Cono aluvional en Carmen de Uria, en el litoral caraqueño en diciembre de 1999 ( f. www.scielo.org.ve/ © 2008 2002, Instituto de Materiales y Modelos Estructurales, UCV).
Estamos hechos pedazos. Nosotros, a quienes nos deja destrozados cada caída de un edificio singular en la ciudad, cuando contemplamos la catástrofe reciente, de la que la naturaleza fuera la principal culpable, hemos visto más claro que nunca que no puede existir perdón para aquel que destruye por capricho el patrimonio de sus congéneres. Las miles de arquitecturas, obras de ingeniería y urbanismos destruidos en el litoral (1999) no podemos achacárselas en verdad a nadie, y justamente por ello luce más horrendo el crimen cometido en el Galipán contra la ciudad. A las primeras, las destruyó un incierto destino, la ira de los elementos, la fatalidad, contra la que nada se pudo hacer. Pero a este solo edificio lo destruyó simplemente la miseria humana. Hechos pedazos como estamos, ya solo atinamos a pensar en reconstruir lo que nos queda. En el Litoral… porque en la Miranda solo podemos llorar.
Durante una eternidad de días y noches infernales, el llanto por la fábrica urbana perdida frente a tantas vidas desaparecidas, no parecía nunca tener lugar; la imagen de la destrucción, desfilando sin parar en un ir y venir por la costa, nos tenía absortos. La capacidad de diseño y la de inventariar patrimonios se nos quedó en el vacío, entretanto que un estupor, una suerte de vértigo estético, una especie de fascinación morbosa ante la visión de la violenta transformación del paisaje amado y archiconocido por la mirada, nos hipnotizaba. El cambio de las reglas del juego espacial, la línea de costa borrada, la ausencia súbita de las arquitecturas, la potencia embrutecedora de las imágenes de la destrucción, el censo macabro (“¡Albricias!: ¡Se salvó Sotavento!, ¡La Azuleja está en pie!, ¡A la casa de la Hacienda Caraballeda no le llegó el agua!”). Imágenes de la ruina, que, como ruinas al fin, son, inevitablemente, magnéticas. Los habitantes de Caracas, la del valle y la de la costa, hechizados, como los de Pompeya y Herculano, viviendo por siglos al pie de un monte que trae consigo toda fascinación y toda muerte… y no quiero ni pensar lo que nos hubiera pasado si la avalancha hubiera caído del lado de acá… o quizás al menos así al Galipán lo hubiera tumbado Dios y no...
Pero he aquí que llegó el tiempo después del cataclismo, en que así sea por la fuerza hemos de repensar el paisaje y la ciudad que perdimos: la Ciudad Balneario, la Ciudad Puerto, la Ciudad Histórica, la Ciudad Costera, la Ciudad Lineal, el alter ego marítimo de Caracas sobre la costa. Son legendarias las maravillas que podrían suceder en esa costanera. ¡Cuántas ideas se han barajeado para su larga franja de costa de tan elevada potencia estética! ¡Cuántos proyectos y utopías de arquitectos y urbanistas se le han formulado! !Cuántos se han quedado en el papel, cuántos permanecen aún en la memoria colectiva! Muchos siguen esperando el momento propicio… Y ese momento feliz, paradójicamente, ha llegado con la catástrofe. Pero al recuperar la cabeza tras el luto inmenso, no hay duda de que lo primero que habremos de luchar es contra la anarquía: habrá que impedir que empiecen a tomarse decisiones alegremente. La emergencia puede ser la madre de la revitalización, pero también de la improvisación. Si la tragedia se ha convertido en la autora responsable de esta tábula rasa, no es bueno que se arranque a actuar sin un plan maestro que tenga en cuenta la memoria del lugar (que es lo único que no se puede llevar consigo para siempre la fuerza de las aguas) y que se base en los últimos avances de las ciencias de la arquitectura, la ingeniería y el urbanismo.
No se trata tan solo de rehacer lo que ya estaba, porque mucho, como bien nos ha demostrado la vaguada, estaba mal hecho. Esa vía principal del litoral que iba de punta a punta cambiando constantemente de sección, era un desastre: ni autopista, ni avenida, ni paseo escénico, ni corredor vial funcional, ni nada. Pasaba muchas veces por donde no tenía que pasar (como entre La Guaira vieja y el puerto), se engordaba y se adelgazaba sin ninguna explicación, no iba acompañada de la correspondiente densidad ni del tratamiento paisajístico o peatonal y de servicios que le correspondía a su jerarquía; nunca fue pensada, ni en sus raquíticos puentes, ni menos en su trazado, para que embelleciera el recorrido longitudinal de la costa. ¿Y quién dice ya que debe ir más por ahí, en todo caso? ¿No podemos pensar algo mejor?
