“¿Dónde, pues, está la ciudad maravillosa?
Pierre Loti.1
Dos amigos hablaban acerca de la imposibilidad de llegar nunca a saber, a pesar de las claves que siembra J.R.R. Tolkien en la saga de El Señor de los Anillos, cómo era realmente el poderoso anillo protagonista de la historia.
Decían, con la gran seguridad de los lectores reincidentes, que Tolkien lo habría dispuesto así para para concentrar su poder: el truco estaba en dar las suficientes pistas en la narración como para que uno se aproxime muchísimo a imaginárselo sin llegar nunca a saber realmente cómo era. Pero, - y se maravillaban por esto-, era justamente esa figuración a ciegas de su forma ideal, esa creación de una imagen personal e intransferible, lo más fantástico del asunto: lo importante era el deseo irrepresable de hacerlo. En ello radica su alucinante poder.
Poder que se puso de manifiesto en el acto: aquel nítido anillo mágico, no bien habían mis amigos terminado de decir estas cosas, ya había empezado a flotar por encima de sus espirituosas cabezas con las formas milenarias de la arquitectura malabar de la ciudad sepultada de Anuradhapura. Ciudad que no es, aunque lo parezca, un escenario tolkeniano, aunque pudiera perfectamente serlo. Provenía, a la sazón, de un personal night table reading, del libro de viajes La India (sin los ingleses) que Pierre Loti, (1850-1923) el dandy viajero de Rochefort, había escrito “à la Tolkien” en 1900.2
Huésped de un gentil Maharajah, Loti había atravesado lentamente una India inmensa e incógnita, sus desiertos, selvas y montañas, ciudades y templos, en una carreta tirada por cebúes. En la carreta de madera se viajaba acostado, mirando horizontalmente el paisaje a través de las ventanillas, de donde pudo venir en parte el tono de siesta veraniega de las historias. Saliendo desde la costa frente a Ceilán e internándose en la interminable selva, amanece un día “…en el sitio en que, desde dos mil años ha, la maravillosa ciudad de Anuradhapura yace bajo la noche de las hojas”.
Como todo turista que recién llega a una ciudad desconocida, Loti busca inmediatamente un mirador para entender su nueva geografía, y se trepa por el lomo de un altísimo templo (o dagabâ) que sobresale por encima de las copas de los árboles. Desde allí se pregunta, con cierto vértigo: “¿Dónde, pues, está la ciudad maravillosa? Paséanse por doquier las miradas, como desde la cofa de un navío se examinaría el círculo monótono del mar, y por parte alguna se divisa el menor rastro humano. Solamente árboles, árboles y más árboles, cuyas copas se suceden magníficas y semejantes; una marejada de árboles que va a perderse en las lejanías sin límites (…); mas la ciudad sagrada está ciertamente aquí, dormitando por doquier, a mis pies, oculta por la bóveda de ramajes”.
El ya sabe, por los picos de los templos que afloran del verde, que debajo yace Anuradhapura, pero (manipulando el mágico anillo) prefiere dejarnos largamente suspendidos contemplando “esta región de grandes ruinas, que van pulverizándose y aniquilándose entre el verdor soberano” durante el tiempo suficiente para que su visión se materialice por completo en el espacio… Esa ciudad sepultada que “no ha podido destruir la selva, que la ha envuelto en su verde mortaja, llevando poco a poco sobre ella su tierra, sus raíces, su maleza, sus lianas y sus monos”, esa ciudad hundida en el silencio de “la noche verde que se va cerrando, por delante, por todas partes, durante leguas y más leguas”, y donde “el impenetrable e inquietante follaje de las ramas extendía su opresión suprema”… poco a poco empezó a confundirse con otra ciudad vegetal: la Caracas verde que obsesionó una vez a otro viajero de las ciudades, el editor americano Richard Ingersoll.
Ingersoll hubiera bien podido servirse de la Anuradhapura de Loti para describir a la Caracas que lo acechó no bien hubo llegado aquí un día en los noventa, y de la que luego escribió en el número 185 dedicado a la ciudad de la Revista de Occidente ("Tres tesis sobre la ciudad").3 Una Caracas que, al correr de los tiempos, segun Ingersoll, se dejaría vencer finalmente por la opulencia de la naturaleza (a la que emula inconscientemente en su desorden orgánico y en su botánico caos arquitectónico de formas que crecen vegetalmente), se dejaría llevar por su más auténtico fuero interno, para ir a perderse entre sis propios bosques, en el fondo del valle.
La narración de Loti revestía ahora a Caracas de santas torres con escaleras de ramas, descolgando sus edificios de rama en rama y de balcón en balcón (como alucinara Ingersoll), confundiendo los suelos urbanos en un fondo de restos y de ruinas por entre cuyas “monstruosas raíces, que se retuercen como serpientes, yacen por centenares las rotas divinidades, los altares, las quimeras…”. Grandes santuarios eran acusados por sus mármoles, losas y columnatas que “parten de las torres para perderse en el bosque…” y centenares de templos derrumbados por doquier, parecían “vestigios de palacios sin cuento”. La selva mágicamente superpuesta de Ingersoll y de Loti, en la que se hunden las ruinas, encerraba ahora “tantos pilares de granito como troncos de árboles, donde todo se confunde bajo la cúpula de perennes verdores”.
La analogía vegetal de la ciudad en toda su egregia frondosidad de lianas y matorrales (“donde la vista se esparce por doquier, bajo los árboles, hasta las lejanías de este reino de las ruinas”), ahora era nítida. El anillo malabar refulgía con sus destellos gracias a mis lecturas del verano.
Anuradhapura, Sri Lanka (f. 2005, travelphoto.net/).
NOTAS:
1. Pierre Loti. L´Inde (sans les anglaises), Phébus, 1903-2008.
2. Richard Ingersoll. "Tres tesis sobre la ciudad", Revista de Occidente, 185, 1996.
Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 14 de Agosto de 2001.
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