Les Halles, vistos desde los techos de Saint-Eustache,
1947.
Las calles de la ciudad lucían sucias y malolientes. Pilares de carretas y carretillas se estacionaban en cualquier parte, aunque lo que realmente bloqueaba el paso de las aceras, ya prácticamente invisibles bajo la muchedumbre y la basura, eran las improvisadas tiendas sobre las que se ofrecían abarrotadamente las mercancías. La luz que llegaba del cielo no alcanzaba a iluminar la calle, tántos eran los paraguas multicolores que la interceptaban en la vía.
El escritor, en su habitual contribución a los correos de la ciudad, había dicho de estos puestos que eran como “frágiles boutiques que se cuentan por millares, compuestas de una mesa, de una silla, de una hornilla para calentarse, de un horno de barro como toda cocina, de un parabán por cerramiento y por techo una tela roja amarrada a alguna muralla, de donde penden de derecha e izquierda un par de tapicerías…” Sin duda, estos puestos perturbaban el panorama urbano de todo paseante, pero no se les podía negar que a la vez tenían “…lo pintoresco de las cosas naïves…”
Para el escritor, en esos días “tánta gente iba por las calles, tántas gigantescas cosas por allí se apiñaban dándose de codazos, que uno podía muy bien apreciar oficios totalmente desconocidos hoy en día”, oficios venidos de la sabiduría popular, de las livianas industrias urbanas, de las tradiciones agrícolas del campo y de la artesanía del país, de los que los marchantes eran sus pruebas más vivas, ofreciéndolos en la apretada trama del corazón de la ciudad como un festín abierto de coloridas baratijas.
El autor preparaba a la sazón un ensayo sobre la historia y la fisiología de los bulevares de su ciudad. Era explicable que le produciese una fascinación irresistible el hacer el recuento admirable de sus protagonistas más cuantiosos. La turba callejera, los marchantes, contra el paisaje de las calles. En aquél entonces, una amenaza cierta pendía sobre su gastronómica corte urbana de los milagros: el jefe del estado había comenzado una campaña de construcción de nuevos mercados. La ciudad había crecido demasiado y estaba necesitada de mayor número de “halles” -como también se les llamaba-, de salones del comercio separados unos de otros, estaba urgida de edificios de nueva planta que suplantaran los mercados informales al aire libre y que brindasen lo que las aceras jamás podían ofrecer a los marchantes: mejoras sanitarias de las vituallas, clasificación de los oficios y formación profesional.
El escritor anunciaba: “Todavía unos pocos días, y ya habrán desaparecido; la vieja ciudad no existirá más que en las obras de los novelistas… Cuando se hayan construido los mercados allí donde las necesidades de la población los pidan, estos paraguas rojos serán inexplicables…” Ninguna crítica, sin embargo, le merecían los nuevos edificios. Toda la ciudad sabía que su origen había sido igualmente monumental que la empresa de hacer marchar a los marchantes de las aceras para siempre. Un gran concurso de la academia de arquitectura había sido ya ganado por la mejor idea, anclada en la tradición mediterránea de los edificios con pórticos rodeando zonas al aire libre. Los mercados se edificarían según el modelo con patio abierto, varios pisos y arcadas, y algunos también emplearían arcadas en el exterior. Uno inmenso y mayor, la obra culminante del programa, con calidad de monumento metropolitano, centraría las funciones, y varios menores, pero igualmente hermosos, calmarían multipolarmente las demandas de los vecindarios.
El mandatario estaba resuelto no sólo a resolver el problema, sino también a ornar a la ciudad, a elevar su condición tanto como la de los marchantes. Largas discusiones académicas publicadas en minuciosos “précis” le habían aconsejado que aquéllas luminosas arquitecturas, además de articular el tejido urbano y enriquecerlo monumentalmente, debían servir también de escuelas eficaces de la técnica y del arte del comercio. Nadie que entrara por la puerta de los nuevos “halles”, para vender o comprar, debía encontrarse de ningún modo frente a una gigantesca quincalla, informe, informal, desordenada y arbitraria como había sido el laberíntico mercado sin techo que proveyeron hasta entonces las calles. El nuevo mercado obligaría a los marchantes forzosamente a organizarse, a prosperar, a aprender y enseñar. Eran edificios como buques-escuela.
Viendo la suerte echada, el escritor se dedicó a hacer la cuenta de “…las existencias pequeñas que desaparecen…”, dejando un inventario para la posteridad: del “iluminador de farolas, que dormía durante el día y pasaba la noche encendiendo y realumbrando el día según las fantasías de la luna; de la zurcidora, instalada como Diógenes, una curiosidad desaparecida; del vendedor de couscous; de los trabajadores de lo viejo; de los fruteros; del pregonero; del vendedor de castañas; de los libreros ambulantes; de la vendedora de ostras en su silla, las manos sobre su falda, junto a sus cestos de conchas; del marchante de tinta; del mercader de la muerte de las ratas; del amolador de cuchillos; de los vendedores de bebidas frescas, con sus cornetas, sus bellos timbales, sus escudillas sin pie, sus lises de orfebrería, y sus castillos de agua 'pomponé', que a menudo eran de plata; de los charlatanes, esos héroes de las plazas públicas…”, y así, del mundo entero de los pequeños comercios.
Pronto aladas herrerías llenas de carácter se encargarían de librar “la extraña metamorfosis social” de todos estos seres. De ésta se enterarían primero que nadie, por supuesto, los “flâneurs atentos, esos historiadores que no tienen más que un solo lector ya que no publican sus volúmenes más que en un solo ejemplar, aquéllos que saben estudiar a la ciudad, y la saben habitar con curiosa inteligencia”.
Sólo cinco años antes de la construcción en el primer arrondisement de los grandes Halles Centrales de Victor Baltard, Honoré de Balzac vaticinó en Ce qui disparaît de Paris. Le Diable à Paris, en 1845, la epopeya de la marcha de vuelta a casa de los marchantes.
Le Carreau des Halles. Victor-Gabriel Gilbert (1847-1933) © Musée Malraux - Jean-Louis Coquerel.