Por otro lado el poblamiento, anárquico como era, lo seguirá siendo – o incluso peor- si se decide consolidarlo o reconstruirlo exactamente igual, y todos saben que a falta de mejores ideas, ese será el camino que tomarán las cosas. Nada más peligroso para una emergencia que resolverla irreflexivamente: nada más dañino para una ciudad que pretender construirla con tan solo uno de sus elementos, en este caso, viviendas.
Por otra parte, la relación de ese mismo poblamiento con el mar, tan desigual y desasistido de espacios públicos como era, hoy que ya nada existe, ¿qué mejor oportunidad para rehacerlo con una sección rica en espacios de recreación y en todo aquéllo que pueda hacer de un borde costero un lugar para el disfrute de todos? Tan solo en una parte de Caraballeda había un poco de esa convivencia entre los edificios residenciales con sus parques dominando la vista, la vía paisajística permitiendo el disfrute del paisaje, los usos que hacen agradable el paseo también del peatón, restaurantes y tiendas, las aceras amplias, la vegetación profusa, y finalmente, la playa, ancha o angosta dependiendo del sitio. Si una sección de Litoral mejor que ésta se lograse en los sectores donde nada ha quedado, algo ya sacaríamos de este desastre tan horrible.
Millones y millones de dólares están por volcarse pronto en la reconstrucción del Litoral. Es un territorio amado que deseamos de vuelta. Bien que así sea. Pero debemos recordar que reconstruir no debe ser repetir los errores, ni que esa reconstrucción podrá hacerse sin una participación organizada que siga un único Plan Maestro Territorial de Reconstrucción. Pongan, Señores en Emergencia, todo de su parte para lograr el consenso y el orden en los profesionales que vendrán a rehacer la ciudad costera. No dejen que se “pisen los callos”: en el litoral hay territorio en desgracia para todos. La ciudad que reconstruyamos deberá ser un Paraíso Urbano Lineal y Ecológico en la que no habrá cabida para la amnesia, ni para la falta de visión de futuro… ni para los enemigos de la ciudad.
Estamos hechos pedazos. Nosotros, a quienes nos deja destrozados cada caída de un edificio singular en la ciudad, cuando contemplamos la catástrofe reciente, de la que la naturaleza fuera la principal culpable, hemos visto más claro que nunca que no puede existir perdón para aquel que destruye por capricho el patrimonio de sus congéneres. Las miles de arquitecturas, obras de ingeniería y urbanismos destruidos en el litoral (1999) no podemos achacárselas en verdad a nadie, y justamente por ello luce más horrendo el crimen cometido en el Galipán contra la ciudad. A las primeras, las destruyó un incierto destino, la ira de los elementos, la fatalidad, contra la que nada se pudo hacer. Pero a este solo edificio lo destruyó simplemente la miseria humana. Hechos pedazos como estamos, ya solo atinamos a pensar en reconstruir lo que nos queda. En el Litoral… porque en la Miranda solo podemos llorar.
Durante una eternidad de días y noches infernales, el llanto por la fábrica urbana perdida frente a tantas vidas desaparecidas, no parecía nunca tener lugar; la imagen de la destrucción, desfilando sin parar en un ir y venir por la costa, nos tenía absortos. La capacidad de diseño y la de inventariar patrimonios se nos quedó en el vacío, entretanto que un estupor, una suerte de vértigo estético, una especie de fascinación morbosa ante la visión de la violenta transformación del paisaje amado y archiconocido por la mirada, nos hipnotizaba. El cambio de las reglas del juego espacial, la línea de costa borrada, la ausencia súbita de las arquitecturas, la potencia embrutecedora de las imágenes de la destrucción, el censo macabro (“¡Albricias!: ¡Se salvó Sotavento!, ¡La Azuleja está en pie!, ¡A la casa de la Hacienda Caraballeda no le llegó el agua!”). Imágenes de la ruina, que, como ruinas al fin, son, inevitablemente, magnéticas. Los habitantes de Caracas, la del valle y la de la costa, hechizados, como los de Pompeya y Herculano, viviendo por siglos al pie de un monte que trae consigo toda fascinación y toda muerte… y no quiero ni pensar lo que nos hubiera pasado si la avalancha hubiera caído del lado de acá… o quizás al menos así al Galipán lo hubiera tumbado Dios y no...
