (2000) en peligro de desaparecer.
Oyendo a Rem, todavía ninguno de los asistentes imaginaba que en Mayo del 2000 en Jerusalén sería galardonado con el premio máximo de la arquitectura. Oyendo a Rem, nadie podía ni soñar que este hombre que rendía tan sincero homenaje a una arquitectura del pasado, que se deshacía en tan emocionados halagos, pudiera ser el que tendría (según Jorge Silvetti, jurado del Pritzker) “la audacia de deshacerse de todas las desvaídas 'contaminaciones' que plagaron y debilitaron a la arquitectura en el siglo XX”. Sin embargo, ¿no había Koolhaas alcanzado la fama en 1978 justamente por haber publicado un libro en cuya portada el Empire State y el Chrysler Building hacen el amor encima de la retícula de la ciudad justo en el momento en que el Rockefeller Center, “Perfect Perfection”, los sorprende en flagrant délit? ¿No había escrito en esa misma obra que “la Metrópolis del Futuro y la Ciudad de Luz tienen un solo arquitecto: Wallace Harrison"? ¿Que sólo sus “manos sensibles y profesionales pudieron disolver la abrasividad abstracta de Le Corbusier en las Naciones Unidas”? ¿Que fue el último genio de lo posible y de lo sublime en Manhattan? ¿No había sido él, pues, Rem Koolhaas, quien entronizó ya desde entonces y para siempre a Wallace K. Harrison como el genial “Hamlet de Manhattan”?
To be or not to be. Harrison era ambivalente, Koolhaas lo sabía, y éso le fascinaba. Su “Manhattanismo” se las tenía que ver día a día con su Beaux-Artianismo: a veces actuaba como si supiese los secretos más íntimos de su ciudad, y a veces como si los hubiera perdido o nunca hubiera sabido de ellos. En el nombre de la modernidad forzó con éxito en sus proyectos las más imposibles de las combinaciones, viviendo en carne viva la agonía de la ambigüedad estilística. Un día versionaba a Le Corbusier, para luego retornar a “los más persistentes ecos de Manhattan". Otro, enfrentaba la sensualidad de las curvas en planta o en sección a la rigidez de la geometría inmanente de la ciudad. “Este es el secreto”, -decía Koolhaas-, “de la obra de Harrison: su pathos es la ambigüedad entre lo viejo y lo nuevo”.
La obsesión dialéctica es también el secreto de su incomprendido hotel de Caracas (www.hotelavila.com.ve/). El edificio, cuya planta nace en el sitio de una orientación hacia unas vistas maravillosas y de una ubicación única en el lugar, lanza centrífugamente al paisaje sus dos esbeltas alas rectangulares. Estos racionales cuerpos calibradamente funcionales se articulan en un vértice, y es allí donde, siguiendo un impulso arquitectónico absolutamente personal, inserta las formas libres curvilíneas del techo de la entrada, del lobby y del salón de fiestas, formas todas derivadas del modernismo “de Calder, de Léger, de Arp, sus amigos”. El Hamlet de Manhattan se debatía de nuevo en la urbanización San Bernardino entre la conformidad del rectángulo y la forma libre del riñón, entre lo moderno y lo histórico, entre el Yacht Style y el Spanish Colonial, entre la rigidez y la libertad… El deliciosamente ambivalente Hotel Avila contó además en su entrada con dos astas donde ondeaban al unísono las banderas de Venezuela y de los Estados Unidos. Venezolano y americano, internacional y caribeño, no podría sino convertirse en una referencia inequívoca para toda la región desde su inauguración en 1942.
El harrisoniano Rem Koolhaas, sin duda, sería una buena opción para hacer una renovación hip del único hotel caraqueño que cuenta, abandonado como está, con una estrella refulgente en las guías Fodor. Ya una vez en Suiza, en un hotel en el paso alpino de Furka, hizo una delicada intervención. Pero hace falta primero que personas como el director de Fundapatrimonio puedan encontrarle, como Abramovitz, como Johnson o al menos como Koolhaas, nuevo Nóbel de la arquitectura, siquiera “algún” interés arquitectónico a esta pequeña obra hamletiana. Lo tiene o no lo tiene. To be or not to be… ¿O será más bien ese director el que no tiene ningún interés arquitectónico para los caraqueños?
Esa es la cuestión.
La agitada multitud, principalmente joven, confirmaba la presencia esa tarde allí de varias luminarias de la arquitectura. No era para menos: Rem Koolhaas, considerado el arquitecto más influyente, ambicioso y subversivo que ha existido desde Le Corbusier, había decidido volver a hacer hablar a su oráculo y leerle de nuevo la mano a la historia de la Arquitectura Moderna. Esta vez el homenaje era para la obra de un solo hombre, y estaban para asistirlo Max Abramovitz y Phillip Johnson en persona, ambos ágiles nonagenarios ya desde luego debidamente encaramados sobre el estrado en media luna. Koolhaas, el profeta, como un alocado flying dutchman, esperaba, micrófono en mano, el momento de empezar.