Pero he aquí que llegó el tiempo después del cataclismo, en que así sea por la fuerza hemos de repensar el paisaje y la ciudad que perdimos: la Ciudad Balneario, la Ciudad Puerto, la Ciudad Histórica, la Ciudad Costera, la Ciudad Lineal, el alter ego marítimo de Caracas sobre la costa. Son legendarias las maravillas que podrían suceder en esa costanera. ¡Cuántas ideas se han barajeado para su larga franja de costa de tan elevada potencia estética! ¡Cuántos proyectos y utopías de arquitectos y urbanistas se le han formulado! !Cuántos se han quedado en el papel, cuántos permanecen aún en la memoria colectiva! Muchos siguen esperando el momento propicio… Y ese momento feliz, paradójicamente, ha llegado con la catástrofe. Pero al recuperar la cabeza tras el luto inmenso, no hay duda de que lo primero que habremos de luchar es contra la anarquía: habrá que impedir que empiecen a tomarse decisiones alegremente. La emergencia puede ser la madre de la revitalización, pero también de la improvisación. Si la tragedia se ha convertido en la autora responsable de esta tábula rasa, no es bueno que se arranque a actuar sin un plan maestro que tenga en cuenta la memoria del lugar (que es lo único que no se puede llevar consigo para siempre la fuerza de las aguas) y que se base en los últimos avances de las ciencias de la arquitectura, la ingeniería y el urbanismo.
No se trata tan solo de rehacer lo que ya estaba, porque mucho, como bien nos ha demostrado la vaguada, estaba mal hecho. Esa vía principal del litoral que iba de punta a punta cambiando constantemente de sección, era un desastre: ni autopista, ni avenida, ni paseo escénico, ni corredor vial funcional, ni nada. Pasaba muchas veces por donde no tenía que pasar (como entre La Guaira vieja y el puerto), se engordaba y se adelgazaba sin ninguna explicación, no iba acompañada de la correspondiente densidad ni del tratamiento paisajístico o peatonal y de servicios que le correspondía a su jerarquía; nunca fue pensada, ni en sus raquíticos puentes, ni menos en su trazado, para que embelleciera el recorrido longitudinal de la costa. ¿Y quién dice ya que debe ir más por ahí, en todo caso? ¿No podemos pensar algo mejor?
Por otro lado el poblamiento, anárquico como era, lo seguirá siendo – o incluso peor- si se decide consolidarlo o reconstruirlo exactamente igual, y todos saben que a falta de mejores ideas, ese será el camino que tomarán las cosas. Nada más peligroso para una emergencia que resolverla irreflexivamente: nada más dañino para una ciudad que pretender construirla con tan solo uno de sus elementos, en este caso, viviendas.
Por otra parte, la relación de ese mismo poblamiento con el mar, tan desigual y desasistido de espacios públicos como era, hoy que ya nada existe, ¿qué mejor oportunidad para rehacerlo con una sección rica en espacios de recreación y en todo aquéllo que pueda hacer de un borde costero un lugar para el disfrute de todos? Tan solo en una parte de Caraballeda había un poco de esa convivencia entre los edificios residenciales con sus parques dominando la vista, la vía paisajística permitiendo el disfrute del paisaje, los usos que hacen agradable el paseo también del peatón, restaurantes y tiendas, las aceras amplias, la vegetación profusa, y finalmente, la playa, ancha o angosta dependiendo del sitio. Si una sección de Litoral mejor que ésta se lograse en los sectores donde nada ha quedado, algo ya sacaríamos de este desastre tan horrible.
Millones y millones de dólares están por volcarse pronto en la reconstrucción del Litoral. Es un territorio amado que deseamos de vuelta. Bien que así sea. Pero debemos recordar que reconstruir no debe ser repetir los errores, ni que esa reconstrucción podrá hacerse sin una participación organizada que siga un único Plan Maestro Territorial de Reconstrucción. Pongan, Señores en Emergencia, todo de su parte para lograr el consenso y el orden en los profesionales que vendrán a rehacer la ciudad costera. No dejen que se “pisen los callos”: en el litoral hay territorio en desgracia para todos. La ciudad que reconstruyamos deberá ser un Paraíso Urbano Lineal y Ecológico en la que no habrá cabida para la amnesia, ni para la falta de visión de futuro… ni para los enemigos de la ciudad.
Maiquetía - La Guaira - Punta de Mulatos - Macuto - El Cojo - Camurí Chico - Los Corales - Caraballeda - Tanaguarena - Carmen de Uria (f. www.scielo.org.ve/ © 2008 2002 Instituto de Materiales y Modelos Estructurales. Universidad Central de Venezuela).
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 31 de Enero de 2000.