Las imágenes empezaron a sucederse con la serie de todos los retratos posibles que un hombre público puede hacerse desde su juventud. Allí estaba Wallace K. Harrison, delirantemente exaltado por Koolhaas, como un núbil adolescente vestido de Marine; como joven aprendiz tras la sombra de Raymond Hood, el más grande de todos los arquitectos de Nueva York; como arquitecto él mismo, saltando al ruedo del estrellato entre las maquetas de uno de los muchos Rockefeller Centers que fueron concebidos; o fumando, de pie, cinematográfico, apuesto, mientras lo escuchaban en vilo los Arquitectos Asociados, los “dos pisos” de arquitectos que lograron producir esa “arqueología de filosofías arquitectónicas” que es el Rockefeller Center… Y allí estaba Harrison, sonriente en la escalerilla del avión que lo trajo a Venezuela en 1940 para construir, de la mano de Nelson A. Rockefeller, el único hotel de su carrera, hoy (2000) en peligro de desaparecer.
Oyendo a Rem, todavía ninguno de los asistentes imaginaba que en Mayo del 2000 en Jerusalén sería galardonado con el premio máximo de la arquitectura. Oyendo a Rem, nadie podía ni soñar que este hombre que rendía tan sincero homenaje a una arquitectura del pasado, que se deshacía en tan emocionados halagos, pudiera ser el que tendría (según Jorge Silvetti, jurado del Pritzker) “la audacia de deshacerse de todas las desvaídas 'contaminaciones' que plagaron y debilitaron a la arquitectura en el siglo XX”. Sin embargo, ¿no había Koolhaas alcanzado la fama en 1978 justamente por haber publicado un libro en cuya portada el Empire State y el Chrysler Building hacen el amor encima de la retícula de la ciudad justo en el momento en que el Rockefeller Center, “Perfect Perfection”, los sorprende en flagrant délit? ¿No había escrito en esa misma obra que “la Metrópolis del Futuro y la Ciudad de Luz tienen un solo arquitecto: Wallace Harrison"? ¿Que sólo sus “manos sensibles y profesionales pudieron disolver la abrasividad abstracta de Le Corbusier en las Naciones Unidas”? ¿Que fue el último genio de lo posible y de lo sublime en Manhattan? ¿No había sido él, pues, Rem Koolhaas, quien entronizó ya desde entonces y para siempre a Wallace K. Harrison como el genial “Hamlet de Manhattan”?
To be or not to be. Harrison era ambivalente, Koolhaas lo sabía, y éso le fascinaba. Su “Manhattanismo” se las tenía que ver día a día con su Beaux-Artianismo: a veces actuaba como si supiese los secretos más íntimos de su ciudad, y a veces como si los hubiera perdido o nunca hubiera sabido de ellos. En el nombre de la modernidad forzó con éxito en sus proyectos las más imposibles de las combinaciones, viviendo en carne viva la agonía de la ambigüedad estilística. Un día versionaba a Le Corbusier, para luego retornar a “los más persistentes ecos de Manhattan". Otro, enfrentaba la sensualidad de las curvas en planta o en sección a la rigidez de la geometría inmanente de la ciudad. “Este es el secreto”, -decía Koolhaas-, “de la obra de Harrison: su pathos es la ambigüedad entre lo viejo y lo nuevo”.
La obsesión dialéctica es también el secreto de su incomprendido hotel de Caracas (www.hotelavila.com.ve/). El edificio, cuya planta nace en el sitio de una orientación hacia unas vistas maravillosas y de una ubicación única en el lugar, lanza centrífugamente al paisaje sus dos esbeltas alas rectangulares. Estos racionales cuerpos calibradamente funcionales se articulan en un vértice, y es allí donde, siguiendo un impulso arquitectónico absolutamente personal, inserta las formas libres curvilíneas del techo de la entrada, del lobby y del salón de fiestas, formas todas derivadas del modernismo “de Calder, de Léger, de Arp, sus amigos”. El Hamlet de Manhattan se debatía de nuevo en la urbanización San Bernardino entre la conformidad del rectángulo y la forma libre del riñón, entre lo moderno y lo histórico, entre el Yacht Style y el Spanish Colonial, entre la rigidez y la libertad… El deliciosamente ambivalente Hotel Avila contó además en su entrada con dos astas donde ondeaban al unísono las banderas de Venezuela y de los Estados Unidos. Venezolano y americano, internacional y caribeño, no podría sino convertirse en una referencia inequívoca para toda la región desde su inauguración en 1942.
El harrisoniano Rem Koolhaas, sin duda, sería una buena opción para hacer una renovación hip del único hotel caraqueño que cuenta, abandonado como está, con una estrella refulgente en las guías Fodor. Ya una vez en Suiza, en un hotel en el paso alpino de Furka, hizo una delicada intervención. Pero hace falta primero que personas como el director de Fundapatrimonio puedan encontrarle, como Abramovitz, como Johnson o al menos como Koolhaas, nuevo Nóbel de la arquitectura, siquiera “algún” interés arquitectónico a esta pequeña obra hamletiana. Lo tiene o no lo tiene. To be or not to be… ¿O será más bien ese director el que no tiene ningún interés arquitectónico para los caraqueños?
Esa es la cuestión.
Hotel Avila, Wallace K. Harrison. Caracas, 1942 (f. Archivo Fundación de la Memoria Urbana).
Publicado en: Arquitectura. EL NACIONAL, Caracas, lunes 15 de Mayo de 2000.
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